Ilustró rrrojo
Avenida Alvear, en Caseros.
Barrio duro que se disputan
Estudiantes de Buenos Aires y Almagro.
Una tarde de Agosto como para tomar mate y darle a las
tortas fritas.
O para cucharita, los ganadores.
Y mientras caminaba por la avenida los recuerdos se
precipitaban.
Caseros siempre fue barrio con el cuál, desde pibe, uno no quería
jugar a la pelota.
Porque si ganabas no sabias si salías.
Desde Santos Lugares caminábamos cruzando las vías del
ferrocarril San Martín y atravesando el
barrio ferroviario, las escasas quince cuadras hasta la cancha de Almagro, para
ver inolvidables partidos protagonizados muchas veces por amigos que se habían ido
a probar a Almagro y quedaron.
Para hacer lo que hoy dicen el aguante y decíamos entonces cinchar.
Caseros era para nosotros hostil.
Para colmo los del Italiano Uniti nos tenían junados y para
bailar con una piba de allí, tenías que presentar documentos, certificado de
antivariólica y buco dental.
Nos vengábamos cuando venían a nuestro territorio.
Hoy el día gris no alcanzaba para disimular el recuerdo del
arquero del barrrio que no fue, o del centroforward que no murió al amanecer pero
quedó en el anonimato, con los que compartimos sueños, vermuts en Institución
Sarmiento y muchas confidencias.
Y la película, en blanco y negro se repetía una y otra vez.
Hasta en algún momento parecía aspirar el aroma de glicinas,
cosa imposible para esta época de invierno, o para esta actualidad nauseabunda
en que transcurren nuestros días.
Cambió Caseros. Cambió Avenida Alvear.
Un auto nuevito frenó, dejándome la prioridad del peatón.
El de atrás, venia distraído y su auto tocó el paragolpes
del que frenó para que Yo cruzara.
Miré al conductor para agradecerle, y ví a un muchachito con
cara triste, que devolvió mi saludo formalmente, pero casi en el límite en el que
una lágrima te botonéa.
Cambio el semáforo a celeste y el pibe arrancó, estacionando
a la media cuadra, pasando Avenida Mitre.
Llegué para verlo, fuera del auto mirando el paragolpes
deteriorado.
Del retrovisor colgaba un escudito del Rojo de Avellaneda.
Entré al negocio de Luisito y después de los abrazos me
sirvió un café.
Mientras le contaba lo que me había ocurrido, sonó la
campanita del local
Era el pibe, que entró a pedir presupuesto justo cuando Yo puteaba
el café instantáneo con el que me invitó Luis.
El auto era del viejo y debía devolverlo entero. A la noche.
Luisito no me dio más bola y se puso a trabajar.
Le dijo a su hija Joana que me prepara otro café, invitación
que decliné en defensa propía.
El pibe respiraba aliviado.
Mientras Luisito
dejaba todo como tiene que estar.
Un artista.
Un Amigo.
Volví a casa intentando recuperar la realidad.
Pero el
recuerdo de Luisito trabajando esmeradamente y la cara del pibe agradecido me hacían
temblar los postes y el travesaño.
Y otra vez el aroma de las glicinas.
Quería volver a la realidad. La que nos hace poner esa piel
dura para resistir en el convivir actual.
La que trata de sacar provecho de cada circunstancia
favorable por qué si no te acuestan.
Pero no pude.
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