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viernes, 30 de marzo de 2012

"CABEZAS EN LA PLAYA", un texto de Eduardo Sacheri


"CABEZAS EN LA PLAYA", un texto de Eduardo Sacheri

A partir de enero de 2011, el prestigioso escritor argentino se incorporó a la revista con columnas exclusivas. Autor de varias novelas, entre ellas la que apuntaló al Oscar "El secreto de sus ojos".


Nota publicada en la edición febrero 2012 de la Revista El Gráfico



No quiero pecar de nostalgico, pero cuando camino por las playas argentinas en plena temporada veraniega, me asalta cierta añoranza de no ver, casi nunca, a los veraneantes jugando un “cabeza”. Picados, por fortuna, siguen habiendo. Pululan los cultores de la paleta. Del tejo ni hablar: cada veinte metros te topás con una cancha, desde las más sencillas marcadas con el pie en la arena, hasta las sofisticadísimas que cuentan con tejos de colores y flejes construidos con soga y con estacas. En los últimos años, supongo que al calor del estímulo televisivo, también se ha popularizado el fútbol tenis, que tiene altos requerimientos escenográficos: no cualquiera tiene una red con estacas altas para andar clavando por ahí. Pero que las hay, las hay.

No tengo nada contra todas esas prácticas deportivas. Pero de todas maneras, en algún rincón del alma me duele la casi absoluta extinción del “cabeza playero”. Los veteranos me perdonarán que me explaye unos párrafos en la sucinta descripción de este deporte, para que los lectores jóvenes de El Gráfico entiendan a qué me refiero.

Dos arcos construidos con ojotas, de dimensiones respetables, separados apenas por unos cuantos metros. Dos alternativas de balón: pelota número cinco o pelota Pulpo, bicolor, de goma, a rayas. Número de jugadores: uno contra uno o dos contra dos (nada de multitudes). Acción básica: desde el arco propio, arrojar la pelota hacia arriba y cabecearla con la intención de convertir el gol en el arco del adversario.
Acciones secundarias:
Escapadita: el jugador contrario detiene nuestro cabezazo pero no contiene la pelota. Eso nos habilita a jugarla con los pies y hacer el gol pateando, a partir de que tomamos el rebote.

Pechito: si en lugar de detener el cabezazo del rival con las manos, somos capaces de pararlo de pecho, eso nos habilita a salir jugando con los pies y hacer el gol sin necesidad de cabecear.

Cabeza con cabeza: si somos capaces de interceptar el cabezazo del rival con nuestro propio cabezazo, y ese cabezazo se convierte en gol, no solo es válido sino que “vale doble”.
Es probable que otros veteranos sepan reglas distintas. Como todo juego popular, acepta localismos y modalidades. Pero el “cabeza” era más o menos como lo describo.

Y digo “era” porque es rarísimo, hoy en día, cruzarse con uno en los veraneos. En mi niñez de los años setenta, o en mi adolescencia de los ochenta, en cambio, eran frecuentísimos.
A mí me enseñó a jugar mi hermano mayor, como todo lo que tenía que ver con el fútbol. Sergio me lleva diez años, y durante buena parte de nuestras vidas eso dificultó que crecieran entre nosotros las complicidades y las confianzas. Por suerte, siempre tuvimos, para compensar, el fútbol.

En mi niñez mi hermano, su barra de amigos, sus juegos, ejercían sobre mí una atracción casi hipnótica. No me dejaba participar de sus juegos pero a mí, casi siempre, me alcanzaba con ser testigo. Hasta que yo mismo cumplí los diez y pude tener mi propia barra, me dediqué a contemplarlos, desde lejos, mientras bicicleteaban por las calles de Castelar, jugaban al fútbol en el pavimento, despanzurraban timbres, desobedecían madres o husmeaban baldíos.

Mi hermano no era, en ese entonces, demasiado cariñoso con el benjamín de la familia. Yo era un estorbo, y me lo hacía saber con una franqueza temible. A veces mis viejos lo obligaban a, pese a todo, jugar un poco conmigo. Sergio aceptaba con una sonrisa pícara y me invitaba a jugar al fútbol, uno contra uno, en el patio de casa. “A doce”, decía él, dando a entender que el partido terminaba cuando alguno llegara a esa cantidad de goles. Y empezábamos. Siempre, indefectiblemente, era yo el que se ponía en ventaja. Uno a cero. Dos a cero. Seis a cero. Nueve a cero. Mi entusiasmo crecía hasta la maravilla. Iba a lograrlo. Yo, Eduardo, con cinco años, iba a derrotar al grandulón de mi hermano. Y sin embargo, cuando el tanteador se clavaba en un diez a cero a mi favor, empezaba su remontada. Diez a uno, diez a dos, diez a tres. Despavorido, yo dejaba de sonreír y empezaba a desesperarme. Diez a seis, diez a ocho, diez a diez. Furioso, ciego, buscaba a tientas el camino a esos dos goles que me condujeran a la gloria. Pero jamás lo conseguía. Sergio ponía el once a diez y el corazón empezaba a congelárseme. Doce a diez, y mientras él festejaba por el patio, a mí se me saltaban las lágrimas.

En los veranos en Villa Gesell, el patio cambiaba por la playa y el partido de arco chico cambiaba por el cabeza. Pero nuestros enfrentamientos seguían el mismo derrotero. Para colmo, jugábamos con una Pulpo chiquita, que rebotaba como el demonio para cualquier lado, y mi hermano imponía que jugásemos siempre en la arena seca. Sergio me cabeceaba de pique al piso, cerca de la línea de mi arco. Aunque volase de palo a palo para atajar esos misiles, el pique sobre las montañitas de arena me cambiaba el pique y terminaba siempre desairado.

Claro que, a pura fuerza de derrotas, yo también iba aprendiendo. A fuerza de derrotas y de años, claro. Cumplí los doce, los trece, los catorce. Pero no podía hacer nada contra el mastodonte de veintidós, de veintitrés, de veinticuatro. Ya no se arriesgaba a dejarme diez goles de ventaja para convertirme de un saque la docena. Pero de todas maneras la estadística seguía siendo redonda. Cientos de cabezas jugados, cientos de cabezas perdidos. Todavía hoy recuerdo la sensación de rabia silenciosa, después del último gol en contra. Ponerme de pie, desclavar las ojotas de los arcos, dejarlas cerca de la sombrilla, y caminar hasta el agua para enjuagarme la arena. Entre el sudor y las voladas, terminábamos los dos hechos una milanesa. Y la mirada alta, clavada en el horizonte. Nada de lágrimas. Ningún vistazo hacia mi hermano, por el rabillo del ojo. Nada de sorprender una sonrisita, una burla, o de lo contrario el salto salvaje y el grito rabioso y la pelea (naturalmente perdida de antemano).

Mejor la dignidad, el chapuzón, y en todo caso el comentario elogioso y contenido. “Jugaste bien”. “Vos también”. “Estás mejorando”. “Parece que sí”. Eso era todo. Y hasta la próxima vez, es decir, hasta el día siguiente. Me pasé unos cuantos veranos de la década del ochenta pensando que sí, que de una vez por todas, me tocaría ganar un cabeza. Pasó el año de Malvinas, el verano de la restauración democrática, el del plebiscito por el Beagle, el del Plan Austral, y yo seguía perdiendo. Cada vez por menos goles, cada vez con menos baile, pero seguía perdiendo. Alguna vez llegué a poner la cosa diez a diez u once a once. Y por las buenas, sin que mi hermano se dejase hacer ni uno. Pero al final Sergio sacaba una reserva de fútbol, de aire o de temperamento y se llevaba la victoria. Y de nuevo a desclavar las ojotas, a dejarlas junto a la sombrilla, a sumergirme en el mar para sacarme la arena y enfriarme la bronca.

En enero de 1987 yo acababa de cumplir diecinueve años. Mi hermano ya se había casado, y, por su trabajo, solo viajó a Gesell los dos fines de semana de la quincena. El primer domingo, al atardecer, jugamos un cabeza. Porque yo había terminado de crecer, porque por primera vez nuestras capacidades se habían emparejado, o simplemente porque alguna vez tenía que suceder, me puse arriba en el marcador a lo largo de todo el cabeza. Cuatro a tres, siete a seis, ocho a siete. Los dos volábamos de palo a palo. Los dos cabeceábamos de pique al piso, los dos éramos capaces de poner los dientes con tal de tapar el arco propio. Conseguí poner el partido once a nueve a mi favor. El corazón me saltaba en el pecho. Pero mi hermano conectó un frentazo precioso, de los que solía sacar, y lo puso once a diez.
“No se ve nada”, dijo después. Era cierto. Ya se había hecho de noche. “Lo seguimos el sábado que viene”. Y yo no tuve nada que objetar. Era verdad que no podíamos seguir en la penumbra. Pero también era verdad que me iba a pasar la semana anticipando ese desenlace. ¿Y si mi hermano volvía renovado? ¿Y si una semana después cambiaba el clima y su arco tenía el viento a favor? ¿Y si yo me lastimaba jugando en la semana con mis amigos y mi lesión le daba ventaja? Demasiadas dudas y ninguna respuesta.

Y tuve que esperar. Años después, cuando leí el genial cuento “El penal más largo del mundo”, de Osvaldo Soriano, me sentí absolutamente identificado con el Gato Díaz, ese arquero que se pasa una semana esperando que le pateen un penal que significa un campeonato.
No sé si los pibes de hoy se lo tomarían tan en serio. Yo recuerdo, durante esa semana en Villa Gesell, haber jugado al fútbol, haber salido con mis amigos, haber caminado con mi novia por la playa. Pero todo lo hice como en cámara lenta, como a caballo entre dos realidades paralelas. Una parte de mí estaba con mi cuerpo. Pero la otra estaba en el limbo. Y en ese limbo, en el primer cabezazo que tuviera que meter yo, con mi hermano al otro lado, con el partido once a diez a favor mío, con un solo gol separándome de la hazaña.

El sábado siguiente volvió mi hermano. Y el día transcurrió como debía. Mar, naipes, almuerzo enarenado con toda la familia amuchada bajo la sombrilla. Al caer la tarde, mi hermano manoteó la Pulpo y dijo: “Vamos”. En eso siempre fue de ley. Nunca le pregunté cómo vivió él esa semana. No creo que haya sido mucho más plácida que la mía. Es verdad que, con esa definición, yo buscaba lavar doce o trece años de derrotas. Pero supongo que igual de angustiante debe ser la posibilidad de perder un invicto de más de una década.

Clavamos las ojotas. Arcos grandes, como deben ser los de un cabeza. Unos cuantos metros de separación entre ambos. La cancha armada en paralelo a la línea de la orilla. Mi arco con el declinante sol de frente, mirando hacia Mar del Plata. El de Sergio hacia Pinamar. Me dije que, si era capaz de embocarlo de entrada, ahí terminaba todo. Solté la pelota sobre mi cabeza como había aprendido de Sergio. Nada de remontarla tres metros para arriba, para darle impulso. Nada de eso. En el cabeza, el impulso se lo imprime uno, con el movimiento del cuello y el giro del cráneo.
Impacto con el parietal izquierdo, de sobrepique. Mi hermano que vuela hacia su palo de ojota. No grito antes de que traspase la línea porque cualquier futbolero sabe que eso trae mala suerte. Hago bien en callarme, porque el manotazo de mi hermano evita el gol, la gloria, la hazaña. Se pone de pie. Tranquilamente, como tantas veces a lo largo de tantos años, su cabezazo se puede transformar en el once a once, y después mi derrumbe y sus dos goles de ventaja para liquidar el pleito. Mi hermano cabecea como yo, aunque en realidad sea yo el que cabecea como él. Queriendo o sin querer me ha enseñado. No sólo a cabecear, sino a perder. No solo a tirarme con los dientes para atajar un balón esquinado, sino a tragarme las lágrimas y pedir la revancha otra vez.

El cabezazo de Sergio, ese atardecer de enero de 1987, sin embargo, no sale según sus planes. No viene bajo y esquinado, para el pique artero en las montañitas de arena. Sale alto y casi al medio del arco. Todos nos equivocamos. Pero hay momentos y momentos para equivocarnos. Yo espero la pelota a pie firme. Arqueo la espalda para que la bola me rebote en el pecho pero no se vaya larga hacia los pies de Sergio.
Bajo el mentón para verla. Efectivamente, me pega en el pecho casi lampiño que luzco entonces. La Pulpo sube y se abre, un poquito a mi derecha. Recién después empieza a bajar. No pienso en lo que tengo que hacer. Lo sé. De tanto perder, lo he aprendido. Inclino el cuerpo hacia atrás, como si quisiera derrumbarme de costado en la arena. Retrocedo la pierna derecha. Y cuando la bola baja hasta la altura de un metro, le pego una quema furibunda con el empeine pleno. Mientras caigo sobre la arena, veo la pelota como una bala de cañón rumbo al otro arco. Veo el movimiento instintivo de mi hermano, que además de buen jugador es buen arquero, veo cómo la pelota le roza el pulgar derecho, veo cómo no consigue detenerla, veo cómo la Pulpo recién se detiene cincuenta, setenta metros más allá.

“Flor de chumbazo”, dice mi hermano, sin alzar la voz, y se levanta y se sacude la arena. “Cierto”, digo yo, mientras me incorporo y desclavo las ojotas de mi arco. “¿Jugás la revancha?”, pregunta mi hermano. “Hoy, no. Mañana”, digo. Porque hace años que vengo esperando esto, y necesito tiempo para absorberlo. Dejo las ojotas cerca de la sombrilla. Camino hasta el mar y me sumerjo, mientras me meto adentro mío para saber qué se siente ganar un cabeza de una buena vez por todas.

Creo que es Albert Camus el que dijo que las cosas más importantes de la vida se las enseñó el fútbol. Creo que estoy de acuerdo. Los que me conocen dicen que soy un tipo paciente. Es probable que sea cierto. Al fin y al cabo: ¿Existe algo que te enseñe más sobre la paciencia que trece años consecutivos de derrotas?



Publicado por El Gráfico edición de Febrero de 2012

De http://www.elgrafico.com.ar/2012/03/19/C-4133-cabezas-en-la-playa-un-texto-de-eduardo-sacheri.php

Fuente El Gráfico

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