Por Andrés
Eliceche
Javier Mascherano, perseguido por las cámaras.
Se bambolea sin quitar sus manos de los bolsillos. A veces
registra la cara del que le pregunta, en otras mira sin ver. Y en todas sus
respuestas exhibe respeto aunque la hora, el cansancio y el fastidio por el
empate le generen más ganas de subirse al ómnibus y ya, que esto se termine.
Vaya a saber. Como sea, Javier Mascherano atraviesa el post partido del mismo
modo que transitó el pre y el durante: imposible adivinarle una sonrisa, ni
siquiera un gesto de relajación. El hombre, animal competitivo, no sabe vivir
su profesión de otra manera. Entonces, si no se aflojó ni cuando ganó la
Champions League con Barcelona porque se venía la Copa América, menos va a
hacerlo ahora que la tabla de las eliminatorias muestra a la selección
argentina en un lugar impropio.
"Tuvimos una laguna después del tiro en el palo de Éver
(Banega) y lo pagamos con un gol en contra. Lo que a nosotros nos cuesta mucho,
a nuestros rivales les sale fácil", rezonga en la puerta del vestuario
local del Monumental, un lugar del que podría dar detalles con los ojos
cerrados: allí mismo se cambió para debutar en Primera hace más de 12 años con
la camiseta de River.
Ahora, a Mascherano lo atrapa el presente. Sabe que
mencionar ausentes sonará a excusa, y la esquiva: "Somos los que
estamos", dispara ante la pregunta-centro que escucha sobre si la falta de
Messi, Agüero y blablablá. La película de la noche, más allá del final, lo
entretuvo bastante, pero quiere ver si la remake vale la pena: "No fuimos
brillantes pero sí superiores, hemos tenido claro a qué jugábamos. Hay que
seguir creciendo, no podemos dar un paso adelante y dos atrás", razona.
Venía de tener una noche en subida. Porque la había
arrancado con vuelo bajo, casi a la altura del dron de la televisión que se
paseaba entre los jugadores durante la ejecución de los himnos; su primer
tiempo lo había mostrado más hablador que jugador, como si necesitara hacer
ajustes sobre lo planeado inicialmente. Una y otra vez. Ya en el segundo
tiempo, una barrida marca Mascherano había impulsado al público a corear su
apellido. Y casi en el final, cuando debieron calmarle un calambre después de
que quedara tendido, ese repiqueteo creció hasta que todos entendieran en el
estadio eso que se cantaba: "Mascheee, Mascheee.". Él, ni mú. Siguió
a lo suyo, tratando de empujar al equipo a una victoria que sonaba urgente.
Pero no lo consiguieron ni su esfuerzo ni el cabezazo de
Rojo ni el último centro que aterrizó en el área de Alisson. Entonces, el
capitán se abrazó con ganas a Neymar, su rival-compañero, y cambiaron
camisetas. Eso sí, como si tuviera bien aprendido el viejo mandato de Oscar
Ruggeri ("la de Brasil no hay que ponérsela nunca"), tomó la 10
amarilla y se la llevó en la mano.
Javier Mascherano salió de la cancha serio, con la vista al
frente y el pecho descubierto, señal de que se lo va a seguir poniendo a las
balas, aunque a veces le parezca que ya no tiene lugar para que le sigan
entrando.
Fuente Cancha Llena
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