¡¿Qué cobrás?!: un texto de Eduardo Sacheri
Nota publicada en la edición de septiembre de 2012 de
El Gráfico
Sacheri y la justicia en el fútbol.
Yo parto de la base de que nadie los obliga. No creo
que ningún adulto, cuando ellos son chiquitos, se les plante delante, con el
torso amenazadoramente encorvado hacia ellos, el ceño fruncido, el dedo índice
en alto, para decirles “Te obligo a que seas árbitro de fútbol.” Para nada. Les
tiene que gustar.
Por empezar, les tiene que gustar el fútbol. Y mucho.
Ni hablemos de lo que tienen que estudiar, ni de lo que tienen que entrenar,
que es bastante. Pensemos en los sacrificios cuando ya empiezan a ejercer como
jueces. No es que los llaman de la sede de la calle Viamonte y les preguntan:
¿Qué partido querés dirigir para tu debut? ¿River-Boca o Racing-Independiente?
Nada de eso. Se reciben y tienen que empezar de abajo. Muy de abajo. Divisiones
Inferiores. Canchas chúcaras de los torneos de ascenso. Horarios inverosímiles.
Clubes perdidos en barriadas esquivas. Partidos en los que el público es escaso
pero vengativo. Canchas casi desiertas donde los insultos vienen desde un
alambre que queda muy cerca, o desde el borde mismo de la línea de cal.
Seguridad que se reduce a un par de policías cansados y entrados en kilos, o en
años, o en ambos, que tienen pinta de “Conmigo no cuenten”.
De manera que esos árbitros que vemos después,
refulgentes bajo el cielo de los estadios de Primera división, han pagado un
derecho de piso importante, supongo. Un derecho de piso que, descuento yo,
tiene que ver con el amor al fútbol. Como muchos otros futboleros, habrán
soñado con ser jugadores profesionales. Las piernas o la suerte, como a muchos
de nosotros, les habrán cerrado ese camino. Pero en lugar de colgar los botines
y basta -como algunos-, o de seguir despuntando el vicio entre amigos con casi
nada en juego -como otros-, estos se han empeñado en permanecer vinculados a ese
mundo del fútbol y sus clubes. Aunque el sitio que han elegido (o que les ha
sido reservado, o permitido) sea un lugar tan polémico, tan sospechado, tan
poco apreciado, como el de convertirse en árbitro.
Supongo que no debe ser agradable, cuando entran a un
campo de juego, recibir la silbatina generalizada que baja desde todas las
tribunas. Creo que los únicos dos momentos en que locales y visitantes se ponen
de acuerdo es para insultar a los ingleses por Malvinas y en chiflar al árbitro
cuando sale a la cancha. Pero ahí van. Para eso se han preparado. Para eso se
han sacrificado.
Entonces, si así son las cosas, ya que están ahí, ya
que han invertido años, esfuerzos, tiempo, energías en llegar a esa posición,
¿no podrían, ya que están, dirigir como Dios manda?
Ya sé que hay excepciones. Hay árbitros que son buenos.
Me ha tocado ver, a lo largo de mis cuarenta y cuatro diciembres, algunos muy
buenos. Pero vamos a ser sinceros: por cada uno muy bueno, ¿cuántos pésimos
florecen? No quiero hacer nombres, pero… ¿me siguen en lo que digo?
Ejemplo. Van cinco minutos del primer tiempo. El equipo
X está convencido de que sacar un punto como visitante es una hazaña. Por lo
tanto, el arquero demora cincuenta segundos en buscar la pelota detrás del
arco, otros cuarenta eligiendo la matita de pasto sobre la cual apoyarla, otros
quince tomando carrera, otros veinte haciendo señas a sus compañeros para que
se abran, para que se cierren, para que se corran, para que se desmarquen, para
que estudien mineralogía, y otros diez en trotar cinco pasos para impactar la
pelota. Para cualquier palurdo es evidente que el arquero del equipo X está
haciendo tiempo, aunque falten 85 minutos de partido. ¿Qué pasaría si el
árbitro se acerca, le sonríe angelicalmente, menea la cabeza como diciendo “Qué
pícaro te levantaste esta mañana” y le saca la tarjeta amarilla? Nada. O mejor
dicho, se aseguraría de que el dichoso arquero se dejará de jorobar de ahí en
adelante en cada saque de arco que tenga. Pero no. El árbitro promedio se hace
el desentendido las primeras tres o cuatro veces que el arquero remolón se hace
el piola. La quinta vez se acerca, con gesto amenazante -como quien reta a un
pichicho querido pero desobediente-, y mueve el brazo hacia abajo y hacia
arriba como diciendo “Apúrese”. El arquero, en el colmo del remordimiento, alza
la mano como diciendo “Ya voy, maestro, ya voy” y sigue con sus ritos de
convertir el tiempo en chicle. ¿Total? El arquero sabe que no pasa nada. Cuando
llegue el entretiempo, el juez se habrá olvidado por completo del asunto. En la
segunda etapa volverán ambos a su papel. Uno a demorar y el otro a hacerse el
estricto. Eso sí, para que nadie lo tache de débil, a los cuarenta y dos
minutos del segundo tiempo, en la decimoséptima ocasión en la que el arquero se
hace el tonto, el juez cruzará toda la cancha para amonestarlo. Indignado,
exhibirá la tarjeta amarilla como una espada justiciera sobre la cabeza del
vándalo. Y uno, en la tribuna, se pregunta: “¿Y ahora para qué lo amonestás?
¡Si se cansó de hacer tiempo todo el santo partido!”. Y uno se indigna
precisamente por eso: porque sabe que lo amonesta ahora porque, de haberlo
hecho cuando debía, corría el riesgo de tener que ser justo, y echarlo a los
quince del primer tiempo.
Otra costumbre arbitral que me quita el sueño, y que
podríamos intitular “Disquisiciones a la espera del tiro de esquina”. Atacantes
y defensores están amuchados en el área. El jugador que va a patear, otea el
horizonte. Ahora está muy de moda que el pateador se ponga a hacer gestos. Levanta
un brazo, levanta el otro, dobla un codo, se menea con las manos en la cintura,
imita una grulla, y todo eso tiene un significado especialísimo y secreto que
sus compañeros deben ser capaces de interpretar. Eso sí: después tira un centro
que es una vergüenza, tan corto que lo despeja con el pie el defensor que cuida
el primer palo, o tan largo que cae pasado diez metros el área. Pero no me
quiero distraer del motivo principal de mi calentura. Mientras el lanzador se
prepara, atacantes y defensores se abrazan, se empujan, se codean, se matonean,
etcétera. ¿Qué se supone que tiene que hacer el árbitro? Cualquier mortal de
los que poblamos la tribuna suponemos que su tarea es simple: ordenar que se
ponga el balón en juego, observar el área y juzgar en consecuencia bajo este
simple razonamiento: si es foul de los atacantes, sacan los que defienden; y si
es al revés, es penal para los atacantes. ¡Pero no! La mayoría de nuestros
árbitros, en esa situación, desarrolla una conducta mucho más original. Les ataca
un furor pedagógico, a partir del concepto de “Voy a educar a estos muchachos”.
Llama aparte a los más díscolos, uno de cada bando, y les explica, con la
paciencia del maestro kung-fu de Kwai Chang Caine, que no está bien que anden
agarrándose en el área. Los muchachones asienten, agachan la cabeza y vuelven a
lo suyo. Cuando finalmente viene el centro, todos los demás (y a veces, hasta
los reconvenidos) siguen fajándose de lo lindo. ¿Y qué hace el árbitro? ¿Cumple
sus amenazas? ¿Sanciona los penales? ¿Muestra tarjetas a los díscolos? ¡No!
¡Claro que no! Porque si estuviera dispuesto a hacer esas cosas habría empezado
por ahí, sin gastarse en advertencias. Pero lo que quiere el hombre de negro (o
de verde, o de fucsia, o de amarillo, porque ahora se les ha dado por vestir
cual aves tropicales de vistosísimos colores) es no tener que tomar decisiones,
partiendo de la idea –errónea- de que si termina el partido con tres
expulsados, ocho amonestados y dos penales, es un mal árbitro; y si en cambio
termina con los veintidós en cancha y pocas amarillas, es un juez competente.
Y ya que vengo levantando presión, no quisiera terminar
esta columna sin dedicar un párrafo a los jueces de línea, que son tan árbitros
como los otros pero limitan su función a levantar la banderita con el off side,
indicar a quién se le fue afuera, y verificar que los saques laterales se
saquen con los dos pies en el piso y desde atrás de la cabeza. No parecen
funciones demasiado complejas y abundantes, ¿cierto? Uno no les ha encomendado
que velen por la paz mundial, ni por que no se agigante el agujero de ozono. Y
sin embargo, se equivocan que da calambre, como dice mi mamá. Cuando no te
anulan mal un gol, le dan cinco laterales seguidos al equipo equivocado, o
convalidan que un fulano saque el lateral como si estuviera dando un pase de
pecho al básquet. ¿Tan difícil es? ¿Tan difícil?
No quiero ser injusto. Detengámonos. ¿No me tocó ver
árbitros buenos, en todos estos años? Sí, me tocó. Algunos. Contémoslos. Sí, a
razón de un par de buenos, buenísimos árbitros, por década. Eso me da como
menos de una decena. En mi ya larga vida de futbolero, no parecen demasiados.
Hay algo que debo conceder, en mi diatriba. Cuando en
los mundiales te toca ver a árbitros de otras latitudes, uno se topa con cada
chambón que te da como un no sé qué de culpa por ser tan exigente con los
árbitros argentinos. Como un deseo de encontrarte en la calle con el último al
que insultaste en escalas polícromas y darle un beso en la frente mientras
murmuramos: “Perdoname, los hay mucho peores que vos”. Pero tampoco es un
consuelo. Si esta tierra se caracteriza por cosechar buenos jugadores. ¿No
debería sucedernos lo mismo con los hombres de negro (o de verde, o de fucsia)?
Será por eso que cuando estoy en la cancha, y me toca
padecer a uno de esos referís que se muestran dubitativos, flojos, pusilánimes,
lentos, parciales, vuelvo a preguntarme, a preguntarle al susodicho, a
interrogar al Altísimo: ¿Alguien lo obligó? ¿Alguien le puso un revólver en la
sien para ordenarle que se convirtiese en árbitro? ¿Está purgando alguna culpa
de sus vidas pasadas? Y si no fue así: ¿por qué no se dedica a otra cosa? ¿No
tiene nuestra vida de pobres mortales, suficientes frustraciones, dificultades,
atropellos, sinsabores, sueños incumplidos, tristezas viejas, amores
contrariados, metas inalcanzables, como para que encima nos tengamos que bancar
a este muchacho que de fútbol sabe menos que nosotros de física cuántica?
Filosóficas cuestiones que carecen de respuesta. Será
por eso que la única que nos queda, cuando vamos a la cancha, es erguirnos en
puntas de pie, como si allá a lo lejos, sobre el verde césped, él pudiera
escucharnos, juntar los dedos de la mano en un montón iracundo y vociferar:
¡¿Qué?! ¡¿Qué cobrás?!.
Por Eduardo Sacheri
Fuente El Gráfico
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