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viernes, 18 de noviembre de 2011

"Aviones en el cielo", un texto de Eduardo Sacheri


"Aviones en el cielo", un texto de Eduardo Sacheri

A partir de la edición de enero, el prestigioso escritor argentino se incorpora a la revista con textos exclusivos. Autor de múltiples cuentos y varias novelas, entre ellas la que apuntaló el Oscar ganado por "El secreto de sus ojos", Sacheri debuta en nuestras páginas con una vivencia deliciosa: "Aviones en el cielo".

Nota publicada en la edición enero 2011 de la revista El Gráfico.


El escritor se incorpora a la revista. Autor de la novela que apuntaló el Oscar ganado por "El secreto de sus ojos", debuta en nuestras páginas con una vivencia deliciosa: "Aviones en el cielo".
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LA HISTORIA que me propongo contar empieza de noche, en un aeropuerto, mientras espero que se haga la hora de tomar un avión, el 18 de noviembre de 2010. Y termina también de noche, tres semanas después, el 8 de diciembre. Termina conmigo tirado boca arriba, en el pasto, con los ojos fijos en el cielo oscuro de la una de la mañana.
Por supuesto que las dos, las del principio y el final, son decisiones arbitrarias. Al fin y al cabo: ¿cuándo empiezan las cosas? ¿cuándo terminan? Siempre que decidimos contar algo, cortamos la cadena del tiempo en un eslabón. Un eslabón cualquiera, visto desde afuera. Un eslabón esencial, visto por nosotros mismos.
Son las diez de la noche. Estoy en el aeropuerto de Ezeiza, sentado en una sala de embarque casi vacía, esperando que se haga la hora de subirme a un avión. A través del ventanal veo los aviones, alineados en la pista, y vuelvo a preguntarme cómo es posible que no se caigan mientras vuelan. Así de grandes, así de pesados. Y yo que me dispongo a subirme a uno por espacio de diez horas y nueve mil kilómetros. Yo sé que hago mal; sin embargo, les tengo pánico.
Pero esta noche lo del avión no es lo único que pasa. Ni lo más importante. Hay algo más. Juega Independiente. Por la Copa. Semifinal, partido de ida, contra la Liga, en la altura de Quito.
Pero tampoco eso es lo más importante que pasa. Lo más importante es que en casa está mi hijo, desesperado por ese partido. No me lo ha dicho, o no me lo ha dicho del todo, pero el tipo está como loco con la posibilidad de que el Rojo gane una Copa. Una Copa que, para él, sería la primera. Pobre hijo: flaco favor el mío, hacerlo del Rojo en esta época. Cuando mi viejo me pasó la posta, en los años setenta, me hizo un favor, un don, un regalo. Me dio un equipo que ganaba Copas como si fueran caramelos que uno se sirve de a puñados. Cuando yo, a Francisco lo enamoré de Independiente, en cambio, lo puse a sufrir una sequía que parece perpetua. Un campeonato en el 2002 y gracias. Nada antes, nada después. Un rey de Copas sin Copas, tapado de telarañas y de fotos amarillas.
Ahí, mientras miro los aviones estacionados, lo llamo por teléfono. Lo escucho optimista. Promedia el primer tiempo e Independiente aguanta bien en la altura de Quito. Juega mejor. Lo tiene controlado. Está lloviendo en Ecuador. Yo le digo que esa de la lluvia es una buena noticia. Que me dijeron, que alguna vez escuché, que con lluvia el efecto de la altura disminuye. No sé si es cierto, pero se lo digo igual porque lo quiero tranquilizar, acompañar de alguna manera, en semejante partido.
Antes de cortar la comunicación, de todos modos, le tiro algunas frases de alerta. No sé si hago bien, pero me da miedo el tamaño de su ilusión. Porque yo sé que lo más probable, es que Independiente no gane esta Copa. Y me gustaría evitarle a mi hijo ese dolor, ese desengaño. Por eso me propongo prepararlo: ojo que no somos ninguna maravilla, le digo. Ojo que la Liga es un equipazo, le digo. Ojo que con el Tolima pasamos raspando, le digo.
¿A quién estoy protegiendo? ¿A Francisco, que con sus 14 años me parece demasiado tierno como para cargar sobre las espaldas semejante desengaño? ¿O a mí mismo, que a los 42 estoy tan indefenso como él frente a las inclemencias de la derrota?
A las diez y veinte recibo el primer mensaje. Mala señal. Si me manda un mensaje en lugar de llamarme, es que son malas noticias. “Perdemos 1 a 0”. Me tomo un minuto para pensar la respuesta. Le digo que no es tan grave. Perder por uno en la altura no es tan grave. Pasa un rato. Deambulo frente al ventanal. Ahí siguen los aviones, esperándome. Pero no les tengo miedo. No porque me haya vuelto valiente de repente, sino porque estoy mucho más preocupado por mi hijo y por mi cuadro. Me llega un segundo mensaje. “Otro más”, dice mi hijo. Pero eso no es lo peor. Porque agrega “Me cansé de perder. Me voy a dormir”. Me cuesta tragar cuando lo leo. Sé que miente con eso de que se va a dormir. Sé que va a seguir mirándolo hasta que termine. Pero no sé qué decirle. Yo sé que la vida es mucho más perder que otra cosa. ¿Pero vale la pena que se lo diga?
Le respondo que todavía queda alguna chance de darlo vuelta en Avellaneda. Pero que si nos meten otro más, ahí sí estamos al horno. Casi enseguida me responde. “Nos están matando. No hay forma. Ya caí en la realidad”. Y a mí, solo entre las hileras de asientos vacíos, me dan unas ganas de llorar que me cuesta contenerme. Porque no quiero que las cosas sean como son. No quiero que caiga en la realidad. No me consuela el hecho de comprobar que mi hijo, por detrás de su pasión, sabe ver el fútbol, y por eso comprende lo fritos que estamos, lo cerca que quedamos de estar fuera de la Copa.
Me sube una bronca ridícula desde las tripas hasta la piel. Unas ganas locas de agarrarme a trompadas con el responsable de todo esto. Pero ¿quién es el responsable? ¿Con quién me tengo que pelear? ¿A quién le tengo que cobrar la angustia de mi hijo? ¿A los jugadores? ¿A los dirigentes? Sospecho que no. Porque en el fondo, la culpa es mía. Yo lo eduqué así. Yo le inculqué ese amor inútil. Yo lo entusiasmé en estas hazañas improbables. Yo le contagié este amor sin fundamento ni contrapartida.
Y sin embargo, al escribir la respuesta, termino escribiéndole: “No te rindas”. Lo envío y sé que es una estupidez. Porque sería mejor que se rindiera. Que se entregara. Que dedicara sus energías y sus angustias a causas más nobles.
Y enseguida recibo otro mensaje. “3”. Ese es todo el contenido. Así de simple. Así de terminante. Perdemos 3 a 0. No hay modo de meterles 4 goles en Buenos Aires. Ahora sí, estamos listos para toda la cosecha. Yo lo sé. Francisco lo sabe. ¿Qué le contesto? “Mejor olvidate de todo lo que te enseñé. Este amor no sirve para nada” Eso debería responderle. Pero no me atrevo.
Jugueteo con el celular. No sé qué decirle. En esto estoy cuando recibo otro mensaje. Pobre de él. Pobre de mí. Abro el mensaje dispuesto a enterarme de que nos metieron el cuarto. Pero no. El mensaje dice “3 a 1. Silvera”. Eso es todo. Vuelvo a mirar hacia afuera. Sin querer, pienso lo que no debería. Hago cálculos. Ahora volvemos a necesitar dos goles en Avellaneda para pasar de ronda. No debería pensar en esa idiotez, pero igual la pienso.
Afuera siguen esperando los aviones. Recibo otro mensaje. Me digo que ahora sí, este debe ser el 4 a 1. Pero vuelvo a equivocarme: “Gol de Mareque de derecha al ángulo”. No lo puedo creer. Ahora nos alcanza con un gol en Avellaneda para ser finalistas. Me dejo ganar por la maravilla. Sigo ahí, solo en el embarque. Pero no estoy solo. Ni estoy ahí.

SIENTO QUE DE NUEVO estamos en carrera. Pero sé que falta un rato largo de partido. No sé qué hacer. Cómo ayudar a mi hijo, cómo auxiliar a Independiente. Es la hora de las promesas. Le rezo a Dios y le prometo que, si el Rojo termina 2-3 en Quito, no me voy a quejar del vuelo que me espera. Ni a la ida ni a la vuelta. Me pregunto si con eso será suficiente valentía. Me respondo que no. Entonces le prometo a Dios que, aunque el maldito avión se mueva como una coctelera todo el camino, yo voy a seguir sereno y tranquilito. Pero que a cambio, por favor, no vuelvan a embocarnos. Es una promesa estúpida. ¿Para qué corchos querría Dios someterme a turbulencias severas a cambio de mis pruebas de templanza?
No me importa. Prometo igual. No puedo hacer otra cosa. Estoy tan entregado a esta transacción que Dios no me ha pedido, que me olvido de responder el mensaje. Recibo otro. “En el Libertadores les tiemblan las patas”. El mensaje me atraviesa como un viento, como un golpe, como una certeza que viene de lejos. Eso que dice mi hijo hoy, yo lo escribí hace diez años. Y eso que escribí hace diez años, lo escribí porque mi papá me lo dijo a mí hace más de treinta. Y esa cadena repentina de memoria y de lealtad me deja tieso. Acabo de entender que el fútbol no es ni más ni menos que eso.  Eso que me dio mi viejo, y que yo le paso a mi hijo. Ese amor gratuito, esa esperanza desbocada. Ese dolor, esa rabia, esa fe rotunda en que, alguna vez, habrá revancha.
Al final, me gasté cualquier cantidad de palabras contando el principio, y me quedé sin espacio para narrar el final. Ese final que adelanté de entrada, y que me tiene a mí, tres semanas después, tirado en el pasto, de cara al cielo de la noche.
Agrego un par de imágenes. Unas pocas, para que cualquier futbolero, sea del cuadro que sea, pueda entenderlo. Estoy tirado en el pasto, boca arriba. Tengo los brazos abiertos y las piernas abiertas, como si así pudiera abrazar mejor el sitio en el que estoy. No estoy solo. A mi lado, unos metros más allá, mi hijo hace lo mismo. Sé que siente el pasto húmedo de rocío debajo de la cabeza, de la espalda, de las piernas. No tuerzo la cabeza para verlo. Quiero que este premio lo disfrute a solas, aunque estemos a tres metros uno del otro. Sé que está profundamente dentro de sí mismo. Es como si yo no existiera. Es como si los otros miles de hinchas que dan vueltas por el césped, después de dar la vuelta olímpica, tampoco estuvieran.
Francisco está cobrándose todas las angustias, todos los dolores, todos los partidos perdidos, todas las gastadas que nos comimos, todas las amarguras que cosechamos, todos los nervios que nos chupamos. Está volviendo el contador a cero. Para volver a creer. Para volver a jugar. Y yo hago lo mismo. Esta noche, Independiente me paga todo lo que le di.
Arriba, los reflectores del estadio oscurecen la noche. Más arriba, hundido en la noche, tal vez, aunque no lo vea, algún avión esté cruzando el cielo alejándose de Ezeiza. Más arriba, más hundido en la noche, tal vez, aunque no lo vea, alguien nos esté viendo a los dos, las patas y los brazos abiertos, volviendo a nacer sobre el pasto húmedo de Avellaneda.

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EDUARDO SACHERI es autor de varios libros de cuentos ("Esperando a Tito", "Te conozco Mendizábal", "Lo raro empezó después", "Un viejo que se pone de pie") y novelas como "Aráoz y la verdad" y "La pregunta de sus ojos", que fue llevada al cine y ganó el Oscar bajo el título de "El secreto de sus ojos".
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De: http://www.elgrafico.com.ar/2011/02/28/C-3355-aviones-en-el-cielo-un-texto-de-eduardo-sacheri.php


Fuente El Gráfico

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