Por Eduardo Verona
El fútbol de todos los tiempos siempre capturó
confrontaciones entre técnicos y jugadores muy influyentes. Las batallas
tuvieron como epicentro fundamental la puja por el poder. Los entrenadores,
rehenes de la inseguridad, suelen interpretar que son más importantes que los
futbolistas. Se equivocan. Y lo pagan.
No es la primera vez ni será la última que los entrenadores
confronten con jugadores muy representativos e influyentes. Le pasó a Alfredo
Di Stéfano con el Beto Alonso en River. A Maradona siendo técnico de la
Selección con Riquelme. Al Indio Solari con Bochini en Independiente. A
Falcioni con Riquelme en Boca. A Ruggeri con Pipo Gorosito en San Lorenzo. A
Gorosito con Riquelme en Argentinos Juniors. A Ottavio Bianchi con Maradona en
el Napoli. Al Lobo Zagallo con Romario en el scracht. A Carlos Bianchi con
Totti en la Roma. A Almirón con el Rolfi Montenegro en Independiente. Y ahora a
Luis Enrique con Messi en Barcelona.
La lista, naturalmente, podría ocupar varias páginas. Hasta
la edición de un libro. Los casos mencionados son apenas algunos ejemplos. Hay
muchísimos más en la aldea del fútbol mundial.
¿Qué lleva a los técnicos a dirimir hasta cuestiones ajenas
al fútbol con jugadores de peso, trayectoria y experiencia? Sin dudas, la
disputa central es por el poder, aunque esto no se manifieste con palabras
concretas. Suele ocurrir que los entrenadores interpretan que están por encima
de los futbolistas. Que son más importantes que los futbolistas. Que tienen más
autoridad y prestigio social que los futbolistas. Que definen más rumbos que
los futbolistas. Y que gozan de más reconocimiento que los futbolistas.
Es necesario ser taxativo: se equivocan. Todos los
entrenadores que piensan de esa forma, se equivocan. Ven una ficción que los
precipita al error. Los futbolistas, en todos los casos, siempre son más
importantes que los técnicos, por más determinados y valiosos que estos sean.
El jugador está en primer plano. ¿Por qué? Porque hace lo que el entrenador no
puede hacer: juega, decide, consagra la virtud o la debilidad y captura la
instantaneidad irrepetible del fútbol, mal que les pese a los técnicos. Son, en
definitiva, los verdaderos protagonistas. Los grandes protagonistas. Los que
convocan al público en la cancha y en las pantallas sofisticadas o
convencionales.
Sin embargo, los episodios más o menos graves que involucran
a técnicos y jugadores de élite, parecen formar parte del folklore del fútbol
de todos los tiempos. Y es así. La puja por el poder simbólico y real dentro y
afuera del vestuario confunde a los técnicos. Y los termina atrapando en un
laberinto sin salida. Por eso los finales son siempre anunciados y traumáticos:
alguien se va, alguien tiene que irse. Porque no hay lugar para los dos
contendientes.
Los entrenadores, en general, están sometidos o subordinados
a las grandes inseguridades. A mayor inseguridad, mayor será el nivel de
sospecha para adivinar fantasmas por todos los rincones. Temen ser asaltados
por el poder de un jugador que los arroje a un costado del camino. Y el miedo a
la sombra ajena desata delirios de persecución. Ocurre en el fútbol y por
supuesto más allá de las fronteras del fútbol, como un espejo que devuelve
imágenes y conductas de la sociedad de consumo.
Luis Enrique encarna hoy la tesis del entrenador perseguido.
Del que se siente perseguido. Y quizás hasta sin proponérselo, desconfía de
Messi. Y se aleja. Se cierra. Se altera. Se perturba. Y pide una sanción para
el astro del Barcelona que no prospera por aquel entrenamiento de hace unos
días al que Messi no asistió, aduciendo
un problema gastrointestinal. Está confundido Luis Enrique aunque pretenda
demostrar lo contrario. Por eso se pelea a la distancia con el astro argentino.
Porque él promovió el conflicto. Sobreactuó de hombre que maneja lo que no
maneja. Que decide lo que no decide. Que arma lo que no arma. Porque los
jugadores son los que manejan, deciden y arman, más allá del rol que puedan
asumir los buenos técnicos, que por otra parte son minoría.
Depende Luis Enrique de Messi, como todos los técnicos
dependen de los jugadores que dirigen. No hay excepciones. Nunca las hubo. Y
esto es lo que se resisten a entender los entrenadores. Hasta que chocan. Hasta
que se estrellan. Y hasta que pierden ese espacio de poder que ostentan.
Siempre efímero. Siempre frágil. Siempre vulnerable como una hoja en la
tormenta.
No aprenden los técnicos. Los ilumina cierto aire de
autonomía y suficiencia de la que, en realidad, no gozan. Mal o bien los
jugadores tienen siempre la sartén por el mango. Aunque pierdan alguna
pulseada. Aunque en algunas oportunidades sean ellos los que deban partir. Pero
en las sumas y restas de la vida y del fútbol, ganan hasta en la derrota. Y
esto muchas veces no se explica con palabras. Se ve. Y nadie puede ocultarlo.
Fuente Diario Popular
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