La tragedia del Chapecoense. / AFP
El humilde equipo de Santa Catarina, finalista de la Copa
Sudamericana, entró en la historia por la puerta de las fatalidades.
Por Juan Manuel Herbella
Las tragedias deportivas son eventos desoladores e
inabarcables. Al dolor de la pérdida humana, siempre irremplazable, se le suma
el sentimiento de angustia colectivo por la devastación institucional. Un
equipo, en su mejor momento futbolístico, desaparece para siempre. En la oscura
noche colombiana, en un paraje boscoso y húmedo de Antioquía (Colombia),
Chapecoense entró en la historia del fútbol; no entró de cualquier manera,
entró por la puerta negra, la puerta de las fatalidades.
En el fútbol, como en la vida, el destino es indescifrable.
Un instante cambia la historia para siempre. Como ese acto reflejo de Danilo,
en el último minuto de la segunda semifinal contra San Lorenzo, cuando contuvo
con el pie el remate de Angeleri que lo dejaba fuera de competencia. Si no
hubiese sido por su capacidad de reacción, Danilo no hubiese estado en el avión
que se precipitó en las cercanías del aeropuerto de Medellín y tampoco estarían
sus compañeros. Danilo fue uno de los siete sobrevivientes del accidente pero
murió, un par de horas después, en el hospital San Juan de Dios de La Ceja.
Instantes y decisiones son las que condicionan el destino un
equipo. Decisiones como la de la Agência Nacional de Aviação Civil (ANAV)
brasileña que le negó la posibilidad de viajar en un vuelo chárter desde San
Pablo (Brasil) hasta Medellín (Colombia), forzándolos a tomar un vuelo
comercial de línea hasta Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) y de ahí embarcar en
el fatídico chárter. Chapecoense estaba en San Pablo y no en Santa Catarina porque
el domingo había enfrentado a Palmeiras por el campeonato brasileño.
“Tal vez Dios nos haya puesto aquí para sentir el sabor de
lo que es ser campeón, como un mecanismo para tomar conciencia de lo que
disputaremos el miércoles”, dijo Caio Junior. “Una final siempre es diferente, siento que
los jugadores que lo están viviendo, como lo vivo yo como entrenador del
equipo”. Fueron las palabras del entrenador, en la conferencia de prensa
pospartido del domingo, donde Palmeiras (su rival) acababa de coronarse campeón
del Brasileirao 2016. Caio Junior no sabía que su destino terminaría unas horas
después, como el de diecinueve de sus dirigidos, fatalmente.
Anderson Paixao era un joven inquieto, trabajador y
hacendoso, cuando nos conocimos en el Internacional de Porto Alegre en 2004.
Era un poco seco en el trato con los futbolistas y estaba en el club, haciendo
sus primeras armas en la preparación física bajo la tutela de su padre. Paixao
(padre) era un PF de avanzada para su época y uno de los profesionales más
destacados en la parte física del fútbol brasileño. Varias veces mundialista,
con Dunga y Felipao, Paulo le inoculó a su hijo el amor por el fútbol. Anderson
fue creciendo y, recientemente, con Tite había logrado su sueño de llegar a la
selección canarinha, mientras coordinaba al mismo momento (desde hacía cinco
años) la parte física del Chapecoense. “Quiso el buen Dios, que yo pasase
nuevamente por este momento” -comentó afligido cuando se enteró Paulo Paixao,
quien ya había perdido un hijo al volver del Mundial Corea-Japón 2002 con el
pentacampeonato bajo el brazo- “Soy un hombre de fé y creo que todo lo que
ocurre tiene un porqué. Son momentos que te hacen reflexionar sobre las cosas
importantes de la vida”.
Vivir el deporte de alto rendimiento es acostumbrarse a
viajar constantemente. Casos como el de Chapecoense o el Huracán en Venezuela
hace unos meses, ocurren de manera muy esporádica. Semanalmente, miles de
delegaciones, alrededor del mundo, se trasladan para disputar un partido. El
futbolista llega a un punto en el que pierde conciencia de la cantidad de veces
que se sube a un avión o que se expone a un riesgo: sólo las recobra cuando
pasan cosas como esta. Viajar, al fin de cuentas, termina siendo inherente al
juego.
La aeronave de la empresa Lamia (matrícula LMI 2933 RJ 80)
que trasladaba a Chapecoense para disputar su primera final continental, se
desmoronó a tierra cerca de la medianoche. El saldo total es de setenta y seis
víctimas fatales y seis sobrevivientes: entre ellos tres futbolistas (el
arquero Follman, el lateral Ruschel y el zaguero Zampier Neto).
La tragedia emula, en gran medida, a la del Gran Torino
italiano en “Superga”. A comienzos de mayo de 1949 y cuando el equipo turinés
marchaba, invicto y puntero, camino al quinto título consecutivo de la Serie A.
Al retornar de un partido en Lisboa y cuando faltaban apenas cuatro jornadas
para la finalización de la competencia, el avión se precipitó en las afueras de
la ciudad. El torneo concluyó como un mero formalismo y el Torino obtuvo el
“Scudetto póstumo” como campeón del Calcio en 1959. La institución nunca
recuperó la hegemonía que supo tener y aquel ciclo sigue siendo el momento más
importante y exitoso de la historia del “Granata”.
En el caso de “Verdao del Oeste”, el futuro es incierto y
tristemente negro porque su pérdida (al igual que la del Torino) es
irreparable. Rápidamente, la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol)
anunció que suspendía provisoriamente la final. Ya nada queda de los tiempos de
alegría y euforia en Chapecó porque la joven institución (43 años) vivía un
ciclo de crecimiento exponencial, que tuvo comienzos hace cinco años en el
Ascenso y que la depositaba en la puerta de su primer título internacional.
Desde ayer a las 22:15hs, el ciclo es historia. No habrá forma de compensar el
dolor ni recuperar lo perdido, pero hay algo que puede honrar el legado.
Chapecoense debe ser considerado campeón póstumo 2016 de la Copa Sudamericana.
Fuente Perfil.com Cuatro Cuatro Dos
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