Por Eduardo Verona
Aquel pensamiento del periodista Dante Panzeri, desestimando
las palabras de jugadores y técnicos que no pueden explicar ni analizar lo que
ellos y otros hicieron en una cancha, hoy cobra una vigencia demoledora. Hablar
por hablar y no decir nada garantiza la presencia en los medios. El tributo a
la sanata gana por goleada.
Protagonistas del verso
Ese transgresor insobornable y brillante periodista que fue
Dante Panzeri (nació el 5 de noviembre de1921 y murió el 14 de abril de 1978)
explicaba, convencido, que no valía la pena que la prensa entrevistara a los
jugadores porque no respondían nada sustancial, salvo grandes excepciones.
También afirmaba con una firmeza implacable que no había que hacerles notas a
los entrenadores porque eran unos consagrados “chamuyadores”, que irrumpieron
en el fútbol vendiendo saberes, capacidades e influencias que no tenían.
Entre otros conceptos, así caracterizaba Panzeri a los
directores técnicos: “Son paracaidistas del desparpajo. No hay ningún técnico
que pueda hacer un equipo de fútbol. Hay sí, técnicos, que al ejercer su única
función cierta de seleccionar jugadores, pueden destruir un equipo”.
Este pensamiento duro que iba en contra del negocio
periodístico lo sostenía Panzeri hace más de medio siglo en las páginas de la
revista El Gráfico, Crónica, El Día, Satirirón,
Chaupinela, Así, La Opinión, La Prensa y en todos los medios donde
desarrolló su labor. No se había equivocado el hombre que reinventó la crítica
deportiva, dotándola de un contenido, un conocimiento, una intransigencia y una
subjetividad muy difícil de igualar.
Naturalmente, Panzeri, se quedó solo con esa interpretación
que también ahuyentaba a los editores,
sponsors o avisadores de aquellos tiempos. Año tras año, los jugadores y los
técnicos fueron ganando espacios en todos los medios, hasta uniformar por completo
los mensajes. Hablando por hablar en el 99 por ciento de los casos. Hablando
sin tener absolutamente nada que decir. Hablando porque hablan todos, aún sin
saber para que se habla y a quienes se habla. Hablando al cohete, en
definitiva, como loros obedientes que repiten sonidos del más allá.
¿Pueden explicar los jugadores en actividad el fútbol que
juegan o el fútbol que van a jugar sin sanatear alevosamente ni recurrir a los
lugares comunes que solo suman aburrimiento y mediocridad? ¿Cuántos son los
jugadores que dejan algo para analizar después de una nota? ¿Muchos? ¿Pocos?
¿Ninguno? Sí, es cierto, Juan Román Riquelme es uno de ellos. ¿Pero cuántos más
son capaces de mirarse, mirar y construir un registro y una voz propia
despojada de versos?
Riquelme es una excepción clamorosa, incluso desde la
contrariedad o la polémica que pueden provocar sus palabras. Habrá algún otro.
Pero son contados con los dedos de una mano los que declaran fundamentando sus
opiniones, que en la gran mayoría de los casos son demasiado precarias. Lo que
se impone es la repetición de consignas y superficialidades que no apuntan en
ninguna dirección. Pero esas consignas y superficialidades el ambiente las
naturalizó como parte integrante del folklore del fútbol. Aunque sean
imposibles de radiografiar y sostener.
¿Se justifica que hable un jugador frente a una rueda
generosa de periodistas y de medios que transmiten en vivo para decir una larga
lista de obviedades como si fuesen
verdades reveladas?
¿Se justifica que los jugadores desconozcan cuando juegan
bien y cuando juegan mal?
¿Se justifica tanta liviandad de los protagonistas para
observar al equipo propio y al ajeno sin ningún matiz crítico?
La realidad es que todo parece justificarse en nombre de lo
que se bautizó como el show del fútbol.
En virtud de ese mismo show que no es ni divertido ni
progre, los entrenadores tienen pretensiones de explicar lo que ellos no pueden
explicar, simplemente porque ellos no juegan. Ven lo que ven todos con mejores
o peores miradas. Pero no participan. No actúan. No protagonizan. No son
sujetos activos a la hora en que comienza cada partido. Deciden la formación
del equipo, la constitución del banco de suplentes, los cambios durante el
encuentro y proponen una idea (en el caso que la tengan) para abordar el
fútbol. Y no mucho más. Salvo la apropiación de la palabra.
En esa área
específica de la palabra pública, desde el arranque de la década del 60
los técnicos multiplicaron sus voces y
su logística desmesuradamente. Hablan antes y después de los partidos. Hablan
de lunes a viernes. Hablan hasta por los codos. ¿Qué dicen? Nada que no se
sepa. Documentan la frivolidad. Llenan espacios. Imaginan. Sueñan. Mienten.
Desmienten. Venden humo. Confunden. Pero en 9 de cada 10 casos, no determinan
rumbos. Ni son imprescindibles. Como siempre, hay excepciones.
Hasta un viejo profeta del fútbol táctico y físico como
Carlos Timoteo Griguol, marcó los límites explícitos de la profesión en una
nota que nos concedió para Página/12 en 1993: “Los buenos jugadores no precisan
a los técnicos. Los que necesitan a los técnicos son los pirinchos, que son los
troncos, a los que hay que intentar mejorar un poquito para que sean menos
troncos”.
Sin embargo, a
pesar de esas limitaciones que Griguol encuadró con certeza, los técnicos gozan
de todas las prebendas para erigirse mediáticamente como los portavoces de las
respuestas más pueriles. “Chamuyan”, como sentenció Dante Panzeri hace más de
50 años. Y la van acomodando según como sople el viento, conquistando el tiempo
y el espacio de la palabra autorizada, que no es tal.
“El fútbol fue, es y
será de los jugadores”, repite el Loco Gatti cada vez que puede, poniendo las
cosas en su lugar. De los jugadores adentro de la cancha, habría que agregar.
Afuera de la cancha, se especializaron en rendirle un tributo a la
institucionalidad del verso. O a las pequeñas y grandes mentiras organizadas.
Igual que la mayoría de los entrenadores. De verso en verso.
Fuente Sangre Roja Una Campana Más
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