Dante Panzeri es un mito del periodismo. Citado y admirado
por el progresismo, algunas de sus ideas, sin embargo, destilan un moralismo
básico y un fuerte espíritu elitista.
Por Alejandro Caravario
La amargura metódica es un hermoso título. Lo eligió el
sociólogo Christian Ferrer para su biografía de Ezequiel Martínez Estrada. El
mismo que podría llevar, con toda justicia, una obra dedicada a Dante Panzeri.
Porque Panzeri, el hombre que edificó el mito más perdurable del periodismo
argentino, creía que el descontento formaba parte de las herramientas
indispensables en la profesión. La felicidad obstruye el juicio, compite con la
inteligencia, pensaba. Y desde esa incomodidad primordial, esa amargura necesaria,
elaboró una prosa consecuente. Una larga diatriba por la que desfilan sobre
todo sus enemigos, que son los enemigos de un bello país imaginario y puro
llamado fútbol.
Entre los nombres propios contra los que embiste a
repetición ocupan un lugar de privilegio Alberto J. Armando, presidente de Boca
durante más de veinte años y quintaesencia de la prepotencia destructiva, según
Panzeri, de la burguesía en la dirigencia del fútbol; el Toto Lorenzo, el Gordo
Muñoz, la cofradía de Estudiantes comandada por Zubeldía… La lista es larga y
se expande indefinidamente: los dirigentes (salvo don Pepe Amalfitani, un
prócer solitario, a la antigua, austero y campechano), los directores técnicos,
la “modernización” emprendida en la Argentina luego del Mundial del 1958, el
resultadismo y el mercantilismo que, a su entender, se volvieron dominantes; el
Fútbol Espectáculo, la jerga viciada de los periodistas (“Los que no saben
hablar le enseñan a hablar mal al país”), la frivolidad de los periodistas, los
periodistas… Claro que sí: es más sencillo enumerar sus exiguos acuerdos y
simpatías. Se reducen a un fundamento básico, que se podría parafrasear más o
menos de esta forma: el fútbol –luego, los demás deportes– debe ser transmisor
de valores (“una fuente de formación de hombres formales”), una competencia
sana regida por la caballerosidad, dónde el triunfo es una mera circunstancia,
apreciable únicamente en caso de que se obtenga con buenas artes, un bello
estilo y genuina superioridad. Fuera de eso, para Panzeri, no hay nada. O,
mejor dicho, habita el mal (la mugre, la inmundicia, para traducirlo a sus
términos) y él se abocó a la tarea de combatirlo.
Como buen dogmático, don Dante se llevaba a los palazos con
el mundo real. No se esmeraba en desagregarlo y tratar de comprender sus
complejas articulaciones (habría sido una concesión). Se limitaba a almacenarlo
en uno de los dos nichos concebibles: la decencia y la indecencia. Su arsenal
argumentativo, que no era escaso, apuntaba en esta dirección. Igual que su
riguroso uso de la información, su trajín en el archivo, las modulaciones
enfáticas de su escritura (¡párrafos enteros en mayúscula!) y su vasto
conocimiento en materia deportiva.
Ahora bien, en su guerra santa fue de una coherencia
inquebrantable. Agresivo por demás en la palestra (no dudaba en llamar imbécil
al que pensaba distinto y, por ejemplo, defendía a un jugador que a él no le
gustaba), también se impuso a sí mismo una conducta acorde a su rígido credo
binario. Jamás negoció una coma de sus notas, jamás depuso sus armas por
presiones, favores, dinero, movilidad en la escala jerárquica o modas
editoriales. Mucho menos, por supuestas demandas del mercado. La opinión del
público lo incitaba a respuestas muchas veces kilométricas, pero no afectaba su
estilo explosivo. No buscaba el aplauso ni evitaba la puteada. Su honestidad,
su absoluta transparencia era motivo de respeto aun para la cuantiosa legión de
adversarios que se dedicó a cosechar.
Luego de veinte años en El Gráfico, los últimos tres como
director, renunció sin dudar en cuanto los dueños de la empresa le ordenaron
publicar un texto para promocionar a Álvaro Alsogaray, por entonces ministro de
Economía y uno de los ideólogos de la selva liberal argentina. Corría el año
1962. Panzeri no reconocía ninguna bandera política como propia. Por supuesto,
creía que se trataba de un submundo de estafadores. De la misma manera,
despreciaba a los militares, tan bien reputados en esa época. Así que Alsogaray
le daba lo mismo que cualquier otro. Pero el estatuto Panzeri señalaba que,
incluso las más altas autoridades de la revista, debían abstenerse hasta de la
mínima participación en los contenidos editoriales. En esos dominios, sólo
contaba su arbitrio. Y sus caprichos, como el de destinarle la tapa –su última
tapa como director– a Antonio Báez, un enorme jugador que alternó en la Máquina
de River, cuando hacía años que se había retirado. Entendía que era un
compromiso impago y eso supera, en la lógica panzeriana, cualquier
recomendación de los manuales periodísticos.
En toda su carrera, que también tuvo múltiples escalas en la
radio y la televisión, siempre destiló la misma verba acre, el mismo fanatismo
por sus convicciones, el mismo aguante para defender su integridad, la misma
vocación de gritar en el desierto y la misma libertad para obedecer sólo los
dictados de su conciencia. Además, amó el fútbol como pocos. Y a algunos
futbolistas que cuadraban en su paradigma ético como Carlos Peucelle, Adolfo
Pedernera y Ernesto Lazzatti. Con los dos últimos llegó a compartir tareas
periodísticas.
Es esta conducta la que le deparó a Dante Panzeri
sus admiradores y acólitos. Sobre todo entre el progresismo. ¿O le decimos
izquierda moderada? Su último combate, contra el Mundial 1978, decora su final
con un gesto rebelde ante la dictadura y quizá eso influya. Pero el discurso de
Panzeri tiene una profunda y poderosa raíz conservadora.
“(…) El rugby no me gusta. Me gusta su gente. Que es la
misma que tuvieron todos los deportes que hoy nos transmiten frecuentemente la
sensación de que estamos sucios (…)”, escribía Panzeri en 1965 en el diario El
Día. Como los dinosaurios del rugby, como los aristócratas, Panzeri creía que
hay que estar habilitado moralmente para entrar a la burbuja sagrada del
deporte. Según la razón elitista, la plebe no lo está. Y el dinero del salario
prostituye ese ámbito incontaminado. Fractura la entelequia, el espejismo donde
lo mejor de la sociedad exhibe sus valores de nobleza y caballerosidad. Donde
los señores compensan, enaltecidos por la pelota o el florete, sus muchas
ruindades cotidianas.
Creo que a Panzeri no le molestaba la plebe. De hecho, tenía
un pasado de potrero y ciertas entonaciones de atorrante. En su futbol ideal,
resabio de una época perdida y de existencia indemostrable, el daño verdadero
lo producen los burgueses infiltrados en los despachos de la dirigencia y
aledaños. Ellos encarnan la ordinaria dictadura del dinero; la muerte de los
principios morales y de la sensibilidad.
Nota del autor: las citas están tomadas de Dirigentes,
decencia y wines, la soberbia antología de Matías Bauso (Buenos Aires,
Sudamericana, 2013)
- o -

Así lo veía él.
Algunas frases
de Panzeri para conocer su pensamiento y su gusto futbolero.
-El fútbol es una ciencia oculta de lo imprevisto.
-El director técnico no es ni director ni técnico. Es seleccionador.
-Los que pretenden planificar la
espontaneidad en el fútbol, podrán alcanzar esa utopía de una sola
manera: sabiendo cuál será la espontaneidad del adversario.
-La única manera práctica de jugar al fútbol…es jugar bien.
-Jugando a la defensiva hay que calcular
que el precio de cada triunfo será el costo de tres derrotas. Jugando al
ataque se puede calcular que por cada tres victorias se pagará el
precio de una derrota.
-Sólo sudando no se llega a hacer algo bien hecho. Lo bien hecho se hace con talento acompañado de sudor.
-Para la mente, hielo; para el pecho, calor; para los pies, tibieza. Las tres temperaturas ideales de un futbolista.
-Si a los 18 años al jugador no le gusta gambetear, difícilmente a los 25 sepa jugar.
-Si después de los 20 años sigue gambeteando, habrá que temer que a los 30 siga mirando al suelo.
-Un buen futbolista se forma mirando para abajo cuando empieza y levantando la cabeza cuando madura.
-Ni todas cortas, ni todas largas. Todas cortas es fulbito. Todas largas es rugby.
Fuente revista Un Caño
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