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jueves, 14 de diciembre de 2017

Perdoname, viejo



Por Lucas Campos

Perdoname, viejo. Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Me lo dijiste muchas veces. Y si ese último abrazo antes de salir para aeroparque, fue un poco frío, lo fue así porque no tengo demasiada experiencia en definiciones de tal medida, y a uno los nervios siempre le juegan en contra, viste, hasta que llega el momento de actuar.

Te abracé, te miré medio de reojo y me fui. Capital es feo, nunca me gustó y eso que van varios años de ser proletario allí. Pero la provincia siempre tironea más fuerte. Vos en Avellaneda, Yo en Quilmes. Llegué con mi ilusión y con un pucho, ambos encendidos.

El Chivo Pavoni, como esperándome, me encontró con la mirada y me explicó un poco de finales, papi.

Sus ojos parecían ser una cinta interminable. El interminable número 3 estaba parado junto al mostrador, con un saco gris y una boina que guardaba más títulos que un noticiero central. Imponente, llevaba consigo la historia del club.

Mi mente codificaba que para él, un partido así era normal y era hasta demasiado accesible. Pero los tiempos han cambiado viejo. Y vos sabés bien, que todo tiempo pasado, siempre fue mejor, o quizás, lo recordamos de mejor manera.

Me senté a tomar un cortado. Esas cosas a la que uno accede cuando va creciendo. Había llegado demasiado temprano. La ciudad era un infierno de cortes, y me vi obligado a partir temprano. En una esquina, los padres estaban despidiendo a sus hijos, chicos, menos de 15 años de edad, que se iban de viaje de egresados. Me acordé de mi vieja, quien me había saludado de igual manera y con igual de emoción, cuando en sexto grado partí para San Clemente, y con mis compañeros, fuimos felices con ver saltar a una Orca.

De repente, llegó el plantel, encabezado con el Loco Fernández. Mi labor periodística se ponía en marcha. Todo iba bien, Bustos hablaba para la prensa, hasta que, en un parpadear, Bertoni, Bochini, Santoro y Pavoni se sacaban una foto con Holan. Una foto que vale más que un cuadro de Picasso, una imagen que tiene más peso que la historia misma. Algo que te retuerce el estómago de tanta nostalgia. Un mimo al alma.

Embarqué y me fui. Me pareció que al avión le costó despegar. Iba demasiado pesado. Iba con la ilusión de muchos. De muchos que están y de muchos que ya no están. Ni siquiera quise sacar fotos ni grabar. No era ese mi objetivo. Era otro. Era tal ese enfoque, que todas las caras me parecían iguales. Ni la carita de la chica que me hizo el check in me sacó de lugar.

Las nubes posicionadas debajo del vuelo, me hacían saber que estaba lloviendo. Que la escala sería larga, que la espera sería difícil. Tan difícil como nos fue el camino a la Copa. Tan difícil como nos fue ganarle a los tucumanos con un hombre de menos. Curitiba me agarró cansado. Yo sabía que el plantel ya había llegado y que mi arribo iba a constar de varias horas de espera. Con nubes y algunas lloviznas, el tiempo fue pasando. Hasta que me enteré que estaba acreditado para la final. En ese estadio, del que el abuelo me contó maravillas, que me dijo que era más peligroso que el Coliseo y que el campo de juego era una estancia. Yo iba a trabajar en el Maracaná. A veces, la vida te da unos días recompensa, para que cuando vuelvas a pelear, lo hagas con todas tus fuerzas.

Ya en Río, la noche me alcanzó. Te quiero contar, viejo, que los brasileros no nos trataron bien. Los fuegos artificiales y las piñas quisieron asustar a un equipo que, ante más lo provocan, más infla el pecho. Que no les bastó con agredir sino que también espiaron a nuestro Holan. A tu Holan, pa. Que el gas pimienta también lastimó a algunos. Pero, ¿Sabés qué? La ventana de mi cuarto daba al Cristo, que con la brazos abiertos me relojeaba mientras yo no paraba de redactar pensamientos, que en la primer noche, se me apagaron con la colilla del cigarrillo. Una luz roja de la calle me custodiaba. Una luz que era esperanza. Una luz que me anduvo acompañando durante todo el viaje.

Llegó el momento. Volví de una playa llena de Diablos, me bañé y sin pensamiento alguno, enfilé para el Maracaná, como un niño enfila hacia los brazos de su vieja. Disculpame, viejo, pero me sentí solo. Después de lograr que el hombre moreno nos de la acreditación, ingresé en algo imponente. En mis zapatos, el césped, en mis ojos el inmenso Maracaná. Nadie entendía bien que hacía allá. Las horas pasaron rápidas. Las emociones también. No te voy a mentir, no te voy a decir que la pasamos bien. Ellos son bravos viejo. La indiada es amenazante diría la abuela.

De repente, el Maracaná se llenó. No te das una idea viejo, el miedo que tuve. Ellos gritaban -Mengaaaaaaoooo, Mengaooooooo- y parecía que el estadio se venía abajo. Prendieron fuegos artificiales debajo del techo. Nos amenazaron. Nos hostigaron durante toda la estadía. Mi tranquilidad llegó cuando, vestido de blanco, al igual que el Cristo de fondo que vigilaba el curso de las cosas, Independiente salió caminando. Templado, firme, Tagliafico dio tres pasos adelante y levantó las manos a todo Río. Acá está Independiente viejo. Acá estamos todos. Estoy yo, estás vos, está Luchito, está Pastoriza, está Boneco, está el abuelo, todos. Todos con todos, todos contra todos, todo rojo, pensé.

No te quiero aburrir, pa. Escribo esto mientras espero mi vuelo hacia Buenos Aires. No te quiero contar que la hinchada de ellos no paraba de alentar, que el estadio era un infierno y que estábamos los diablos también, arrojados en una esquina. No te quiero aburrir diciendo que Campaña salió con la bandera entre sus manos y tapó un mano a mano fenomenal. No me gusta contarte que me fumé dos atados. Qué Domingo arrancó mal parado. Que los minutos no pasaban más. Qué el gol de Flamengo fue un cachetazo con la mano abierta. Que Meza tiene el fútbol que nos gusta y Barco tiene los huevos de un dinosaurio. Qué no pude gritar el gol. Que mis pulmones se inflaron ante tanta hombría.

Sería de mal gusto decirte que mantuve mi posición con la cual llegamos al empate. Que en el complemento lo insulté un poco al Puma porque teníamos el partido para ganarlo. Qué pedimos el VAR y nos fue negado. Qué los pelotazos de ellos no lastimaban, porque el fútbol lo pusimos nosotros. Qué Campaña me hizo envejecer diez años más cuando enganchó y salió jugando. Que cuando fue el pitazo final, estallé en llanto, porque éramos campeones.

También quiero obviar que llegué al hotel y se había inundado todo. Que tuve que ir caminando con peligro de electricidad a buscar mi bolso. Que en un resto, nos corrieron unos brasileros y nosotros nos escapamos como cobardes, pero con la copa debajo del brazo.

Pero, ¿Sabés qué, viejo? Ya no me sentía solo. Porque había vuelto el Rey De Copas. Lo que sí quiero contarte viejo es que dignifiqué al abuelo. Él me contaba estas historias, y yo siempre las vi demasiado lejos. Que la vida a veces te pone a prueba y que no está permitido no levantarse. Que lloré por vos y por Lucho. Por Jessi y las chicas. Por la tía. Porque ya no nos duele nada viejo. Porque volvimos a ser. Porque Pavoni y Santoro me abrazaron en llanto.

Te pido viejo, que me perdones. He tardado 23 años en entender lo que significa Independiente y ahora que lo entiendo, entendí también la razón por la cual me dijiste que estuviera tranquilo, que contra la fe no puede nadie. Termino mi ciclo de Historias Rojas escribiéndote a vos viejo, porque por vos estoy acá. Te extraño mucho. Es muy raro todo esto. Independiente es el mate amargo cuando lo vemos por televisión o el comentario cuando vuelvo del laburo. Allá voy papi. Esperame con tu mate jarrito, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.



Fuente De la Cuna al Infierno

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