El Maracanazo, el segundo de Independiente en ese escenario
mítico, desató una enorme celebración en el campo de juego y en el vestuario.
Siguió en el viaje de regreso de la delegación y se extendió en la fiesta del
Libertadores de América.
El Maracaná desnudo de brasileños y colmado por unos cuatro
mil hinchas que gritan enardecidos allá arriba, en una tribuna, y unos treinta
jugadores que gritan enloquecidos en el césped, ya forma parte del tesoro rojo,
el 1-1 ya está grabado en la mejor historia copera de Independiente y un tal
Ariel Holan ingresa a la sala de conferencias de prensa con la camiseta puesta.
No sería raro, si no fuera el técnico del campeón. Pero
resulta que además es hincha y ya no le importan ni el procolo y ni el que
dirán. Se abraza con todos, conocidos y por conocer. Y hay más: a los pocos
minutos se escucha un aullido que parece venir de un grupo de hinchas y algunos
hay, pero los que dominan la invasión son jugadores. El primero, Leandro
Fernández, con la flamante Copa en sus manos. Arremeten sobre la charla con los
periodistas y la desmantelan. A nadie le importa. Se tiran arriba del
entrenador, lo mojan y Emmanuel Gigliotti le vacía en la cabeza una botella de
agua como si fueran compañeros y no un futbolista y su entrenador. A nadie le
importan las formas.
Vienen del vestuario. Alli se desahogaron cantando contra
Flamengo y su drone espía de entrenamientos, contra Flamengo y sus bufandas que
adelantaban un titulo que no era de ellos, contra Flamengo y sus fuegos
artificiales que no los dejaron dormir como correspondía la noche anterior. Cantaron
contra Racing, también. Pidieron el ya clásico minuto de silencio que los
hinchas le mostraron a cada rincón de Río de Janeiro en los últimos dos días.
Hubo lágrimas, puteadas, abrazos. Pasaron los históricos,
que parecen más emocionados que los propios campeones. Eso es Independiente, un
orgullo nacional que necesitaba
volver. A Pepé Santoro, con cuatro Libertadores y una
Intercontinental en el lomo, le brillaban los ojos.
Al Chivo Pavoni, con la misma foja de servicios, una
Libertadores más y 74 años, le queda perfecta la camiseta roja que dice campeón
de la Copa Sudamericana que lucen todos los jugadores, incluidos los que no
participaron directamente como Jonás Gutiérrez (por no estar en la lista) y
Nicolás Figal (por estar suspendido).
El tercer histórico presente es Daniel
Bertoni. Está desbordante también: "Independiente es un grande que estaba
dormido y se está despertando. Con este equipo volvió la mística ganadora y el
buen fútbol", dice. No vino su socio de paredes inolvidables, pero él tuvo
la responsabilidad de cuidar al hijo. Simón Bochini, de 19 años, asiente:
"Jugamos como hay que jugar las finales".
Y le manda un mensaje al
Bocha, su padre: "Fue un boludo por no venir..."
Ya de regreso en el Hilton de Barra de Tijuca, cerca de las
dos de la mañana, el plantel se cruzó con los muchos hinchas que allí pararon y
Ezequiel Barco se llevó los mayores aplausos cuando bajó las escaleras del
primer piso para ir a cenar. El pibe de 18 años es un gran tema de sobremesa
para los dirigentes. Se cree que la final fue su último partido, su emoción
tras meter el penal demuestra que él piensa que es así, porque el pase al
Atlanta norteamericano que dirige el Tata Martino está hecho.
Pero ahora los 12
millones de dólares que le quedan al club parecen escasos. Lo dijo Holan: "Si Vinicius (el pibe de Flamengo que entró
en el segundo tiempo y ya fue vendido al Real Madrid) vale 45 millones, Barco
no puede valer 12...". Suena lógico. Y puede haber novedades al respecto.
El futuro de Holan fue el otro tema que sobrevoló la noche.
Los dirigentes le van a ofrecer un nuevo contrato de tres años. Parecía un
trámite, pero no lo es. El técnico dejó en la noche del Maracaná una frase que
preocupó a muchos: "Lo tengo que hablar en familia. Fue un año muy difícil,
sufrimos mucho. Es una situación incómoda".
Apenas durmieron. Antes de las nueve de la mañana partieron
hacia el aeropuerto donde los esperaba el chárter con 162 lugares, para los 28
jugadores, el cuerpo técnico y médico, muchos dirigentes y también muchos hinchas.
Y siguió la fiesta en la altura, cerca del cielo que habían
tocado unas horas antes en el Maracaná. Leandro Fernández, con la corona en la
cabeza, volvió a tomar el mando. Cualquiera pensaría que venía de meter dos
goles en la final, pero no jugó ni un minuto.
Eso es este Independiente
también. Y la locura, que arrancó horas atrás en Río, siguió en la llegada a
Aeroparque y se abrió por una ciudad convulsionada, tenía como destino el
Libertadores de América, un estadio que comparte nombre con la gloria y el
sueño de todo un club. Ese pasaje también se sacó en la gran noche del
Maracaná.
Por eso la fiesta no tiene fin.
Fuente Clarín
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