Foto Fabián Marelli
Por Diego Latorre
Y un año después estamos en el mismo punto. Otra vez la
Argentina-Chile para decidir el campeón de la Copa América, otra vez las
obligaciones, otra vez los estigmas, otra vez Messi y la selección a las
puertas de un título.
¿Pero la situación es igual a la de 2015? Veamos.
Si menciono a Lionel Messi en el arranque no es por
casualidad. Cualquier análisis de la final debe comenzar a partir de su figura
y de su momento. Porque siempre hay momentos a lo largo de la trayectoria de un
jugador, incluso en una carrera tan larga y tan pareja en cuanto a rendimiento
como la del capitán argentino.
Esos momentos de gran inspiración y de cierto declive
natural existen, y la impresión es que Messi hoy se encuentra del lado bueno.
Transmite un aplomo futbolístico y humano pocas veces visto hasta ahora, su
influencia abarca más aspectos que nunca, y además su conexión con el equipo es
mayor que en etapas anteriores. Se lo ve más arropado por el funcionamiento
general, y encontró en Banega, en su facilidad para asociarse y su
participación en la estrategia de juego, el socio que necesitaba para trasladar
la pelota hasta los 30 metros finales de la cancha. Y ya sabemos que si Messi
la recibe en esa zona, su capacidad para explotar las debilidades defensivas
rivales resulta infinita.
Argentina se ha enfrentado a rivales de calibre inferior en
el transcurso de esta Copa. Pero el nivel de Messi, inmune al inútil debate
sobre el sitio de la cancha por el que le vendría mejor moverse, explica por sí
solo el progreso que ha hecho el equipo durante el torneo.
La mayoría de los partidos los ha ganado primero el 10, un
espíritu libre que debe ir adonde lo lleve la jugada, adonde sienta que puede
recibir y arrancar para convertir en acción concreta ese pánico prematuro que
crea en los adversarios. Después y detrás de Messi sí que fue apareciendo un
conjunto cada vez más firme para asegurar y confirmar los triunfos. Un equipo
que ha ido mejorando su caudal futbolístico y que empezó por fin a soltarse en
los dos últimos encuentros.
Los grandes equipos se arman naturalmente en torno a los
grandes jugadores y nadie, ni el director técnico ni los compañeros, pueden
darle la espalda a esa evidencia. A los genios -cuyo único deber es participar
de las obligaciones comunitarias del equipo cuando no aparece la inspiración-
hay que abastecerlos con la máxima frecuencia posible. De esa manera tendrán
más opciones de sacar a relucir su genialidad, y a partir de ella el fútbol
sucederá de un modo espontáneo.
Por eso una Argentina jugando al contraataque atenta contra
las necesidades de Messi y en consecuencia del éxito colectivo. Y también por
eso, y más allá de la búsqueda de Martino a veces condicionada por ausencias y
lesiones, son los mismos jugadores quienes han ido encontrando una forma de
juego acorde a la muy razonable afirmación de César Luis Menotti:
"Argentina tiene un jugador que no tiene nadie más".
Chile no solo no cuenta con Messi sino que, tal como sucede
con cualquier adversario, estará condicionado por su presencia. En la final del
año pasado, Jorge Sampaoli ideó un cerco a su alrededor para recortarle la
imaginación, y lo hizo de tal manera que supo no descuidar los lugares
estratégicos de la defensa, ayudado también porque la Argentina jugó ese
partido exageradamente a la contra. Suele pasar en encuentros decisivos que la
tensión limita los riesgos que asumen los jugadores, los torna más prudentes.
Ocurrió hace doce meses, no implica que tenga que repetirse.
No es un hecho circunstancial que el rival vuelva a ser este
Chile que empezó a parecerse a sí mismo después del triunfo agónico sobre
Bolivia. Hablamos de una selección que ha ido buscando y profundizando su
estilo de juego al mismo tiempo que varios de sus futbolistas -Vidal, Alexis,
Aranguiz, Marcelo Díaz- experimentaban un notable crecimiento. Pero además, ha
conseguido interiorizar la audacia para imponer las condiciones del partido en
cualquier cancha y ante cualquier adversario, hecho inaudito en las selecciones
chilenas previas a la etapa de Marcelo Bielsa.
Si le faltaba algo a este grupo de jugadores trasandinos
para afianzar su autoestima y sus convicciones fue ganar el título hace un año.
Y no solo por el éxito en sí mismo sino por algo tan complejo como haber sabido
procesar la obligación de levantar la Copa América como única meta admisible.
En la final de esta noche esa obligación es una carga en la
mochila argentina, y el modo de llevarla sin que pese en exceso es centrarse en
lo único que vale: jugar bien adentro de la cancha. Ahí, el entrenador debe asumir
un rol de líder, para descomprimir la tensión y lograr que los protagonistas
aumenten su compromiso con el juego.
Hoy en día, todo equipo convive con la exageración y la
sobrevaloración. Cada partido parece el fin del mundo, una frontera entre la vida
y la muerte; entonces como nunca se debe predisponer al futbolista para que
descargue dentro del rectángulo de juego todo lo que le llega desde afuera,
porque quien sepa manejar mejor la situación empieza con un plus de ventaja.
Las recetas para ganar vendrían después. Podríamos hacer
hincapié en la necesidad argentina de buscar obsesivamente a Messi para
provocar más opciones de desequilibrio en ataque. O de reducir los espacios, ya
sea hacia adelante o atrás, para complicarle el trabajo al medio campo de
Chile, verdadero centro de operaciones donde Díaz es el lazo de unión del
conjunto, el eje que determina las velocidades a las que debe moverse el
equipo. Pero es inútil, porque en realidad esas recetas no existen. El año
pasado, Chile fue superior en la trama del partido y Argentina estuvo a
centímetros de quedarse con el triunfo en la última jugada.
Claro que ganar o perder no es lo mismo ni provoca efectos
semejantes. No era así para Chile en la anterior Copa América, no lo es hoy
para la Argentina. El maltrato al perdedor es actualmente tan grande que llega
a confundir al protagonista, quien termina pidiendo perdón y pensando que es
responsable de algún tipo de traición. La expectativa pública no permite los
tropiezos y los jugadores quedan expuestos a esta malformación de una sociedad
que solo admite héroes o culpables y estigmatiza al derrotado.
Por todo esto, para los futbolistas hoy es un día para
pensar en hacer el gol más lindo o la atajada más espectacular, para llenarse
de pensamientos positivos y ni siquiera rozar la pregunta de lo que podría
ocurrir en caso de perder. Recuperar la ilusión amateur de jugar bien también
es una manera de abstraerse y concentrarse en lo que puede acercarnos al éxito.
Es cierto que ganar esta noche no garantiza nada en función
de futuro para la selección argentina, pero sería un alivio, una anestesia para
el entorno y los propios protagonistas porque establecería un punto de partida
diferente para encarar el desafío del Mundial 2018. Ojalá que así sea.
Fuente Cancha Llena
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