Por Diego Latorre
El fútbol argentino ha sumado una nueva frustración, que
esta vez parece ir mucho más lejos que la pérdida de una final. Porque sucede
en medio de un marasmo dirigencial. Porque le abrió la puerta a una serie de
renuncias en cadena, ninguna más trascendente que la de Lionel Messi, que todos
esperamos haya sido un arrebato de calentura producto del dolor. Y porque
desató una avalancha de controversias y debates, casi todos exagerados y fuera
de tiempo.
Se hace dificultoso poner la pelota debajo de la suela en
este contexto y pararse a pensar en frío, pero habrá que intentarlo.
En lo relativo al juego, quedó una vez más al desnudo que,
pese a alguna señal a favor que la selección había ofrecido ante adversarios de
inferior calibre, con Messi solo no alcanza para superar a rivales competitivos
y bien organizados como este Chile que no deja de crecer. Y el domingo Messi
volvió a jugar solo contra todos.
Frente a un rival que diseñó un dispositivo para anularlo,
Martino eligió desnutrir al 10 en lugar de potenciarlo. Messi no tuvo socios
cercanos, no hubo laterales que pasaran con determinación al ataque, tampoco
volantes que lo ayuden, y apenas contó con un delantero como referencia
adelante. A lo que debemos añadir jugadores físicamente disminuidos (Di María, Banega)
y cambios que aportaron poco o fueron tardíos.
En este panorama, y como hace un año en Santiago, Messi se
movió rodeado de camisetas rojas. Aun así jugó bien, buscó sin desanimarse el
modo de perforar la defensa, hizo expulsar a Marcelo Díaz y marcó la diferencia
en 4 o 5 acciones. No bastó y tampoco se le puede exigir más.
Todas las otras cuestiones, más allá de que la Argentina no
fue superada ni por Alemania ni por Chile en las últimas finales, suceden a
partir de esa incapacidad para exprimir lo mejor del mejor jugador. Como la
película negativa -ese estigma, karma o como queramos llamarlo- que cruza la
cabeza de un futbolista cuando llega el momento de una decisión fina, si esa
mente carga la mochila de anteriores traspiés (Higuaín es el mejor ejemplo).
O también como la falta de mensajes claros por parte de un
entrenador que promueve el desconcierto y 24 horas antes de la final habla de
"ganar sin importar el cómo" en lugar de imponer una idea y
fortalecerla con convicciones firmes.
Hoy, en 2016, todavía no descubrimos qué
es "ganar como sea". Esas frases, esos mensajes, pueden caber en boca
de hinchas y hasta de periodistas, pero no de un entrenador, simplemente porque
son afirmaciones falsas, palabras huecas, mentiras. El resultado final es un
equipo que depende más de los aciertos personales que del desarrollo del juego,
y es esta una ecuación poco conveniente.
En todo caso, tampoco estoy de acuerdo con que se le reclame
al jugador o a la selección en su conjunto lo que no se le reclama a los demás.
Los hinchas y los periodistas creen que la pelota entra sola en el arco de
enfrente, y no es así. Este equipo vivió en Estados Unidos el desamparo
organizativo, la falta de contención y de representación de los dirigentes que
deben propiciar las condiciones para que Higuaín no se equivoque cuando
enfrenta a un arquero. Las obligaciones deben ser parejas para todos.
Ahora se abre un tiempo de complicada gestión, sobre todo
porque faltan los valores esenciales para empezar la reconstrucción. Nos
debemos un muy serio análisis como sociedad para esclarecer qué lugar
pretendemos darle al fútbol. Las derrotas y los triunfos deberían ser sólo
parte del camino en un proyecto bien estructurado. Pero en el marco actual
reina el dramatismo, en la caída y en el éxito, y en la medida en que no se
privilegien esos valores básicos todo seguirá por esta senda.
La Argentina es hoy un país confuso. Y en ese estado, ni la
selección ni Messi son islas. Por eso estamos como estamos, tristes, aturdidos
y condenados a vivir siempre en la cornisa del último resultado.
Fuente Cancha Llena
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