Gabriel Milito. Foto: LA NACION
Por Francisco Schiavo
La llegada de Gabriel Milito a Independiente fue tan
esperada que se generó una expectativa demasiado ambiciosa, tal vez mucho más
grande de lo que el entrenador estaba preparado para dar. Hay un factor
emocional que nadie -hinchas, dirigentes, cuerpo técnico y jugadores- podrá
mensurar jamás y que juega en contra para todos.
Milito no es Guardiola y bastante lejos está de serlo. Pero
Independiente es apenas un equipo en vías de reestructuración, pese a las urgencias
que soplan en su espalda. Hubiera sido iluso pensar que su sola llegada
cambiaría la situación como en un pase mágico. Cuesta entender al club con
forma de gigante en cuclillas. La historia no juega. Tampoco los dirigentes con
prepotencia sindical. Mucho menos los ídolos de otros tiempos que, con los
colmillos afilados, critican y critican sin importarle a quien. Los jugadores
van y vienen sin saber del todo por qué. Ni siquiera parecen darse cuenta dónde
están.
A Milito se le pide demasiado. Apenas dirige en primera
desde 2015 y la experiencia en Estudiantes tuvo más grises que otra cosa. Haber
sido un buen jugador no garantiza visión de DT ni claridad conceptual. Todo hay
que demostrarlo de nuevo, sin credenciales ni pergaminos. Y en eso anda el Mariscal,
en los primeros exámenes. Da la impresión de que en la impaciencia de los
hinchas aparecerán primero los jugadores y, más tarde, los dirigentes. La
eliminación en las copas Argentina y Sudamericana, más la irregular campaña con
derrota en el clásico, son un yunque. Y, por ahora, Milito no puede hacerse
cargo de todo.
Fuente Cancha Llena
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