Ernesto Grillo.
Por Guillermo Blanco.
–Flaco, ¿cómo jugaba Finito Ruiz?
Eduardo ya no parece el de antes, aquel periodista de raza
que con su bohemia y sapiencia manejaba la sección Deportes de Crónica y al que
un día Héctor Ricardo García le metió una interesante presión: “Andá a tu casa,
agarrá una muda y tomate el avión a Madrid dentro tres horas para entrevistar a
Perón”.
Eso ocurrió hace tiempo. Por el ’70, ’71. Y el Flaco logró el objetivo,
tanto que García metió la foto de ambos en tapa, caminando por los jardines de
Puerta de Hierro.
Después fue convocado para La Opinión y con los apellidos paterno
y materno, Rafael Vaquero firmó inolvidables columnas en una redacción donde
convivía con Villita, Dante Panzeri y otros anónimos, pero con la misma manera
de sentir el oficio. Cerca iba y venía un chiquito que estaba haciendo los
primeros palotes en su vida: el hoy canciller Héctor Timerman, hijo del patrón,
Jacobo.
Después fue contratado por la Editorial Atlántida en el ’77 para
encargarse de El Gráfico y el Mundial.
Pero eso ya fue. Se le nota clarito en el incipiente
Parkinson y en esa mirada lánguida de jubilado que, como por un camino
invisible, se escapa del vidrio amplio del bar, en Lavalle al 2000. Y vaya a
saber uno por dónde lo llevarán sus pensamientos.
Para qué interrumpirlo, si la
pregunta había sido sólo una formalidad como inicio del encuentro. Hasta su
mujer aspira a que al menos una vez por semana venga a almorzar. Todos sabemos
de la poca cordialidad de las patronas cuando uno de pronto baja la persiana
del periodismo, como si metieran un pura sangre en el establo por última vez.
Entonces el Flaco llega al bar arrastrando las piernas, se sienta, con disimulo
le mira la cola a la piba que atiende, pide los tallarines de siempre, un vaso
de vino y otro de agua para deglutir la enésima pastilla diaria. Y después de
despotricar contra los médicos por eso de que cada uno se ocupa de lo suyo y
uno le dice que coma con sal, y el otro que ni loco, empieza a consumirse el
encuentro.
Estoy tratando de desprenderme de los Gráficos viejos. Toda
una vida, los discos de tango me cuestan más. Son más de cien, pero en casa ya
no hay espacio y es como un zumbido permanente la cantinela de Rosa. Y me doy
cuenta de que no me aguanta. Pero yo tampoco. Decí que a veces vienen los
nietos y la cocina se convierte en una pajarera. Pero se acaba pronto y el vacío
se hace más grande aún cuando se van. Para colmo ni ganas de caminar me dan,
aunque el cardiólogo me tenga las pelotas llenas con eso de que le gane a la
cama y salga a dar la vuelta manzana.
Lo miro y sí: el Flaco está viejo. Se suena la nariz y
tiembla hasta el pañuelo. Las manos han sido como tatuadas por unos clásicos
lunares chiquitos, algunos de los cuales se le han subido a esa cara que ahora
sonríe para piropear a la moza. Lo dejo que siga, creo que ni vale la pena
recordarle la pregunta inicial, esa de Finito Ruiz.
A mí me habían contado que
era un volante central nacido por Arribeños, que había jugado en Vélez, y como
mi mujer era de ese pueblo bonaerense en el límite con Santa Fe, cerca de la
Teodelina a la que hizo famosa el Manco Messina con su paleta, estaba
interesado en saber algo más sobre él. En el pueblo, los más viejos aún lo
tienen como un símbolo. Hasta la blonda peluquera Eva, una especie de biógrafa
popular por donde pasa la historia del lugar, asegura que unos parientes de
Finito le dijeron que incluso llegó a ser técnico del club de Liniers. Pero
ahora era imposible pretender saber algo más, porque el Flaco otra vez se pone
a mirar la ventana, y la vista agarra viaje más allá de la verdulería de
enfrente. Aunque no mira, sí tiene los ojos húmedos.
Yo era chico y adoraba a mi vieja. El tango era la música
que me volvía loco. Todo el día eran Troilo y Pugliese, pero también me gustaba
D’Arienzo, que hacía bailar hasta a los rengos, y con el tiempo cuántos cafés
habré tomado con Cadícamo frente a Sadaic. Y hasta tengo un libro de Julio de
Caro dedicado de puño y letra. El fútbol se me había metido en las venas. Con
papá fundamos un clubcito de barrio llamado La Loma, cuando vivíamos en José
León Suárez. Hacíamos desafíos con otros barrios. Que lo parió, cómo se esfuma
el tiempo, reflexiona mientras le tiemblan las manos... En los ’50 me gustaba
Atlanta, pero también Vélez, y ya sabés: ahora lo tengo a mi hijo Homero,
crecido allí como profe y trabajando con el Turco Asad (con el lomo del puño se
seca una lágrima).
Me lo paso haciéndole carpetas, ahora estoy terminándole una
de Zubeldía. A Osvaldo lo conocí en su época de Vélez, cuando vino de Junín con
Malegni y después de firmar se pusieron de acuerdo en la plata: repartieron los
sueldos en partes iguales, y como al goleador le daban algo más, se llevó las
de ganar porque él no metió ni la mitad de lo esperado y el otro la embocaba
siempre. Era familiero Osvaldo, igual que yo. Cuando fuimos a Manchester –a mí
me envió Crónica–, él me llamaba para que me acercara a la cancha a charlar al
terminar las prácticas. Y acá íbamos al Che Café, por el Polideportivo. Se
había separado y todos los días se sentaba solo para ver pasar a su ex esposa
sin que ella lo advirtiera.
Y otro amigo me tocó timbre hace poquito. Ocho y
media. Quién carajo es a esta hora, pensé. Me viene a buscar la parca... Pero
no, era Carlitos, sí, Carlitos Bianchi, qué Carlitos si no. Quería verte, me
dijo. Y charlamos un rato.
Acordate de Obolo, le había comentado un tiempo atrás.
Es un 9 que se tira atrás y tiene condiciones.
Me quedó su respuesta. ¿Se tira
atrás? Que no le tome el gusto porque se va a acostumbrar a la comodidad y no
va a querer ir más allá adelante.
Trato de cortarlo, y no porque no sea interesante lo que dice.
Cada palabra que tira es como para atajarla y guardarla. Ya no quedan más como
el Flaco. Pero también es cierto que viene y va, y si sigue así nos agarra la
noche.
Pero continúa hablando y vuelve a la madre.
Mi vieja era todo en la
familia. Yo estudiaba, eso sí, pero no era traga. Los pibes teníamos obsesión
por algo y era lo más lindo de alcanzar. Yo me había hecho hincha de Grillo, un
crack, un jugador que cuando se venía con las medias bajas... ¡agarrate
Catalina! Un fenómeno. Me encandilaba por la radio y cuando lo veía en los
diarios y en El Gráfico. Me sabía todo, que había debutado ante Platense en el
’49, que el primer gol se lo hizo a Chacarita en un 3 a 0 de Independiente. Y
cuando les metió el gol a los ingleses en el Monumental, el 14 de mayo del ’53,
creí que me moría. Si hasta le pusieron el Día del Futbolista en su homenaje.
Después se fue al Milan, salió campeón y volvió a Boca. Yo estuve casi un año
juntando monedita por monedita. Parecía que nunca llegaría al objetivo. Iba a
la escuela, volvía y la vieja algo me daba para la alcancía. Y a veces vendía
diarios. Estuve así casi un año. Ya me faltaba menos, y el fixture del
campeonato caía justo para dentro de tres semanas. Nunca había pisado una
cancha y verlo jugar al Pelado Grillo era mi único sueño. Independiente venía a
Liniers con la famosa delantera en la que ya no estaba Lacasia y ahora jugaba
Bonelli. Micheli, Cecconato, Bonelli, Grilloooooo y Cruz. Soñaba con él, me
devoraba las revistas, los diarios, recortaba el Mundo Deportivo, los Gráficos.
Era un diez rápido, hábil y, además de eso, goleador. Si en toda su carrera
metió 90 en Independiente, 30 en el Milan, 88 en Boca, donde ganó tres títulos,
y 8 en la Selección... Tenía todos los recortes y guardé todas las revistas de
la época. Y a propósito, si podés, acordate de averiguarme si a alguien le
interesa la colección de aquellos años, porque Rosa en cualquier momento me
manda a la concha de la lora con Borocotó y Frascara juntos.
Cómo jugaba Ernesto... No lo podía creer. Faltando una
semana me puse a contar las monedas y llegué. Faltaba apenas una semana y
Grillo venía a Liniers. Por nada del mundo me lo iba a perder. Si había estado
soñando casi un año para que llegase este momento. Estuve dos horas antes.
Saqué la entrada dándole al boletero una pila de monedas adentro de una bolsa.
Anduve un rato hasta que encontré el lugar justo. Para mí era una final del
mundo. Ni me acuerdo de la reserva. Yo esperaba a Grillo, qué joder. Sí, dejá
que se enfríen los tallarines. Decile a la piba que me traiga el fresco y
batata. Y era callado Ernesto. Había leído tanto de él, de su panorama, de su
habilidad. Yo lo tenía por fotos, pero ahora estaba entrando en el estadio para
verlo. ¡Qué griterío! Hasta me pareció que me miraba a mí cuando levantó los
brazos. Se puso a trotar para entrar en calor y yo gritaba como un loco.
¡Gracias a Dios! Tantos meses juntando la guita. Y ahora se me cumpliría el
sueño de verlo ahí todo un partido. Todo. El corazón se me paralizó cuando el
referí tocó el pito. Creo que pasaron apenas dos minutos.
De pronto hubo un
silencio general. Algunos se agarraban la cabeza. Otros se miraban y no lo
podían creer. Pero ninguno se angustió tanto como yo.
Grillo se agarraba la tibia
izquierda después de un patadón tremendo desde atrás. Y lo sacaron de la
cancha, y no entró más, mientras ese hijo de mil puta de Finito Ruiz continuó
lo más campante, como si nada hubiera pasado. Vos me habías preguntado cómo
jugaba ese turro, ¿no?
"diariopublicable"/ Jorge Búsico, a su izquierda,
Juan José Panno, fundador de TEA; a su derecha, el profesor Eduardo Rafael.
Fuente Página 12


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