Un texto de Eduardo Sacheri
A partir de enero, el prestigioso escritor argentino se
incorporó a la revista El Gráfico con columnas exclusivas. Autor de varias novelas, entre
ellas la que apuntaló al Oscar "El secreto de sus ojos".
EDUARDO SACHERI es autor de varios libros de cuentos
("Esperando a Tito", "Te conozco Mendizábal", "Lo raro
empezó después") y novelas como "Aráoz y la verdad" y "La
pregunta de sus ojos".
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"Creo que todos los futboleros nos hemos preguntado, más de
una vez, por el origen y el tamaño del cariño que le tenemos al equipo del que
somos hinchas. Por qué semejante profundidad. Por qué semejante constancia.
¿Cómo se puede querer así a un equipo de fútbol? ¿Qué
resortes, qué recovecos del alma se ponen en juego como para que uno pueda
sufrir así, gozar así, emocionarse de ese modo por una simple camiseta?
¿Existe algún otro terreno de nuestras vidas en el que
amemos con semejante lealtad, con una constancia comparable?
Muchas veces he escuchado a mis amigos, a mis conocidos, o a
ilustres desconocidos, comparar el amor por el equipo con el amor que se puede
sentir por una mujer. Y en la comparación, casi siempre el amor por una mujer
sale perdiendo. No tiene la misma constancia, ni el mismo desinterés, ni la
misma entrega, ni la misma disposición al sacrificio. Mil veces he escuchado el
comentario: “Yo cambié no sé cuántas veces de mujer. Pero de equipo, jamás en
la vida”.
Si el amor por nuestro equipo no se puede comparar por el
que le profesamos a una mujer… ¿Vale en cambio compararlo con el que sentimos
por un padre, o una madre? Creo que tampoco es el caso. El amor de nuestros
viejos es algo con lo que contamos. Los más afortunados de nosotros, claro. No
es un amor que cultivemos. No es un amor que nos exija sacrificios. Es un amor
que damos por sentado, y en el que nos instalamos para ser mimados, queridos,
abrigados, nutridos.
Y el amor por nuestro equipo no es de esa naturaleza. Nada
que ver. Nuestro amor futbolero es puro sacrificio, de hecho. No sé cómo viven
esto los hinchas de equipos que ganan siempre o casi siempre. No sé cómo lo
vive un hincha del Real Madrid, o del Barcelona. Pero para la mayoría de los
mortales, el amor al club nos reporta muchísimos sinsabores, derrotas,
frustraciones, vanas esperanzas, brutales desilusiones. Alegrías también,
triunfos inolvidables. Pero… ¿cuántos de unos y cuántos de los otros? Apelo a
la sinceridad de los lectores. ¿Cuántos garrones nos hemos tenido que comer por
nuestros equipos? ¿Cuántas veces hemos tenido que poner el pecho a las malas? O
yo tengo una tarde especialmente pesimista mientras escribo esta columna, o
tiendo a pensar que han sido muchas veces. Demasiadas veces. Y sin embargo,
aquí estoy. Aquí estamos. Dispuestos siempre a seguir queriendo.
Por eso, por esa constancia inmune a las derrotas, se me
ocurre que el amor que sentimos por nuestro equipo se parece al que sentimos
por nuestros hijos. Los que tenemos la suerte de tenerlos, claro. Los que
tenemos la suerte de adorarlos, por supuesto.
Con nuestras mujeres, el amor puede permanecer o evaporarse.
El de nuestros padres, lo damos por descontado. Pero el que les damos a
nuestros hijos es un amor hecho de esfuerzo y de sacrificio, de desvelo y de
perseverancia.
En la soledad de nuestros insomnios, nos preocupamos por
nuestros hijos desde que se revuelven en la cuna hasta que tienen veinte años y
fantaseamos con escuchar, en el silencio de la madrugada, el ruido de sus
llaves en la cerradura como señal de que vuelven sanos y salvos. O hasta que
tienen cuarenta, y nos inquieta escucharlos toser en el teléfono. Son nuestros
hijos para siempre. Desde que los vimos por primera vez hasta que los veamos
por última.
Podemos pensar, tenemos derecho a pensar –ejercemos ese
derecho- que nuestros hijos tienen defectos. Cosas que no nos gustan. Aspectos
que deberían pulir. Características que nos revuelven las tripas y nos dan
ganas de reclamarles levantando el dedito admonitorio. Pero nosotros. Nadie más.
Quiero decir: nosotros como padres nos sentimos en el derecho de hacer la
nómina brutal de todos los defectos de nuestros hijos. Pero ¡guai de aquel
mortal que se atreva a señalar algo malo en nuestras criaturas! Nuestra ira se
desatará sobre la humanidad de esos ingratos que se atrevan a criticar a
nuestros niños, sobre el polvo de sus huesos y sobre la memoria de sus
descendientes.
Uno puede pensar que tiene una hija dientuda o un hijo vago,
una hija impuntual o un hijo lerdo. Pero si alguien se atreve a confirmárnoslo…
¡sáquenme a ese blasfemo de acá, sáquenmelo de acá o me como sus vísceras!
Y con nuestro equipo del alma… ¿acaso somos distintos? Uno
puede ver jugar al equipo de sus amores y concluir que lo mejor que puede pasar
con esos jugadores es que los vendan pronto a algún equipo de Siberia o de
Marte. O que se retiren en masa. Que no tienen ni idea de cómo jugar al fútbol.
O que el técnico haría bien en colgar los botines (o el pizarrón) y dedicarse a
enseñar origami en un club de jubilados del conurbano. O que los dirigentes son
una manga de ladrones y de corruptos que tendrían que estar en la cárcel.
Pero cuidado: esas son cosas que puede pensar UNO MISMO. Que
nadie que sea hincha de otro cuadro se atreva a decir cosas parecidas. Porque
uno, de su cuadro (como de sus hijos), tiene el derecho a decir y pensar lo que
quiera. Pero es un derecho intransferible. Como dice el viejo dicho de que “los
trapitos sucios se lavan en casa”. Nada más cierto. Del mismo modo que uno,
frente al capricho de un hijo que se arroja al piso en la vereda al grito de
“quiero un helado”, pone cara de paciente contención y le dice a la criatura
“te pido que te pongas de pie y dejes de hacer un escándalo”, aunque en el
mismo momento esté pensando “qué ganas tengo de levantarte de un reverendo
voleo en el trasero, mocoso caprichoso”.
Del mismo modo, digo, si un extranjero (es decir, un hincha
de otro cuadro) osa proferir algún concepto que denigre a nuestra institución,
uno se convierte de inmediato en una estatua de hielo, o en una tormenta de
fuego, según el temperamento de cada cual. Pero no vamos a dejar así las cosas.
No vamos a consentir que se mancille así el nombre de nuestros colores.
No vamos a permitir que se dude de la calidad de nuestros
jugadores, ni de la integridad de nuestros dirigentes, ni de la capacidad de
nuestro entrenador, ni de la belleza de nuestro estadio. En casita, en nuestro
interior, bien podemos considerar, como dije antes, que nuestros jugadores son
horribles, nuestro entrenador inepto, nuestros dirigentes ladrones, y nuestro
estadio un rancho miserable. Pero sólo en casita, señores míos. Sólo puertas
para adentro. Sólo en el seno de la familia.
Y ni siquiera en la familia, ahora que lo pienso un poco.
¿Cuántas veces uno ve, en la tribuna, cómo se arma una trifulca entre hinchas
del mismo cuadro, porque alguno no se aguanta los insultos del vecino de
platea? Y no importa que el ofendido se haya pasado la última media hora
diciendo cosas parecidas a las que ahora lo encolerizan, dichas por su vecino.
No importa. Lo único que importa es que “nadie-más-que-yo” tiene derecho a
decirles a estos imbéciles pataduras que lo son. Del mismo modo que es el único
que puede decirle a su hijo que no se coma los mocos, o a su hija que si sigue
usando esas polleritas todo el mundo va a considerarla una casquivana.
Es por eso, entre otras cosas, que jamás inicio una burla
fubolera. Yo sé que, para muchos de nosotros, cargar a los hinchas de otros
equipos es parte del “folclore”. Pero no para mí. Yo sé lo que se sufre cuando
te critican a tu cuadro. Porque sé lo que se siente cuando alguien se queja de
tus hijos. La ciega determinación de defenderlos, más allá de razones y
argumentos. Defenderlos a partir de un amor inclaudicable, que te viene desde
lo más profundo. Un amor del cual no das razones, porque en el fondo tampoco te
pedís razones a vos mismo para sentir de ese modo. Con tus hijos y con ese otro
hijo que es tu equipo de fútbol.
No sé si está bien o está mal. Pero así es como funciona."
Nota publicada en la edición julio 2011 de la Revista El
Gráfico
Fuente El Gráfico
De: http://www.elgrafico.com.ar/2011/07/28/C-3679-hijos-nuestros-un-texto-de-eduardo-sacheri.php
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