Nota de rrrojo: En Noviembre de 2010 El Gráfico publicaba esta nota que lamentablemente está hoy más vigente que nunca, y podemos corroborar su actualidad tras cada fecha de los torneos locales.
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Disparador
Códigos, las pelotas
Mandarse al frente, agredirse de hecho o de palabra, pedir tarjetas para los contrarios o llorar por los arbitrajes, son moneda corriente. Qué poco va quedando de la gran familia...
Nota publicada en la
edición noviembre 2010 de la revista El Gráfico
No hace tanto, digamos fin de los setenta y principios de
los ochenta, todavía había códigos en el fútbol. Códigos entre dirigentes y
futbolistas, entre técnicos y jugadores, entre árbitros y planteles, entre
periodistas y protagonistas. No lo notábamos, pero era una linda época. Tiempos
que hoy añoramos como el flan que hacía la abuela. Lejos de la explosión
mediática del tercer milenio, los rituales cotidianos eran más transparentes e
intimistas.
Al término de los partidos, los periodistas ingresábamos a
los vestuarios para charlar con los jugadores a medio vestir, recién salidos de
la ducha. No eran necesarias las zonas mixtas ni las salas de conferencia, el
ida y vuelta se concretaba ahí mismo, entre los vapores del agua caliente, las
vendas retorcidas y el inclaudicable aroma a ungüento. ¿Cómo olvidar aquellos
diálogos incunables con Gatti, difíciles de grabar porque el Loco hablaba
mientras domesticaba su cabellera con un secador de pelo funcionando con el
motor a pleno? ¿Y las charlas sabias con el Viejo Griguol, debajo de la tribuna
de Ferro, esquivando las vigas para no acabar con la cabeza llena de chichones?
¿Y los monólogos a media voz de Bochini, aferrado con sus manos a la toallita,
no fuera cosa que se cayera y el pudor le pusiera las mejillas más rojas que la
camiseta de Independiente?
Allí, en ese ámbito, y también en la trastienda de las
prácticas, el jugador era jugador y el periodista era periodista. Pero luego
dejaban de serlo. Se terminaba la función y colgaban el status en una percha.
Si se encontraban en un restaurante o de paseo con las familias, se trataban
como dos buenos conocidos, quizás como amigos. Ni hablar si –jóvenes como
éramos– los cruces ocasionales se producían en algún lugar nocturno. De ambas
partes se sabía separar la paja del trigo, lo público de lo privado. Nada
trascendía. Todo permanecía encriptado en ese acuerdo tácito que podríamos
definir como código. Y no era un comportamiento reservado para la relación entre
jugadores y periodistas.
También regía entre los propios colegas. Un rato después de
la cena, algunos boliches porteños se asemejaban a la concentración de Ezeiza.
Desbordaban de cracks de todos los clubes. Tipos que el domingo defendían su
camiseta a muerte, pero que allí adentro, en busca de un rato de esparcimiento,
pateaban para el mismo equipo y padecían un saludable ataque de amnesia no bien
pisaban la vereda. ¿Mandarse al frente o buchonearse? Ni con la orden de un
juez.
Menos de tres décadas después, aquel cuadro de situación se
encuentra en franco estado de descomposición. Cambió el mundo, claro:
tecnología, globalización y bla, bla, bla. Pero no deja de ser triste comprobar
que haya cambiado tanto la gente. Los actuales son otros jugadores, lógico.
Pero los jugadores de entonces hoy son técnicos o presidentes de clubes,
aquellos cronistas juveniles se transformaron en jefes de sección o
columnistas, y quienes impartían justicia ahora monitorean, premian y castigan
la actuación de los árbitros. Demasiados actores en común para que el medio se
haya tornado tan cruel, salvaje y enfermizo. ¿Será que no aprendimos nada?
Hoy todo puede suceder sin preámbulos ni anestesia. Del
vestuario de San Lorenzo –¿no es un lugar sagrado al que no acude tanta gente?–
desaparecen 3.000 dólares como si se hubieran evaporado. Borghi charla
cuestiones privadas con el plantel de Boca y cuando se sube al auto para
retirarse ya están contando los detalles en una audición de radio. Después
tiene una cena “top secret” con la cúpula dirigencial y al otro día se sabe
hasta lo que pidió de postre. ¿Será que aprendieron a hablar las moscas?
La antropofagia es moneda corriente dentro de la cancha.
¿Caballerosidad deportiva, fair play, respeto al adversario? Mejor buscarlos en
los tapes en blanco y negro. Mientras caen, e incluso antes de reclamar la
falta misma, los jugadores piden tarjeta para el contrario, agitan tanto la
muñeca que un día se les quiebra. A la salida, solicitan poco menos que
perpetua para los árbitros, desempolvan el recuerdo de jugadas en las que
fueron perjudicados en la fecha 17 de tres torneos atrás, cuentan los partidos
sin penales a favor como si fueran presos haciendo el arqueo de sus días de
reclusión y revelan con lujo de detalles aquellos diálogos que antes morían en
la cancha.
Impensado hace tres décadas, el Caso Lamela agitó las
miserias del conventillo. Ni los dirigentes, ni el técnico, ni sus
experimentados compañeros de River, quienes debieran contenerlo y guiarlo,
pudieron evitarle el mal trago de quedar como un llorón. Lo mandaron al muere
delante de las cámaras para que mostrara las secuelas del patadón de Curbelo,
censurable pero posible en un juego de fricción. Expusieron al pibe para
disimular las falencias e incapacidades futboleras del conjunto. Y la Brujita
Verón, que de haber jugado en otra época lo habría llamado privadamente a
Lamela para orientarlo, le pegó el tiro de gracia. Tarde, pero ya trepado a la
bola de nieve del mal gusto, Almeyda no entró en escena para aplicar el sentido
común –una de sus virtudes– sino para salpicar más fango.
Y dale que va… Cuervos modernos, la mayoría de los técnicos
se arrancan los ojos entre sí, mantienen los serruchos afilados y se defienden
atacando a los árbitros. Los dirigentes apañan a las barras y hasta confían en
ellos como válvulas reguladoras de la seguridad en los estadios. Y el
periodismo ha sabido engendrar sus propios vicios. El amiguismo –crudo, en
estado puro- ganó un terreno crucial y contaminó el equilibrio y la
objetividad.
En vez de tomar distancia para evaluar las situaciones y
comunicarlas con ecuanimidad, los cronistas 3.0 se involucran en ellas, llevan
agua para su molino, disfrazan la realidad a conveniencia de su líder
carismático. Entonces más vale tomar con pinzas las apreciaciones de un
“palermista” sobre Riquelme, de un “riquelmista” sobre Palermo, de un
“maradoniano” sobre Verón… Así estamos, así nos va… Pero del latiguillo no se
desembaraza nadie. “Los códigos del fútbol”, se llenan la boca como si todavía
existieran los de aquellos años. Muchachos, córtenla. Basta de hablar de los
códigos del fútbol. Códigos las pelotas.
Elías Perugino
De: http://www.elgrafico.com.ar/2011/10/28/C-3867-disparador-codigos-las-pelotas.php
Fuente El Gráfico
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