Un texto de Eduardo Sacheri
A partir de enero, el prestigioso escritor argentino se
incorporó a la revista El Gráfico con
columnas exclusivas. Autor de varias novelas, entre ellas la que apuntaló al
Oscar "El secreto de sus ojos".
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Esta es una historia de un padre y un hijo. Y termina con el
hijo dormido boca abajo, en su cama, mientras el padre, sentado en el borde, le
rasca la espalda hasta asegurarse de que ha conciliado el sueño.
Antes de eso, antes de dejarse vencer por el cansancio, el
hijo ha llorado a mares. Ha llorado sin consuelo, como se llora cuando uno
llora en serio. Ahora el padre lo mira dormir en la penumbra. Lo ve enorme, con
esos trece años que le crecen y le desbordan de los huesos. Enorme y, al mismo
tiempo, tan chiquito como siempre. ¿Será un defecto de todos los padres, eso de
ver siempre pequeños a los hijos, o será un defecto apenas de ese padre en
particular?
Están lejos de casa. Mucho. Están en la habitación de un
hotel brasileño, cerca de las Cataratas del Iguazú. Así de lejos están. La hija
duerme en la cama de al lado. Duerme desde hace varias horas. En la otra
habitación, la madre duerme también desde hace mucho. Es normal. Está bien. Están
cansadas. Pero ni el hijo ni el padre han podido dormir.
Horas atrás, mientras el sol de plomo de Iguazú se escondía
detrás del horizonte, empezó esta historia que ha llevado al hijo a dormirse
llorando. Estaban en la pileta, en plena jarana, y de repente se puso serio y
preguntó si “iban a verlo”. Así, sin circunloquios ni preámbulos. El padre puso
cara de sorpresa. Cara de no saber de qué le estaba hablando. Pero sabía. “¿Acá
en Brasil? Seguro que no lo dan”, afirmó el padre, deseando que fuera cierto. “La
tele agarra un canal de Posadas. Canal 12. Lo pasan por ahí”, le informó su
hijo con seguridad absoluta.
El padre, en silencio, se lamenta. Porque no quería saber.
Qué cosa estúpida es el espíritu humano. O, por ser más preciso, el espíritu de
ese padre. Con ese tiene suficiente. Porque hace horas que viene deseando que
no lo den. Que viene queriendo no enterarse. Supone el padre que, como hincha,
un hombre atraviesa diferentes etapas en la vida. Bueno, él está en la etapa de
hacerse el ciego y hacerse el sordo con el fútbol. Sabe perfectamente por qué.
No quiere sufrir. No quiere perder. Si se pone profundo, advierte que no querer
arriesgarse a perder, le impide a uno la posibilidad de ganar. Uno no puede
jugar si no tolera perder. Perfecto, señores, piensa el padre. Entonces no
juega. Que el equipo siga sin él. El está de vacaciones en las Cataratas. Y si
se trata de un partido decisivo contra el puntero del campeonato, a él le
importa un comino. Y si su equipo tiene la chance, después de siete años, de
quedar a tres puntos de la cima de la tabla faltando cuatro fechas para el
final del campeonato, le importa otro. No quiere saber. No quiere jugar. No
quiere perder.
Pero ahí está el hijo, que pese a todas las elusiones estuvo
recorriendo los canales de la televisión brasileña y encontró, entre todas las
emisoras en portugués, el canal 12 de Posadas, mal rayo lo parta. Y el padre no
puede dejarlo solo.
Y ahí salen los jugadores. A mil ochocientos kilómetros,
salen a la cancha. Llevan pantalones blancos. El padre se pregunta cuántos
años, cuántas décadas, hace que el equipo no usa pantalones blancos. El hijo
también lo pregunta, pero lo pregunta en primera persona. “¿Por qué usamos
pantalones blancos, papá?”. Así lo pregunta el hijo. Primera persona del plural.
Nosotros usamos. Esa maldita primera persona del plural. Usamos. ¿Qué “usamos”?
El padre no usa ningún pantalón blanco. El hijo tampoco. Son los jugadores
quienes los están usando. Ellos y gracias. Pero el hijo y el padre hablan así,
cuando hablan del equipo. Y el padre no puede corregir al hijo porque se lo
enseñó él. ¿Y entonces?
Claro que puede decirle “Mirá, petiso, todo lo que te enseñé
era mentira. Dejá de creer en estos tipos, como dejaste de creer en Papá Noel o
el Ratón Pérez”. Puede decírselo, pero no va a decírselo.
Llueve. Por la tele se ve lo mucho que llueve. Eso es malo,
piensa el padre. Los partidos en cancha barrosa se vuelven mucho más
impredecibles. Y a mí qué me importa, se dice el padre de inmediato. Asunto de
ellos. Ese equipo no soy yo. Ese equipo no soy yo, se repite el padre, y se
siente en plena sesión de terapia de autoayuda. Pero no dice nada. Está su
hijo. Y si el hijo ama de ese modo esa ficción es por culpa de su padre. El se
lo enseñó. El le trasmitió ese amor ridículo e inútil. Así que lo menos que le
debe es el silencio.
El silencio sobre lo que siente, sobre lo que teme, sobre lo
que odia. De lo demás, sí que hablan el padre y el hijo. Comentan las jugadas.
Discuten suavecito, por arriba nomás, sobre los jugadores que prefiere cada
uno. Para quién fue el lateral que acaban de cobrar. Si el ocho de ellos es un
paquete o sabe jugar al fútbol. A veces están de acuerdo. A veces, no. El
partido sigue. El equipo del padre y el hijo tiene tres, cuatro minutos de
vértigo. Rodea el área del puntero del campeonato. El padre y el hijo se
entusiasman. Porque los defensores del rival despejan con torpeza. Se siente
que el gol está cerca. Se palpa que, en cualquier momento, puede venir el gol
que los ponga a tres puntos de la punta. Pero se equivocan. El momento pasa y
se extingue, como esas tormentas que son puro viento y truenos lejanos. Y casi
enseguida termina el primer tiempo.
En el fondo, el padre está seguro de que van a perderlo. Ese
partido ya lo vio cien veces. Mil veces. Eso de un equipo frágil que tiene sus
cinco minutos de envión y los desaprovecha. Después pierde. El padre sabe que
van a perderlo.
Y en ese momento se corta la luz. En Iguazú también está
lloviendo, y mucho más que en Buenos Aires, y por eso o porque sí acaba de
cortarse la luz en el hotel. Y el padre se siente culpable porque parece que
tanto desear no enterarse, tanto desear no saber, y parece que al final se le
va a cumplir el deseo. No tienen una radio. No tienen una computadora. El único
modo de saber es con la tele. Y si la electricidad demora un par de horas, no
habrá manera de saber. Al menos, no hasta el día siguiente.
La luz regresa después de media hora. Encienden el televisor
otra vez. Van diez minutos del segundo tiempo y empatan uno a uno. Se preguntan
cuál de los dos habrá metido el primer gol. Desean que haya sido el rival.
Razonamiento básico del futbolero. Mejor empatar a que te empaten. Observan las
tribunas. Se ven las de ellos, las del equipo del padre y el hijo. La gente
está quieta. Significa que su equipo hizo el primer gol, y después le empató el
rival, el que va puntero. El padre sabe pocas cosas acerca de la vida, pero esa
la sabe. Cuando te empatan, sí o sí te quedás quieto un rato. Tal vez después
vuelvas a saltar. Pero cuando te empatan, tu ilusión se desinfla y te obliga a
dejar los pies bien puestos en el piso. El hijo se aproxima a la pantalla y,
sin una palabra, señala a la gente quieta en la tribuna y dice “Íbamos ganando
y nos empataron ellos”. El hijo también sabe leer las tribunas, y el padre se
avergüenza de pensar en todas las cosas importantes que no será capaz de
enseñarle, porque ha perdido el tiempo enseñándole cosas como ésta.
Siguen viendo el partido sentados en el borde de la cama.
Atrás la madre duerme, ajena a lo que pasa. El equipo tiene otro ramalazo de
iniciativa. Ellos dos, a mil ochocientos kilómetros, estiran las piernas,
intentando también conectar esos centros de rastrón que surcan el área penal
del puntero. Pero no llegan a conectar ninguno. Ni ellos dos ni los jugadores,
claro. El padre piensa en ellos. En los jugadores. Se pregunta cuánto les
importa lo que sucede. Se pregunta qué le importaría a él, si estuviera en su
lugar. El partido contra el puntero o el dinero que le pagan por jugarlo. Ese
es otro motivo para su escepticismo. “Pelotudos millonarios”, se dice. Un modo
como tantos otros de insultarlos, o de descreer de ellos. Al padre le molesta
que ganen dinero por hacer eso. Y que ganen tanto. “Soy un idiota”, se dice. Un
pusilánime. Porque en realidad se hace mala sangre por unos jugadores de fútbol
y no se preocupa con los hijos de puta que se llenan de dinero traficando con
armas o con drogas, sino con esos tipos que juegan al fútbol por dinero.
Se escandaliza con la injusticia de que ganen un dineral,
pero no se escandaliza con los pobres o los oprimidos. Le viene a la memoria la
frase pedante de un arquero narigón que hace un par de años se burló de un
alcanzapelotas, refregándole que él –el aquero- tenía cinco palos en el banco.
Así se lo dijo. “Yo tengo cinco palos en el banco”. Y debe ser cierto. Puede
que ese arquero sea un imbécil, pero el padre no cree que sea un mentiroso.
Todo eso lo piensa mientras el equipo de nuevo se desinfla. Mientras de nuevo
el partido se empareja. “Nos estamos quedando”, dice el hijo, y el padre le da
la razón.
Y de nuevo lo asalta, al padre, la certeza de que van a
perderlo. Y ni siquiera le preocupa ahora el uso indebido de la primera persona
del plural. Porque está abrumado por la certeza de que tarde o temprano un
contraataque del puntero del campeonato va a terminar en el arco. Porque ya vio
ese partido cientos de veces. Miles. Sobre todo en los últimos años, mientras
su equipo se convertía en este equipo mediocre y vulnerable que es ahora. Mira
a su hijo, que todavía tiene tiempo de esperanzas. Todavía se sacude cuando un
centro cae al área. Su mujer protesta en sueños por las sacudidas del colchón.
Feliz de ella, que puede dormir en semejante momento. Feliz de ella que no
entiende estas estúpidas lealtades de los hombres. O de algunos hombres. Como
el estúpido del padre, que no solo las ha encarnado, sino que se las ha
enseñado al hijo.
Y sucede. El gol de rival finalmente sucede. A los treinta
minutos del segundo tiempo. Un contraataque, un par de rebotes suertudos, una
buena definición. Ahora sí se termina el campeonato. El padre se va al baño. No
quiere ver las repeticiones de la jugada. Cuando uno está en la cancha, por lo
menos, los goles del rival se ven una sola vez. Pero en la tele los dan cien
veces. Aunque uno esté viendo el Canal 12 de Posadas, provincia de Misiones, a
mil ochocientos kilómetros de su casa en un hotel que queda en un país en el
que hablan otro idioma.
Cuando el padre vuelve del baño, el hijo se ha ido a la otra
pieza, donde duerme su hermana. El partido sigue. El padre sabe que el hijo no
está durmiendo, sino esperando un milagro. Está esperando que su equipo lo
empate. Que lo empate primero y lo gane después. A veces pasan, esas cosas. En
el fútbol, pasan. Claro que, por cada vez que ocurren, hay otras cien veces en
que no ocurren. Tantas que al final -y si a uno le dieran a elegir- sería mejor
que no ocurrieran, porque así la esperanza termina siendo el más exquisito de
los castigos, la más irónica de las burlas del destino. Una vez ibas perdiendo
con Chicago hasta los cuarenta y cinco del segundo tiempo, y con dos goles
entre el minuto 45 y 48 lo diste vuelta y lo ganaste. Eso pasó hace un montón.
Pero ahora, cada vez que perdés, imaginás que puede pasar lo mismo.
Y el hijo, acostado en la penumbra, le ha dejado ese encargo
tácito. Despierto, con los ojos fijos en el techo, espera que dentro de quince
minutos el padre se acerque a su cama y lo abrace y le diga que ocurrió el
milagro. Espera eso. Necesita eso. Y el padre mira el partido deseando con todo
su amor que sea cierto. Espera poder regalarle semejante maravilla. Pero pasan
los minutos y el equipo ni siquiera ataca. El puntero espera bien parado atrás.
No tiene apuro.
Y los jugadores propios no tienen ideas. “Propios”, vuelve
el padre sobre las mismas palabras con las que piensa. Seguro que alguno de
esos futbolistas tiene cinco palos en el banco. Y seguro que alguno de los que
todavía no los tienen, los tendrá en el futuro. Pero ahora al padre eso no le
importa. Lo único que quiere es que empaten y que ganen. Quiere regalarle eso a
su hijo. Pero van treinta y cinco minutos y no sucede. Y van cuarenta. Y están
en tiempo cumplido. Y el hijo sigue esperando, en silencio y en la oscuridad.
No queda casi tiempo para nada. Un par de centros desesperados y un árbitro que
alza los brazos para indicar que el partido ha terminado. Listo. Adiós
campeonato. Hace un rato estaban a seis puntos. Por unos minutos estuvieron a
tres. Ahora quedaron a nueve. Se acabó el campeonato. Otra vez.
Pero todavía falta. Debe levantarse e ir hasta la otra pieza.
Camina sin hacer mucho ruido. Sabe que su hijo está mirándolo aunque esté
oscuro. El padre se sienta a su lado. La cama cruje. En ese momento, el padre
cambiaría cinco palos en el banco por poder decirle “Lo dimos vuelta. Somos
unos genios. Tres a dos, sobre la hora”. Pero no puede. Porque no le puede
mentir, y porque jamás tendrá cinco palos en el banco.“Terminó”, le dice. Suena
menos cruel -¿en serio se cree que suena menos cruel?- que decirle simplemente
“Perdimos”.
Y el hijo llora. Un sollozo largo, primero. No ve su cara,
pero el padre puede imaginarla descompuesta de rabia y de tristeza contra la
sábana. No hubo milagro. Solo la verdad. La verdad, y gracias. Y llora cada vez
más fuerte. Cada vez con más desconsuelo. Y al padre se le acalora el ánimo y
se le crispan los puños. No se puede oír llorar a un hijo sin que a uno le
entren ganas de cagar a trompadas al culpable. Claro, el asunto aquí es
encontrar al culpable. La fatalidad, o el fútbol, o esos imbéciles millonarios,
o el idiota del padre de ese pobre hijo, que lo envolvió en esas falsas
ternuras y en esos sueños imposibles.
“Soy un tonto –dice mi hijo, con la voz ahogada contra las
sábanas y contra sus hipos–. Soy un tonto porque me ilusioné. Y siempre me
ilusiono al pedo”. El hijo dice eso, y sigue llorando. Y el padre, recostado
contra el respaldo de la cama, inicia ese rito de rascarle la espalda mientras
intenta encontrarle palabras que le sirvan para algo. Pero ¿qué puede decirle?
Podría intentar un curso veloz de racionalismo. Y explicarle que es todo un
negocio, un negocio en el que los hinchas no tienen arte ni parte, un negocio
en el que todos ganan dinero menos los giles que miran, que miran y creen, que
creen y quieren. Podría hablarle de esos estúpidos millonarios. Y tendría razón.
Sería cierto.
Y mientras duda, el hijo sigue llorando, y sintiéndose un
idiota por haberse ilusionado. Y el padre piensa que nunca va a tener una
respuesta para ese dolor que tiene su hijo. ¿Qué puede desearle? ¿Que la vida
lo preserve de las desilusiones? Sería una utopía. El único modo de evitar la
desilusión debe ser vivir con los pies y los ojos bien clavados en el suelo. Y
no quiere desearle que se convierta en un escéptico, en un apático.
A fin de cuentas, no es tan malo haberlo hecho tan fana como
él, de su propio equipo. Por lo menos les queda esto. Sufrir juntos. Abrazarse
con los goles. Reírse amargamente cuando los suyos son vulgares y predecibles.
Y ahí aparece de nuevo ese fatídico pronombre posesivo. “Suyos”. Los “jugadores
suyos”. Esos jugadores que tienen millones de mangos en el banco y que no
tienen casi nada que ver con ellos dos. El padre se corrige: esos jugadores
tienen algo que les pertenece, a su hijo y a él. Tienen esa camiseta que los
emociona cada vez que la ven. Que refulge cuando salen a la cancha cualquier
domingo a la tarde. Que los enternece cuando se la ven puesta a un pibito por
la calle. Que los reconforta cuando se cruzan a un tipo que la viste y pasa en
bicicleta.
Mientras salgan a jugar con esa camiseta, esos jugadores son
suyos. De ese padre y ese hijo. Les pertenecen. Aunque sean demasiado burros
como para salir campeones. El padre lo sabe, porque ya lleva muchos años de
fútbol sobre las espaldas. Y el hijo lo ignora porque todavía está tierno para
estas cosas. Y está bien que así sea.
El año que viene, el hijo volverá a ilusionarse en cuanto
ganen dos partidos seguidos. Y el padre volverá a ilusionarse con la alegría de
él, con su indómita e infundada esperanza. Que vivir no es otra cosa que eso:
esperanzarse al pedo. Y envejecer, piensa el padre mientras sigue rascando la
espalda de ese hijo dormido, se puede envejecer de dos modos: perdiendo las
esperanzas, o cambiando unas esperanzas por otras.
Y mientras se aleja sin hacer ruido, y vuelve a su propia
cama, y su mujer se acomoda un poco para hacerle sitio, el padre piensa qué
lindo que es el fútbol, que siempre, pero siempre, te sigue enseñando cosas
Nota publicada en la edición septiembre de la Revista El Gráfico
Fuente El Gráfico
De: http://www.elgrafico.com.ar/2011/10/05/C-3817-cinco-millones-un-texto-de-eduardo-sacheri.php
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