Por Juan Sasturain
El librito de ochenta páginas carece de sello editorial pero
tiene pie de imprenta de los talleres gráficos de Enrique Frigerio, de la calle
Piedras al cuatrocientos, y en el lomo dice Buenos Aires 1934. En el reverso,
abajo, impreso sobre la misma tapa, el precio: ochenta centavos. En el área del
potrero es el primer libro del popular periodista deportivo Borocotó. Bajo el
nombre del autor y entre paréntesis dice o aclara en cuerpo menor Ricardo
Lorenzo, un extraño para la mayoría. Con tapa bicolor y viñetas interiores de
Tomás García Escribano –un diestro plumista de estilo suelto, deshilachado– el
librito estaba destinado a ser vendido en los kioscos, junto a los diarios y
las revistas. Ese era su lugar, el espacio en el que el autor, colaborador
habitual de El Gráfico desde años antes y durante muchos años después, sentía
suyo. Precisamente, una notita recuadrada al pie del último de los treinta y
seis breves textos aclaraba: “Los artículos que forman este volumen fueron publicados
en la revista El Gráfico”.
En un prólogo de pocas líneas y sin título, el autor abría
el paraguas: “Siempre que se comete algún error, conviene echarle la culpa a
alguien. En este caso, son algunos amigos míos los culpables de que aparezca
este libro”. Aclara después que ha hecho “una selección” de notas, prefiriendo
“aquellas en que aparecen aspectos de la infancia futbolística”. Finalmente,
tras manifestarse carente de pretensiones afirma que sólo “procura llevar a los
hombres de ahora el recuerdo un tanto apagado de aquella niñez despeinada y
sudorosa que no permitió creciera el césped en el potrero del barrio”. Y ahí,
en esa declaración y ese léxico específico, ya está todo. Todo el libro y todo
Borocotó.
Este fluido Borocotó –y enmascarado Ricardo Lorenzo– que así
se comunica con un lector cómplice ya era muy famoso por entonces, apenas tres
años después de iniciado el profesionalismo futbolero. Y lo sería mucho más
después. De origen humilde, como periodista adoptó famosamente el seudónimo
onomatopéyico que recogió de las llamadas murgueras de los tamboriles de su
Montevideo natal –boro-cotó, chas-chás...– e inauguró con él una manera de
contar y escribir absolutamente original, creó una forma y fundó una mitología
perdurables durante décadas con dos vertientes.
Por un lado, las Apiladas, que le ponían semanalmente el
moño a El Gráfico, eran pequeños textos estibados como rivales caídos al
costado del gambeteador que los va dejando en el camino. Como el inmenso Ring
Lardner pero sin su vuelo, Borocotó hizo allí de la anécdota deportiva
sentimental y ejemplar –con futbolistas, ciclistas, corredores de autos,
boxeadores famosos u oscuros– el lugar de la épica y el melodrama, el paso de
comedia y la viñeta tragicómica. Por otro, y con el mismo registro, se inventó
de memoria una edad de oro cachuza, una felicidad íntima, salvaje y verdadera.
Los textos de En el área del potrero, con sus alevosos tics y flagrantes
debilidades, son ejemplares al respecto.
Así, Borocotó es, en tanto cronista libérrimo de la infancia
pobre y marginal, en gran medida responsable de la leyenda rioplatense del
potrero (y de “la calle”) como espacio forjador de un tipo de futbolista
atorrante, lírico e imprevisible propio de estas latitudes. “En Inglaterra los
pibes aprenden a jugar al fútbol cuando van al colegio; acá, cuando no van”,
escribió o dijo alguna vez, según recordaba el otro día Ezequiel Fernández
Moores. Y el potrero viene con todo el folklore urbano del barrio pobre –que es
el mismo del tango, claro–: el arco improvisado, la pelota de trapo, el vigilante
represor, la madre sufriente y rezongona (la “vieja” del piletón tanguero), la
casa de los ricos –mundo ajeno– y sobre todo la barra de pibes que son a la vez
el equipo y los colores, con sus apodos salvajes –Pancongrasa, Dulceleche,
Patecatre, Rompehuesos, Pellejo, Castaña, Chiflito– y la nena rea que no quiere
crecer y “hacerse señorita”. En el área del potrero, en ese sentido, recoge
esbozos de lo que desarrollaría más largamente en El Diario de Comeuñas, modelo
mitológico terminado.
Uno de los temas recurrentes de Borocotó en esta zona
evocativa y personal es, además de la alevosa nostalgia y los atardeceres lila,
el valor de seguir siendo el mismo, de conservar el pibe y el barrio pese a las
circunstancias de tiempo y espacio; de irse y de crecer. La idea –el deseo, el
ruego a “Tata Dios”– es poder volver. Estar siempre volviendo, tipo Troilo, si
se quiere. La fidelidad en suma, a ciertas cosas tan palpables como
indefinibles. Al respecto vale la pena citar el arranque de uno de los textos,
Dejalo que tenga recuerdos, publicado –cabe recordar– hace setenta años. Dice
así: “No te inquietes, viejita, porque tu pibe tiene un horizonte: el fútbol.
No te amargues pensando en su lejano mañana. ¿Qué será de él? Lo que el destino
quiera. Acaso crack, posiblemente cronista, quizás empleado nacional. Puede ser
peor: diputado, por ejemplo”.
Sin comentarios.
Fuente Página 12
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