Por Diego Torres - Madrid - 04/04/2011
De Felippe, recuerda su participación en la guerra de las
Malvinas
Siendo recluta, en la primavera de 1981, Omar de Felippe
quiso alterar jugando al fútbol la monotonía del cuartel del Regimiento de
Infantería Mecanizado III, en La Tablada. "Todo tiene que ver con el
fútbol", recuerda; "como estaba en la cantera de Huracán, iba todos
los días a pedir permiso para entrenarme. Y me sacaban corriendo. Hasta que me
recibió el capitán Zunino y me dijo: 'Venga conmigo a practicar tiro'. Como me
fue bastante bien, me llevó al campeonato de tiro deportivo de la X Brigada. Él
salió campeón. Y yo, cuarto. El primer conscripto dentro de muchos militares de
rango. Un caso raro. Así es que, cuando se armó la campaña de Malvinas, me
convertí en apuntador de ametralladora. Zunino siempre me decía: 'Usted viene
conmigo".
Hoy, De Felippe es el entrenador del Olimpo, un pequeño club
de la Primera División argentina. El sábado lo dirigió en la derrota frente a
Vélez (1-2) mientras se cumplía el aniversario del comienzo de la guerra de las
Malvinas. Para el técnico, más que un día de competición, fue una jornada de
recuerdo de los compañeros caídos. Se cumplieron 29 años del inicio de aquellos
dos meses de caos. El único intervalo en toda su vida en que se desvinculó
completamente del fútbol. "Cuando me dieron la baja en el servicio
militar, en diciembre de 1981, volví a Huracán para hacer la pretemporada y
pelear por entrar en la plantilla del primer equipo", recuerda, "pero
el 9 de abril tomaron las Malvinas y me llamaron otra vez. Y estuve hasta el
final de la guerra".
"Al principio, vivíamos en pozos", dice el
técnico; "como los temporales de agua y nieve eran constantes, se
inundaban. Para refugiarnos construimos casamatas. Pero entonces nos hacíamos
visibles. Cuando prepararon el ataque final, los británicos buscaron destruir
todos nuestros radares con helicópteros. Una noche confundieron mi casamata con
un radar y nos atacaron. Nos estaban bombardeando desde los buques y no
escuchábamos ni veíamos nada. Pero, de casualidad, el capitán detectó el
helicóptero y nos llamó para derribarlo. En el momento en que salimos,
caminamos 10 o 15 metros y vimos el resplandor de las coheteras. Mi compañero
Sergio Leal hizo cinco metros. Yo, unos 10. La casamata estalló. La onda
expansiva nos tiró contra el piso. Cuando vimos al capitán, le dije: "Sin
querer, nos salvó la vida".
"Fue el destino", dice De Felippe, que repasa los
acontecimientos como una cadena causal; "por querer jugar al fútbol, salvé
la vida. Pedí permiso para entrenarme, fui a un campeonato de tiro, salí cuarto
y eso hizo que me uniera a un capitán que me llamó en el momento justo".
Habla de la experiencia del combate como de un suceso
precipitado, alienante, siempre vinculado al contacto con su arma de 11 kilos,
la ametralladora MAG, y con los efectos de la adrenalina. "Hacía 20 grados
bajo cero, pero, cuando tienes que desplazarte en la oscuridad y hacer
movimientos para efectuar el tiro, la ropa te molesta. Sientes mucho calor. Sin
siquiera darte cuenta, acabas en mangas de camisa".
Muchos de los 10.000 conscriptos veteranos de Malvinas nunca
encontraron una ocupación al regresar. Hasta 2004 no cobraron una pensión. El
Estado la fijó en 700 pesos mensuales (unos 200 euros) retroactivos. Según
publicó Edgardo Esteban en Página 12, los efectos psicológicos provocaron más
de 500 suicidios.
"La reinserción fue durísima", recuerda De
Felippe; "aquí se tapó todo. No se hablaba. Somos un país que no está
acostumbrado a la guerra como otros. Mi madre, que aún vive, nunca me preguntó
cómo me fue. Ni mis amigos ni mi familia estaban preparados para preguntarme
nada. Era una situación rara. Ibas a ver a tu grupo de amigos y se hacía un
silencio. Un vacío. No sabían cómo abordarte, cómo relacionarse. Nadie te
preguntaba: '¿Cómo estás? ¿Qué te pasó?'. Al principio, la Administración lo
tapó todo bajo la alfombra".
"La nuestra es una sociedad muy exitista",
reflexiona; "lo relaciono también con el deporte. En Argentina, si no
ganas, eres un desastre. No sirves. Tal vez nos marcó el hecho de que la guerra
se perdiera. Los combatientes fuimos los derrotados".
La mayoría de los veteranos regresaron a un mundo
incomprensible. Un país en transformación. Una sociedad moralmente
desorientada. De Felippe tenía 19 años y se aferró al fútbol, que es un orden,
un lenguaje, y una manera de pensar. "Yo jugaba de cinco", dice;
"regresé de Malvinas y me tuvieron tres días en los cuarteles. Nos dieron
ropa y comida y nos largaron a la sociedad. Ahí mismo volví a Huracán. Entonces
el fútbol me volvió a salvar la vida. Me ayudó a reinsertarme".
"Los excombatientes no tenían quien los
escuchara", dice De Felippe; "pero yo tuve la suerte de caer en un
grupo de fútbol, como son todos los de 30 jugadores en cualquier club del
mundo. En Argentina los futbolistas se destacan por la desinhibición para jugar
y para expresarse dentro de una cancha. El primer día de concentración, en la
cena, los compañeros me llamaron: 'Ven, siéntate aquí. ¡Cuéntanos! ¿Qué te pasó
allí?'. Quizás esas simples palabras fueron las que le faltaron a todos los
excombatientes. Yo tuve la suerte de poder liberar así todas esas cosas que
llevaba dentro. Por eso digo que el fútbol me salvó la vida varias veces: me
dio la motivación para volver de Malvinas a cumplir mi sueño de ser jugador y
me permitió sentirme uno más dentro de un grupo".
En el clima frenético del fútbol argentino, De Felippe
reconoce que es un elemento extraño. "La guerra me enseñó que la vida no
pasa por los resultados del fútbol", dice; "los entrenadores en
Argentina nos sentamos en la silla eléctrica domingo a domingo. Yo, no. Yo soy
un obsesivo del trabajo diario. Pero, si pierdo, la amargura no me dura más de
10 minutos".
Fuente El País
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