Miguel Rojo/AFP
Por Eduardo Verona
Anunciaban un partidazo de ida y vuelta, acorde a las
necesidades ambos. Lo que produjeron fue algo muy próximo a un fiasco
futbolístico. Uruguay y Argentina se conformaron con muy poco, más allá del
empate y del pacto de no agresión que ambos reivindicaron. La Selección de
Sampaoli nunca interpretó la necesidad de imponer condiciones. Y por largos
pasajes del partido hizo fulbito. La
valentía ausente
Se esperaba un partidazo. Salió un partidito. Y en el marco
de un partidito que terminó envuelto por un tácito pacto de no agresión (el
último cuarto de hora fue insoportable por la pasividad explícita de Uruguay y
Argentina), no ganó nadie, más allá de la verdad revelada del empate que
conformó a los dos en la medida en que se acercaba el final.
¿Qué dejó la Selección que ahora conduce Jorge Sampaoli? Muy
poco para rescatar como algo realmente valioso. Poco en el plano colectivo y
poco en el plano individual. No quemó las naves Argentina. Interpretó que no
era necesario a tres fechas del cierre de las Eliminatorias para Rusia 2018. Se
conformó con lo que le daba el partido. Con la espera organizada de Uruguay.
Con el traslado franelero de la pelota en esas búsquedas lentas hasta la
exasperación que no prosperaron en el área rival.
Salió a ver qué pasaba Argentina. Y no pasó nada. O casi
nada. Uruguay ya firmaba la igualdad desde el mismo arranque. Y Argentina,
aunque lo nieguen sus protagonistas con mayor o menor énfasis, por ahí andaba,
coqueteando con el puntito, aunque lo desmintieran varias presencias ofensivas.
Pero a esas presencias (Acuña por la derecha, Di María por la izquierda, Messi
y Dybala en tres cuartos e Icardi bien de punta) no le sumó decisiones e
iniciativas con auténtico poder de desequilibrio.
El único desequilibrio potencial que mostró la Selección lo
encarnó la conexión entre Messi y Di María. Conexión siempre inestable e
imprecisa, especialmente por la falta de resolución de Di María, nunca capaz de
terminar bien una jugada. Nada nuevo en definitiva, porque Di María hace tiempo
que viene perfilando esa característica. Insinúa mucho y concreta muy poco. Y
no parece a esta altura de su carrera que pueda pegar un salto de calidad. Como
si hasta aquí hubiera llegado su crecimiento.
Con Messi sin poder establecer una buena sociedad con
Dybala, las posibilidades reales de la Selección en materia ofensiva se
redujeron solo a la ilusión de ver una maniobra monumental del astro del
Barcelona. Y esa maniobra idealizada no se produjo. Tampoco lo intentó,
adivinando los límites que le imponía el partido. Límites que Messi fue
naturalizando.
La sensación que predominó fue la de cierta liviandad
futbolística. Liviandad que hasta no podría atribuírsele a Sampaoli. Alcanzaría
con recordar los cambios del segundo tiempo: salió Acuña y entró el Laucha
Acosta, salió Dybala y entró Pastore y ya en el cierre entró Correa y salió Di
María. Las modificaciones nunca reflejaron una estrategia especulativa. Fueron
los jugadores que en determinado momento del desarrollo apostaron por el
empate. Y se prestaron la pelota sin disimularlo demasiado.
Decir si Argentina hizo un buen negocio trayendo desde el
Centenario un punto que lo sigue dejando afuera de la clasificación directa
(Chile lo aventaja por diferencia de goles), no expresa nada interesante. Ni
aùn desde el punto de vista matemático. Porque no hay nada para festejar. O
para acercarse a la teoría de un festejo mesurado. El equipo que entrenó
durante dos días bajo la mirada de Sampaoli no pudo darle al entrenador
elementos para controlar su ansiedad.
Fuente Diario Popular
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