"La vida que soñamos", un texto de Eduardo Sacheri
A partir de enero de 2011, el prestigioso escritor argentino
se incorporó a la revista con columnas exclusivas. Autor de varias novelas,
entre ellas la que apuntaló al Oscar "El secreto de sus ojos".
Nota publicada en la edición marzo 2012 de la Revista El
Gráfico
El tipo se me sienta enfrente, en pleno bar y en pleno
mediodía. Y yo, que no estoy demasiado acostumbrado a que alguien me reconozca
como escritor, no tengo los reflejos demasiado avispados para pedirle que no lo
haga.
“Hola –me saluda como si nos conociéramos de toda la vida-.
Vos sos Sacheri, ¿no?”. Antes de que pueda decir que sí, o que no, ya ha
desplazado la silla al otro lado de la mesa y se ha acomodado. Se acoda sobre
la mesa, con familiaridad y habla de nuevo. “¿Escribiendo algo?” –pregunta-. Yo
debería responderle que sí que sí, que estaba escribiendo. Y que por eso, sobre
la mesa, además del pocillo vacío, están el cuaderno de hojas rayadas y la
lapicera a cartucho de tinta azul lavable. “Perdoná la interrupción” –sigue el
fulano, que evidentemente considera que sí, que tal vez me ha interrumpido,
pero que bien vale la pena, o que me lo tenía merecido-. “Pero es algo
importante”.
¿Y si lo que yo estaba haciendo también era importante? ¿Y
si estaba justo a medio concretar una idea que llevaba semanas resistiéndose a
tomar forma? ¿Y si el tipo este ha venido a interrumpirme en pleno
alumbramiento de una novela o un cuento que estaba destinada a modificar para
siempre la literatura argentina, latinoamericana y universal? Un mínimo de
honestidad me impide indignarme.
Nunca he estado ni cerca de revolucionar la literatura de
Castelar o Ituzaingó, así que mucho menos estoy en condiciones de hacerlo con
la de la patria, el continente o el mundo entero. De modo que le esbozo una
mínima sonrisa y asiento, como para invitarlo a que me diga lo que tenía que
decirme.
“Tengo algo para contarte…” –se interrumpe para mirar por
sobre el hombro, como si lo siguieran.
Después se encara otra vez conmigo. Yo lo dejo hacer. El
mozo, que es amigo, me dirige una mirada de complicidad, como para darme a
entender que, si necesito ayuda para echarlo, no dude en convocarlo en mi
auxilio. Niego con la cabeza. El forastero se ha girado otra vez, y mira hacia
el fondo del local, como si desde allí pudiese llegarle una amenaza o una
promesa. De nuevo se da vuelta hacia mí. “Vos debés pensar que soy un loco,
¿no?”. Evalúo la conveniencia de responderle la verdad: que todavía no consigo
discernir si efectivamente está loco o es simplemente tarado. “Pero venía
pasando por acá, miré para adentro y te reconocí, y dije: a Sacheri le tengo
que contar esta historia para que la escriba”.
Ahí sí, suspiro y me digo “Sonamos”. Cada dos por tres
alguien que sabe que uno se dedica a escribir se acerca, sonríe, cambia con uno
un par de frases, y después le dice eso de que “Tengo una historia bárbara para
que vos la escribas”. Los más entusiastas agregan: “Con esta historia te hacés
una película”. Y los que tienen un ego a prueba de balas, agregan: “Anotá la
historia que te voy a contar, la hacés película y te volvés millonario”.
Yo debería avisarle a esa gente, que en realidad cada
escritor es diferente a los otros, como pasa con todas las personas. Y que en
mi caso, las historias se me ocurren de repente, por puro divagar de la
imaginación, y no porque alguien me cuente su biografía. Debería agregar,
porque es cierto, que me gusta escuchar a la gente, porque soy curioso y me
interesan las vidas de los otros. Pero jamás de los jamases me pasa que alguien
me cuente algo que le sucedió y yo, a la primera de cambio, escriba con eso un
cuento o una novela. Funciona casi al revés: basta que alguien me anuncie eso
de que “Tengo una historia para que escribas” para que yo concluya, de
inmediato, en que ni por casualidad voy a escribirla ni entonces ni después. Y
no porque la historia que van a contarme sea necesariamente mala. Puede ser muy
buena. Pero no es mía. Si alguien me la cuenta cerrada, armada, lista,
completa, esa historia no me pertenece.
Claro: esta explicación de por qué no me sirve que me cuenten
anécdotas ajenas para escribir mis historias acaba de llevarme más o menos
ciento setenta palabras. Y lo usual es que el que te encara en plena calle, o
en una charla, o como en este caso en un café, no está dispuesto a escuchar un
discurso tan largo. En general no tienen ganas de escucharte ni diez palabras
seguidas. Lo único que quiere escuchar, el contador compulsivo, es que uno le
responda: “Gracias por su generosidad. Cuénteme y yo anoto. En la semana lo
paso en limpio y listo”. O ni siquiera. Porque hasta esa casi veintena de
palabras le resulta un incordio, una postergación, una demora inentendible.
Por eso la experiencia me indica que lo mejor es poner cara
de interés, casi de sumisión, una expresión que a nuestro interlocutor le dé la
idea de que somos todo oídos para escuchar, todo memoria para retener, todo
manos para anotar y punto.
De manera que ahí estamos, en un café de Ituzaingó, el
contador inminente y yo. Muevo la cabeza afirmativamente, hago una mueca
ligera, como dando a entender que le meta para adelante, nomás, que yo lo
escucho. El visitante, por tercera vez en cuatro minutos, gira la cabeza hacia
los lados para ver a sus espaldas. Le pregunto si lo siguen. Niega
enérgicamente, sin advertir mi ironía.
“Resulta que yo soy clase 1964” empieza, y vuelve a mirar a
sus espaldas, pero apenas un segundo. “Soy clase 1964 y me crié acá en
Ituzaingó”. Yo respondo algo así como “Ajá”, y espero que siga contando.
“Resulta que yo estaba en sexta en el CAI. De cinco, jugaba”. Aclaro a los lectores
que el CAI se refiere al Club Atlético Ituzaingó. “Pero un cuñado de mi viejo
me consiguió una prueba en River”.
Hace una pausa. Yo vuelvo a asentir. Lo miro a los ojos y me
sostiene la mirada. No puedo negar que me despierta curiosidad lo que tiene
para decirme. Aunque no tengo la menor idea de hacia dónde se va a disparar su
historia. O en una de esas, sí tengo idea. Ese hombre es un par de años más
grande que yo, tiene el pelo mal peinado, usa un jean calzado por debajo de la
panza y una chomba marrón con el cuello gastado. Su cara es absolutamente
anónima. Es decir, que ya conozco el final de la historia. La prueba en River
terminó mal. De lo contrario, esa cara me resultaría familiar. Se me ocurre
algo que parece un obstáculo en su historia y le pregunto: “Pero si vos jugabas
en Ituzaingó se supone que no tenías el pase para jugar en River. ¿O me
equivoco?”. Mi objeción, en lugar de molestarlo, lo entusiasma. Se ve que le
gusta que siga su relato con atención. “Claro, Sacheri. Es así. Pero este cuñado
me lo podía arreglar en los dos lados, acá y en River. Si yo daba bien la
prueba, quedaba.”
Vuelvo a asentir. Puede ser. Suena verosímil. “¿Y entonces?”
lo invito a continuar.
“Eramos como trescientos, ese día, que probaban. Miraban así
por arribita. El entrenador de la sexta era… El entrenador era…”. El tipo
chista. Se pone nervioso. Teme que ese olvido le quite credibilidad o potencia
a lo que tiene que contar. Me apena verlo así. Le digo que no se preocupe, que
esos datos se completan después. No parece muy convencido pero está tan
empantanado que acepta la sugerencia. “La cosa es que miraban así nomás pero al
final me dijeron que volviese a la semana siguiente. Y yo volví”.
Hace una pausa porque le traen un café que pidió por señas.
Le echa tres sobres de azúcar. Revuelve con ademán nervioso, y parte del café
se vuelca por encima del borde del pocillo. Se lo toma de un sorbo.
“La segunda vez me mezclaron con los pibes de la sexta de
River. ¿Me seguís? Yo me sentía Gardel. De cinco, ahí mezclado con ellos.
Estaba Gorosito, estaba. Estaba De Vicente. Estaba Dalla Líbera, el Loco”.
Yo vuelvo a asentir. Le pregunto si esos pibes no fueron los
que debutaron en primera en el 83, durante la huelga de profesionales. Abre
mucho los ojos y dice que sí, que sí, que son ellos.
Yo me los acuerdo bien porque, en ese Metropolitano, esos
pibes se comieron unas cuantas goleadas pero jugaban bien. Y contra
Independiente, que venía peleando el campeonato cabeza a cabeza con Ferro y con
San Lorenzo, jugaron un miércoles a la noche y le empataron cero a cero.
Recuerdo que yo escuché ese partido por radio y tenía una calentura que
bramaba. ¿Y si ese tipo sentado frente a mí ha sido uno de esos pibes? Se lo
pregunto. Se me queda mirando un segundo y hace una mueca de disgusto. “Esperá,
Sacheri, que a eso voy”. En ese momento no sé si el disgusto es por mi
interrupción o por el desenlace de las cosas. Me mantengo callado.
“¿Sabés lo que jugué ese día, Sacheri? ¿Sabés lo que jugué?
Así de chiquita, la hice. A De Vicente no se la dejé tocar en todo el partido.
A Pipo, ja, a Gorosito lo tuve loco. Loco lo tuve. Metí un tiro en el
travesaño. ¿Qué número cinco conocés que, en la primera práctica con River,
meta un tiro en el travesaño?”.
Digo que no conozco ninguno, lo que es cierto, pero más que
nada lo digo para hacerlo sentir bien, porque es lo que espera que responda. Le
pregunto su nombre. Me lo dice. Su nombre, tal como venía suponiendo, no me
suena para nada. Volvemos a mirarnos. El gesto se le ha vuelto amargo. Claro,
pienso, está llegando al final.
“Cuando terminó el partido el técnico me dijo que jugaba
bárbaro, que quedaba en River”. Amaga con buscar los cigarrillos en el bolsillo
de la chomba. Le señalo el cartel de prohibido fumar y asiente sin ganas. Los
deja donde estaban.
“¿Y al final qué pasó?” –quiero saber-. “¡Eh… lo que pasa
siempre!” arranca, indignado. “El cuñado este se demoró con los papeles. Hubo
un lío en el club con uno de la comisión. Y después vino lo de Malvinas”.
Vuelvo a mirarlo. Se encoge de hombros. “Me convocaron y tuve que ir, te
imaginás”.
Yo me acomodo en la silla. “Claro”, comento, y después me
callo la boca, mientras saco cuentas. “Pero si vos me hubieras visto, Sacheri.
Esa pelota. Pummm, en el travesaño... casi se lo rompo. El nombre del arquero
no me lo acuerdo, pero casi se lo rompo… ”.
Por el silencio que hace al final, veo que ahí termina la
historia. Vuelve a mirarme. “Seguro que vos de acá sacás un cuento”. De nuevo
la seguridad, la confianza, la certeza de que me ha obsequiado una historia
buenísima. Mientras le digo que vaya tranquilo, que yo le invito el café, le
digo que no sé, que tendré que pensarlo, que en una de esas. No parecen
molestarlo mis evasivas. Como si haber desembuchado su historia fuera
suficiente. Mientras se pone de pie arrastrando la silla hacia atrás me tiende
la mano y se la estrecho. Me pregunto cuánto será verdad y cuánto será mentira
de eso de la prueba de jugadores, de Gorosito y compañía, del tiro en el
travesaño. Lo de Malvinas ya sé que es verso. A las islas fueron pibes de la
clase 62 y de la 63. No de la 64. ¿Me lo habrá dicho para enternecerme, o
estará convencido de que así fueron las cosas?
A veces pasa. Que uno, de tanto contar una historia
embellecida con mentiras, termina por convencerse de que esas mentiras son
verdades. O más aún: cuando uno está convencido de que la vida fue injusta con
uno, de que la vida lo castigó con una existencia menos deslumbrante, menos
exitosa, menos brillante de lo que uno imaginó, las mentiras son casi un acto
de justicia, un parche para enderezar un destino que no merecimos.
El tipo sale del café y me saluda a través de la vidriera.
En una de esas debería haberle avisado eso de Malvinas. Para que la próxima vez
que cuente su historia evite esa trampa tan fácil de desactivar. Pero cuando
salgo a la vereda, a los cinco minutos, ya no está por ningún lado.
Ojalá lea esta nota de El Gráfico. O que alguien que le haya
escuchado la historia, la lea y lo avive del asunto. Eso sí: espero que nadie
le recrimine la mentira en la cara. Ya que la suerte nos impide vivir la vida
que quisimos, que por lo menos la fantasía nos permita contar la vida que
soñamos.
EDUARDO SACHERI es autor de varios
libros de cuentos ("Esperando a Tito", "Te conozco
Mendizábal", "Lo raro empezó después") y novelas como
"Aráoz y la verdad" y "La pregunta de sus ojos".
Publicado por El Gráfico edición de Marzo de 2012
De http://www.elgrafico.com.ar/2012/04/04/C-4158-la-vida-que-sonamos-un-texto-de-eduardo-sacheri.php
Fuente El Gráfico
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