Hace 20 años el fútbol le decía adiós al mayor ídolo de la
historia roja. Pero previo a ese 19 de diciembre hubo un retiro.
El 19 de diciembre de 1991 es una fecha en rojo, aunque haya
sido un viernes. Ese día, esa noche, miles y miles de corazones latieron más
rápido de lo habitual negándose a hacerle caso a la racionalidad implacable que
emitía señales del tipo: basta, se acabó, no lo vas a volver nunca más jugando
en serio para darle alegría tanta gente. Listo, ese que pega solo la vuelta
olímpica, rodeado de admiración y nostalgia, es un ex jugador. Un ex jugador.
Un ex jugador. ¿Podrá habitar en ese cuerpito esa nueva condición sin que el
organismo la termine rechazando? ¿Será cierto esto que estamos viendo?
Preguntas y lagrimones. Y la memoria que se pone mezquina:
¿Dónde estará Erbín? Porque, en definitiva –insistimos más mezquinos todavía-
si vivíamos ese 19 de diciembre antes habíamos sufrido un 5 de mayo. Y ahí nos
instalamos, al llegar a esa fecha. Cuando el Bocha fue a buscar una pelota un
domingo de frío.
Después de 20 años no parece justo seguir pensando en Pablo
Erbín como un verdugo, enviado por las fuerzas oscuras del antifútbol (el
partido era contra Estudiantes y terminó 1 a 1) para cumplir con una tarea
demorada, quizás, 19 años. Ni siquiera la víctima en caliente (lo que supone un
mérito mayor) tuvo el reproche en su boca. Nada de eso. Ese domingo 5 de mayo,
con 638 partidos oficiales en primera y casi dos décadas con la camiseta de un
solo club , Ricardo Enrique Bochini tuvo en esa distensión de rodilla derecha
algo así como la fractura de caderas, que para la gente grande –grande en la
vida- es el pasaje de un viaje sin retorno.
Un hincha de Independiente podría recordar que un 5 de mayo,
no ese 5 de mayo, pero sí un 5 de mayo, pero de 1929, nació Jorge Alberto
Maldonado, el Chiva, el capitán del bicampeón que se paraba delante de sus
compañeros en la mitad de la cancha y era el primero en levantar los brazos
para hacer aquél saludo de la Mística Roja; que un 5 de mayo, pero de 1957,
Grillo (el de Micelli, Ceconatto, Lacasia, él y Cruz) jugó su último partido en
Independiente antes de irse a Italia (y volver pocos años después, pero para
vestir los colores de Boca); que ese mismo día, 5 de mayo, pero de 1963,
debutaron Mario Rodríguez (Mariulo, el del gol de la primera Copa Libertadores
a Nacional y el de la primera final con Inter, en la doble Visera) y Raúl
Armando Savoy; que ese 5 de mayo, en 1974, un ídolo en ciernes, que se fue
cuando aún no había dado lo mejor, el Chirola Yazalde, le igualaba el récord de
goles en un campeonato al máximo goleador de la historia de Portugal ,
Peyroteo, llegando a los 43, la marca suprema de Arsenio Erico (Chirola
terminaría haciendo 47, una cifra jamás superada).
Pero no, el 5 de mayo es aquél, el de la patada del
“criminal” de Erbín. El del día que por primera vez entró una camilla para
llevarse al Bocha y no devolverlo nunca más a su hábitat natural. Algunos
habrán indagado para saber si aquello fue parte de una maniobra, donde el
doctor Ugalde (rehén de la circunstancia) armó un diagnóstico falso, hizo
abandono de persona o puede llegar a ser pasible de un juicio por mala praxis,
si los 20 años transcurridos no hicieron proscribir aquél episodio.
Nada de eso importa. La excusa estará siempre, con cualquier
fecha, tenga o no tenga el número redondo que tanto justifica, sea o no
agarrada de los pelos. Los futboleros de toda la vida no pierden oportunidad, y
si no está la construyen, de decir que El Bocha, con esa facha tan lejana a un
jugador de fútbol, fue –después de Diego, se aclara- lo más grande que dio el
fútbol argentino en ese puesto, hoy casi anacrónico, durante el tiempo en que
supo hacer magia, crear, inventar, disfrutar para que disfruten todos en cada
cancha que pisó, aunque el color de la camiseta que concitaba pasiones de por
vida fuera cualquiera menos la roja.
Al Bocha se lo iba a ver. Era un crack, palabra en retiro
silencioso. Un distinto, se podría decir ahora, un jugador de buen pie –aunque
esta imagen se queda demasiado corta-, que vivía siendo intratable para sus
rivales. Los 97 goles no parecen decir mucho, y las asistencias (pases gol en
lenguaje setentista) no se contabilizaban, así como tampoco la posesión de la
pelota. Después vino la etapa superior del Bochinismo, el maradonismo, y encima
ahora, Messi, una amenaza imprevista.
Pero respecto de esa descendencia (en la que los hijos
superaron al padre, un padre que muchos, muchísimos, apenas saben cómo jugaba)
para todos los que hoy recuerdan que hace 20 años fue el último partido del
Bocha, en serio y por los puntos, quedan dos consuelos en los que ciertos
avatares de la pelota actúan de determinada manera, visto esto con los ojos de
alguien que votó porque el estadio se llame Ricardo Bochini, que fue a la
inauguración de la calle Bochini, que supo de la poesía sólo a partir del poema
de Héctor Negro a Bochini, que bajó todos sus goles de youtube, que estuvo
siempre que hubo que devolverle un Bo-Bo-Bo-Chini desde la tribuna a cada genialidad
suya, que tiene en la cabeza las 4 Libertadores que ganó, las 2
intercontinentales, los 2 Nacionales, el Metropolitano, el de Primer División,
las 3 Interamericanas, que se encarga de pararse de manos cuando hablan de la
Selección y recuerda que en el Mundial del 86 estaba, que insiste que la vieja
cancha de Talleres de Córdoba -en el Barrio Jardín- debe ser declarada
patrimonio de la humanidad, que estuvo el día que jugaron juntos el Diego y el
Bocha con la camiseta de Argentinos (la noche de Vélez en la que el Bocha lució
un extraño 8 en su dorsal). Y la cortamos acá porque todo arrancó con los dos
consuelos: Maradona siempre dijo que su ídolo de pibe era el Bocha y el
Barcelona de Messi tiene en Iniesta la versión 2.0 del ídolo, un cerebro,
digno, el más digno y convencido ejecutor, del pase bochinesco, una cualidad
con el sello del Bocha que logró perdurar en el tiempo.
Aquél 5 de mayo de hace hoy 20 años un notable jugador dio
su última función. Juan Pablo Erbín no tuvo la culpa de nada. Simplemente ese
cuerpo esmirriado, poco deportivo, coronado entonces por una pelada no buscada,
estaba necesitado de abandonar el escenario de origen de la especie que él
representó como muy pocos.
Todo eso le agradecieron esos miles hace 20 años, ese 19 de
diciembre de despedida tardía, que estaba preparando el camino para la llegada
de un verano que se empezaría a hacer cargo de una certeza: no habría más
Bochini. Y esas cosas tardan en superarse. Aunque hayan pasado 20 años.
Fuente Independiente Crece
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