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martes, 20 de diciembre de 2011

"Domingos a la tarde", un texto de Eduardo Sacheri



A partir de enero, el prestigioso escritor argentino se incorporó a la revista con columnas exclusivas. Autor de varias novelas, entre ellas la que apuntaló al Oscar "El secreto de sus ojos".

Nota publicada en la edición noviembre 2011 de la Revista El Gráfico



A veces los domingos a la tarde eran una pesadilla. No siempre. Pero cada tanto, sobre todo en invierno, esas tardes cortas y frías, con el sol cayendo en diagonal en las veredas y en los árboles desnudos, eran una tristeza y daban ganas de llorar.

Era como si el fin de semana se desinflara de pronto, como esos globos rojos de papel que se encienden para fin de año y que de repente y por el motivo que sea (porque los encendimos con demasiado kerosene, porque demoramos en soltarlos, porque se enredaron en el cable de la luz o porque los sorprendió una ráfaga de viento) se balancean, se incendian y se vienen abajo. Los domingos a la tarde era como si esa euforia, ese gusto por vivir que arrancaba los viernes después de la escuela, nos abandonara de repente.

Al terminar el almuerzo, en la sobremesa de párpados pesados, surgían como espectros los primeros síntomas del lunes. Un padre o una madre que nos preguntaba si teníamos “armada la valija” (en esos tiempos, a la escuela uno iba con una valija de cuero con herrajes de metal, y las mochilas se usaban solo para acampar), y era como un sopapo de realidad y de obligaciones que nos restallaba en el rostro. La gente grande enfilaba con paso errático hacia su pieza para dormir la siesta, y a nosotros no nos cabía en la cabeza que fuesen capaces de malgastar así su tiempo, ese tiempo de arena fina y seca que empezaba a escurrirse hacia la noche sin que supiésemos cómo detenerlo.

Muchos domingos nos salvaban los pibes. Los otros pibes del barrio. Los que venían a buscarnos con la pelota bajo el brazo, dispuestos a mantener a raya a los fantasmas, por lo menos hasta la hora del crepúsculo. Entonces uno salía a la vereda y el sol no era tan inútil, ni el lunes tan amenazante.
Pero en aquellos tiempos existía un peligro inminente que pesaba sobre esas diversiones postreras del fin de semana: las visitas a los parientes. No sé si en esa época las familias eran más grandes, o lo que eran grandes eran las obligaciones para con las tías y los padrinos, pero muchas veces los domingos a la tarde lo que pasaba era que dos, tres, cinco, o casi todos los pibes de la barra, se iban “de visita”.

En esas tardes particularmente funestas uno podía tocar cinco o seis timbres y encontrarse con idéntico resultado: la puerta apenas abierta, el rostro macilento de nuestro amigo imposibilitado de salir a jugar, muchas veces ya bañado y vestido para salir, y la frase fatal de “Nos vamos de visita”. ¿Qué podía hacerse entonces? Nada. Mascullar un “Ah, qué lástima, nos vemos”, picar la pelota un par de veces y seguir de largo. Y si ese fracaso se repetía en cuatro, en cinco casas, la tarde del domingo estaba definitivamente perdida.

Los que se quedaban se sentaban, desganados, en el cordón de la vereda. Y los que se iban, bien vestidos y mal que mal bañados, irían saliendo a la vereda para partir con sus familias en pleno. A los que tenían auto los veíamos pasar, borrosos, detrás de la ventanilla trasera del Falcon o del Renault 12. Los que no, pasarían caminando en grupo hacia la estación, o la parada del colectivo.

Los que partían tampoco estaban contentos. En el rápido cruce de miradas entre los que se iban y los que no, uno se daba cuenta de que los que partían hubieran preferido quedarse, aunque fuese aburriéndose al lado de los otros, en el cordón, antes de gastar las últimas hilachas del fin de semana apretujados en el asiento de atrás de un auto, aturdidos por los gritos de los hermanos menores y atorados en un embotellamiento en la General Paz o el Camino de Cintura. O con la nariz pegada a la ventanilla de la Costera Criolla en un viaje interminable a lo de la tía Beba residente en Los Polvorines o en Ezpeleta.

Pero igual se iban, porque en esos tiempos a ninguno se le hubiera ocurrido plantarse frente a los padres para decir “A lo del abuelo Chicho no voy ni amordazado”, o “Estoy harto de que la casa de la madrina quede en Villa Lugano y de que ella me pellizque las mejillas al saludarme”. Eramos demasiado dóciles y bien educados para esos desplantes.

Y los que quedaban en el barrio resultaban demasiado escasos para un fútbol callejero, una escondida o un quemado, y se gastaban la tarde en juegos inapetentes, que se extinguían antes de terminar de tomar forma.

Eramos demasiado chicos para que nos interesaran las transmisiones de fútbol. Veíamos a los grandes atarearse, después de la siesta, revisando boletas de Prode, anotando goles y soñando vanamente con amanecer, el lunes, millonarios. Hace tanto tiempo de lo que estoy contando que todos los partidos se jugaban a la misma hora, la fecha completa, porque era más justo, porque ese era el privilegio de los clubes de Primera división, y porque a nadie se le había ocurrido todavía negociar con derechos televisivos. Pero los partidos por radio, para nosotros no pasaban de ser un rumor que servía de música de fondo para nuestros juegos o, como en domingos como esos, para nuestro aburrimiento y nuestro desgano.

Algunas de las peores diabluras que recuerdo haber perpetrado en mi niñez fueron hijas de esas tardes de domingo sin amigos y sin nada que hacer. Será por eso que creo que la maldad, en ocasiones, es hija del aburrimiento.

Y creo también que nunca pude sacarme de encima, por completo, el estigma de esas tardes de domingo alicaídas y tristes. Ya no se usa, como antes, visitar parientes viejos que vivan en la otra punta del mapa y nos esperen con facturas o budines, listos para pellizcarnos las mejillas.
Una opción para sacudirme esa hojarasca de tristeza es ir a la cancha. A la que toque. A la que sea. No digo la de Independiente, porque desde que la fecha de fútbol se juega toda dividida es muy difícil que a tu club seguro le toque jugar el domingo a la tarde. Salvo que seas de Boca o de River, que tienen sus horarios estipulados y con garantía, claro.

Por eso, si a mi equipo no le toca el raro privilegio de jugar el domingo a la tarde, ya durante la mañana me preocupo por buscar en el diario, con cierta desesperación, un partido para ir a ver a la tarde. Por suerte mi hijo varón me ha salido futbolero, de modo que si le digo de ir a La Plata, Tigre, La Paternal o Sarandí a ver el partido que sea me dirá que sí y allí nos iremos.

En el camino tendremos, de fondo, la previa por la radio. Una previa escuálida, raquítica, demacrada, escalonada en los poquitos partidos que tocarán esa tarde. E iremos hablando de fútbol. O digamos más bien, discutiendo, porque mi hijo está en plena adolescencia y eso lo conduce a estar cada vez más convencido de que lo que su padre piensa –en materia de fútbol, o de política, o de filosofía, o de origami, o de mujeres, o de normas de convivencia, o de técnicas constructivas, o de recetas para preparar un té- es una redomada estupidez y está seguramente equivocado.

Y yo, mientras manejo, y disfruto de esas acaloradas discusiones, me pregunto qué domingos a la tarde serán mejores, si estos o aquellos, si los suyos o los míos. Lástima que, como en tantas otras cosas, no tengo la respuesta.

Publicada el 16/12/2011
De: http://www.elgrafico.com.ar/2011/12/16/C-3974-domingos-a-la-tarde-un-texto-de-eduardo-sacheri.php

Fuente Revista El Gráfico

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