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jueves, 26 de marzo de 2020

Crónica de El Gráfico: 1984. Un equipo de salame y queso



Cherquis Bialo compartió con Independiente el regreso de Tokio, el Rojo obtuvo la Copa Intercontinetal al vencer al Liverpool y el Gráfico no se perdió detalle de la intimidad de un plantel glorioso.


Texto que pueden encontrar en El Gráfico.

- ¿Empiezo por el principio o empiezo por el final? El principio son los seis días de convivencia, más el viaje de 32 horas desde Buenos Aires a Tokio. El final es el rito sublime de una vuelta olímpica consagratoria plena de felicidad, con algo de emoción y mucho de suspiro. No importa, ya veremos. Pero mientras lo ordeno, vale una definición: Independiente no es un grupo, ni una familia, ni un conjunto, es, antes que nada, un código, una secta. Se perciben por olfato, se entienden por señas, se intuyen por ademanes. Es una vidriera: todo está a la vista. Los que dirigen y los que juegan. Y todo resultó tan simple, tan doméstico, tan concreto que hasta puede sembrar ciertas dudas. Mire esto: íbamos en el vuelo 830 de Varig entre Los Angeles y Tokio. Ya llevábamos como 24 horas desde la partida aquel domingo 2 de diciembre a las 6 de la tarde. Los jugadores y los dirigentes pasaban inadvertidos entre los 200 pasajeros del DC 10. Todos conservaban sus lugares en el avión y muy pocos habían tenido alguna fila intermedia de cinco asientos desocupados para poder estirarse. Con excepción de Marangoni y Percudani, el plantel debió recoger las piernas y aguantar el asiento. Nadie se quejó, muy pocos se quitaron la corbata del uniforme recién estrenado y todos se manejaron con gran cordialidad. Monzón se animó a armar su voluminoso mate de plata y a su alrededor se formó el primer grupo. De pronto, Horacio Cirrincione, uno de los dos ayudantes de campo de Pastoriza, abrió un bolso de mano y sacó dos verdaderos e inigualables manjares: un salamín y un quesito de Tandil. Pidió un cuchillo a la amable azafata y bajando su mesita comenzó a cortar salame y queso. Le trajeron pan, vino y cerveza, y en menos de diez minutos jugadores dirigentes, periodistas y tripulantes estaban alrededor de Cirrincione desafiando el incomparable menú de cocina francesa que Varig le ofrecía a sus pasajeros. Al salmón, al filete mignon, con salsa de hongos, a los vegetales hervidos al cognac y a la crema de espárragos. Todo el mundo metido en la picada. Es más, Linda Oliveira, una de las azafatas, nos dijo que habían cumplido con el sueño de la vida de cualquier tripulante: que alguna vez fueran servidos por pasajeros.

 

Antes de llegar a Tokio, tras un día y medio de viaje, los jugadores lucían como si recién hubieran salido: todo el mundo afeitado, con corbata y con la mejor predisposición para atender a la prensa japonesa que los aguardaba en el aeropuerto de Narita. Burruchaga, el único jugador requerido por la televisión —acaso por su condición de capitán de la Selección Nacional— sostuvo en forma permanente su actitud serena y hasta sonriente. Cuando llegó el momento de sacar los bultos de la aduana, tras el control, vi a Pastoriza empujando el carro con los voluminosos sacos de la utilería. Luego, ya en el ómnibus, nos esperaban no menos de 90 minutos de lenta marcha a través de congestionadas autopistas. Dos periodistas japoneses de medios escritos se subieron al ómnibus y a través de una traductora requirieron a Burruchaga, Clausen, Giusti y Enrique todas las respuestas posibles. Nadie se quejó del viaje, de los reportajes, de la lentitud, del cansancio, ni de nada. Al llegar al hotel Takanawa Prince, más periodistas, más fotógrafos y un desencuentro en la organización de la cena para los jugadores. Eran las nueve de la noche del martes, habíamos salido a las seis de la tarde del domingo. Descontando las doce horas de diferencia llevábamos 39 horas sin un reposo elemental. Los muchachos comieron en las butacas de una barra de la cafetería y sólo aquello que había sobrado: sandwiches, papas fritas y helados. No escuché a nadie quejarse…

Hoy, tras la pitada final de Arppi, sentí una profunda emoción y quise decírselo sumando mi abrazo. Un abrazo más. Bajé los cincuenta a sesenta escalones pidiendo permiso a quienes por los mismos pasillos subían buscando las salidas. No sé, en menos de un minuto estuve frente a ellos. Los vi de carne y hueso: gritando, llorando, vibrando. La mayoría, tal vez, extasiados ante la copa que orgullosamente levantaba Trossero. No tomé nota porque creí que podría registrar todo con la memoria. Fue un error: me acuerdo de pocas cosas porque junto con la distensión me llega el cansancio. Veo a Pedro Iso, desencajado, con los ojos brillantes y los labios temblorosos. Como si desde el fondo de su alma llegara el suspiro de un último acto presidencial consagratorio. Veo a Marangoni explotar en el dibujo de sus venas faciales con un grito sagrado: ¡campeones! Veo a Bochini pálido, sereno, austero, integrado a todo pero sin reaccionar.
  

Le digo lo primero que se me ocurre, lo que le hubiera dicho cualquier hincha rojo: `Grande Bocha, grande’. Me mató, me contestó algo así como «Bien, sí, pero pudimos andar mejor». Veo a Burruchaga abrazado a su fiel e inseparable amigo Clausen sin separar las mejillas por algunos minutos. Veo a Enrique con la misma sonrisa agrandada, la actitud suficiente de sus veinte años y siguiendo una broma que empezamos el primer día. Le digo: Sos un jugador de entrecasa; cómo arrugaste, cómo te achicaste». ¿Qué me podía contestar?

«No le dije que si jugaba yo, estos no podían perder…» Y por fin, por fin, lo veo sonreír a Trossero. Habíamos empezado mal en el viaje de ida, durante una tertulia que duró varias horas, polemizamos. Lo de siempre: ¿por qué discute tanto con los árbitros? ¿Por qué se queja de cualquier fallo? Severo, agudo, firme, me respondió:

«Yo soy así, no me banco las injusticias, y lo digo, y chau. Y, ojo, —me advirtió— no voy a cambiar». No me pareció del todo sincero hasta que al día siguiente, en la primera práctica, Pastoriza me pidió que actuara de árbitro. Es que él, Adorno, Cirrincione y Kenny se integraban al picado y hacía falta alguien que pitara. Acepté.

El primer foul que le cobré en contra, creo que me insultó y me hice el burro. A los pocos minutos le marqué un out-ball en contra y tiró la pelota lejos y despectivamente. Comprobé, entonces, que aquel hombre no mentía: le daba lo mismo la final de la Copa del Mundo dirigida por Arppi que un picado informal arbitrado por un voluntario e ineficiente referí.

Ese hombre, que junto con Marangoni y Goyén fueron los únicos en hablar, evaluar y preocuparse por el Liverpool, era tal como se definía. Allí, en el podio, su actitud rigurosa se tornaba tierna, vital, transparente. Y también vi a Adorno, un apasionado, una ametralladora hablando, definiendo, trabajando. Un loco del fútbol que no para de pensar y hacer. Vital para el Pato Pastoriza, querido por todo el grupo, de gran ascendiente sobre muchos jugadores y, fundamentalmente, sobre el Bocha. Ahí estaba él, junto a Cirrincione, el otro ayudante, la otra mano de Pastoriza. Lindo tipo este Cirrincione. Un día se acercó el representante de Puma —Takahasi Hiroyuki — y les ofreció mil dólares a cada jugador por usar los zapatos de esa marca. El Pato le preguntó a Cirrincione qué le parecía la oferta de Puma y su respuesta fue la siguiente:

«Yo por una luca dólar me cargo a un Puma vivo en los hombros y doy la vuelta a la cancha».
  

Adorno y Cirrincione, inseparables, vivían con honda emoción todo cuanto ocurría bajo el ruido estremecedor de cornetas y bocinas con que el público japonés prolongaba el espectáculo. Y también veo al Profe Kenny, un hombre increíble con esa virtud de imponer orden y disciplina sin gritos, ni estridencias. Una verdadera columna de apoyo. Un ser cálido, amigo y fundamental en el funcionamiento de esta «secta».

El, desesperado porque se había olvidado de comprar chiclets en el hotel siendo su cábala entregarle uno a cada jugador antes de salir al campo, estaba sereno, vitalmente feliz, como si el triunfo formara parte de la programación, pero acaso ver a Trossero y Marangoni con una copa cada uno, ver y sentir un estadio vibrante, comprobar la vuelta olímpica, la tan ansiada vuelta olímpica, podría ser demasiada cosa para disfrutarla en un solo momento. Además, estos muchachos de Independiente tienen la virtud de no transmitir angustias. En los siete días que compartimos no escuché una sola vez hablar a Pastoriza, a sus ayudantes Adorno y Cirrincione, al profesor Kenny, ni al presidente Iso o los dirigentes que lo acompañaron (José Frizza, Armando Di Gilio y Héctor Terrone) sobre el Liverpool.

Debo confesar, en cambio, que Goyén había estudiado a los probables shoteadores de penales y a los cabeceadores, que Marangoni indagó entre los periodistas ingleses sobre últimas novedades del Liverpool y que Trossero, cada vez que podía, provocaba el diálogo con algunos de sus compañeros, sobre aquello que habían visto en Buenos Aires a través de los videocassettes. Por eso, en medio de aquel desenfreno, no me extrañó que Goyén con su sonrisa ancha e ilimitada, me bromeara con un

«¡Qué mal que anduve en los centros, ¿vio?!».


PASTORIZA, A SU MANERA

Cuando entraron al vestuario, apoyaron las dos copas en la camilla donde una hora y media antes Nilo Bonell y Saturnino Las Heras habían masajeado con aceite de almendras y una leve dosis de Fonalón las piernas de los 16 jugadores que ingresaron a la cancha. Cada campeón, espontáneamente, sintió la necesidad de besarlas. Después, cuando Ricardito Alfieri les pidió que se pusieran todos juntos, para una foto, empezaron a cantar. Primero despacio, después con mayor énfasis. El «Dale campeón» fue atravesando paredes como si aquel canto litúrgico quisiera llegar, de una vez, hasta la lejana Avellaneda. Hinchas que viajaron especialmente —unos veinte—, dirigentes, periodistas, todos estábamos allí. Y en un rincón, feliz pero silencioso, José Omar Pastoriza. Todo cuanto había observado de él en el momento de la ceremonia fue un beso a su esposa, Liliana, quien junto a la esposa del doctor Fernández Schnoor viajaron a ver el partido como parte de un yo que incluía otras ciudades. Allí, en un rincón, estaba él. Con la misma serenidad con que el día anterior, junto con los técnicos del Liverpool y autoridades de la Confederación Sudamericana y de la UEFA, participó en la reunión donde se definirían varios temas reglamentarios. Al Pato, lo que más le importaba era imponer la pelota Tango de Adidas y no la que proponían los ingleses. Dijo a todo que sí, aceptó que el arquero suplente inglés no llevara número en su camiseta porque al 13 los ingleses no lo quieren por mufa, se mostró gentil y amable, resolvió hablando en francés un punto reglamentario respecto del cambio de arquero en los penales para el fatídico caso en que el titular se lesione y ya se hayan hecho los dos relevos de campo y cuando se llegó al punto que a él le interesaba, lo miró a Teófilo Salinas, al árbitro Arppi y como quien no quiere la cosa, susurró: «Ah, jugamos con la Tango de Adidas, ¿no?» Un sí rotundo de Salinas y del juez y asunto concluido.

 

ADMIRADOS Y RESPETADOS

Por eso al ver que el doctor Fernández Schnoor se ha metido en la cocina apenas entró al hotel el primer día para arreglar y programar los menús de todos los días en que Independiente estaría en Tokio; al ver que el profesor Kenny maneja los horarios y los dice el día anterior a cada sesión; al ver que Adorno y Cirrincione se distribuyen las tareas dadas por él; al ver que nadie llega tarde, nadie se duerme, a nadie se espera, nadie grita, nadie se siente estrella, vuelve sobre el tapete el tema sobre quién trabaja y quién no trabaja. O mejor dicho qué es trabajar y qué es no trabajar en fútbol. Independiente, de quien no nos contagiamos para nada sobre el partido contra el Liverpool y su importancia, nos demostró que todo estaba previsto o nada se había dejado de hacer.

Cuando nos fuimos del estadio, cientos de manos se levantaron para saludar a los campeones. Tras un alambrado, chicos y adolescentes japoneses simbolizaban con su sonrisa, admiración y respeto. La respuesta fue llegar hasta ellos, firmar autógrafos, sacarse fotos y regalar banderines y escuditos. Luego, al llegar al Takanawa Prince Hotel, un murmullo admirativo se prolongó en aplausos. Uno a uno, los jugadores se prestaron a todo. Desde el héroe Percudani, ganador del auto Toyota por ser considerado el mejor jugador del campo, hasta el suplente menos ilustre. El paso de Independiente por Japón había dejado algo más que un testimonio o una cita estadística, una representatividad digna, auténticamente deportiva, absolutamente cabal. Así como queremos, así como soñamos.

El equipo del salame y queso. Y qué lástima que se acabó…



Fuente Infierno Rojo

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