Carta de un desesperado.
Hola, Independiente. ¡Cómo te amo y cómo te extraño! Perdón
que arranque estas líneas con tanta vehemencia, pero me gana la desesperación
por volver a verte. Sí, ya sé que es tiempo de guardarse y comprendí que es lo
mejor para todos en este momento, pero dejame decirte que por primera vez
entendí por qué los sabios rezan la frase: “Uno nunca sabe lo que tiene hasta
que lo pierde”.
Cierro los ojos e imagino esa larga caminata por la Avenida
Mitre, doblar en Alsina y enfilarme con todos esos desconocidos hermanos y
hermanas vestidos de rojo. Caminar entre los hinchas y que la emoción se vaya
apoderando de mi cuerpo a medida que mis pasos me acercan al templo. Algunos
tipos con cara de enojados, otras chicas con mueca esperanzadora, de lejos un
grupito saltando y gritando en frente de una cámara. Extraño las ofertas de
Paty-Coca, el olor de las parrillas, las camisetas truchas presentadas encima
de una sábana crema en el asfalto.
Extraño hasta al que vende cadenitas con el escudo y a los
canas que me hacen el cacheo tres veces antes de ingresar por calle Bochini.
¡Ni te digo cómo extraño al pelado que me pide el DNI para ver si tengo
antecedentes penales y los nervios de saber si tengo algún bardo olvidado y me
terminan llevando preso por pasar algún semáforo en rojo!
Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Las ganas que
tengo de encontrarme con los mismos impresentables de siempre, que adoro y de
algunos ni siquiera sé el nombre, Debatir de lo mal que anda tal jugador, de la
fe por aquel pibe que surgió de las inferiores, discutir sobre el rol de los
dirigentes, soñar con volver a ser lo que algún día fuimos. De a poquito
enfilar hacia la tribuna, mientras el pibe menor de uno de los muchachos se
compra un pancho. ¿Cómo van a vender PANCHO en la cancha? Un sacrilegio de
estos tiempos.
Y sí, Independiente, lo que no puedo sacarme de la cabeza es
ese repiqueteo que meto en los escalones para subir a la tribuna. Me siento
Gladiador en el minuto previo a saltar a la arena del Coliseo. Las pisadas
firmes y aceleradas para meterme de lleno en ese mundo, en mi mundo. Con los
oídos explotados por culpa de los bombos, los redoblantes, repiques y las
trompetas (ahora, en el silencio de mi sillón, daría todo por un bocinazo de
esos en la nuca). Escalar el cemento para ponerme en mi lugar de siempre,
saludar con cariño a la banda y relojear para ver si ya llegó el pesado que no
para de putear los 90’. Qué te digo, cómo extraño sus insultos… me lo traería a
casa durante la cuarentena para que me grite cuando lavo mal los platos o saco
la bolsa de basura sin tirarle lavandina diluida para cuidar a los
recolectores.
El color rojo furioso fundido con el verde brillante del
campo de juego. Fichar la tribuna visitante, sin visitantes. Los trapos y el
alambrado. ¡Bajá la bandera que acá no vemos! Los silbidos y el aliento. Las
luces, los hinchas que llegan de todas partes del país, darse cuenta
rápidamente quién viene por primera vez y quien ya está un poco harto de
esperar las buenas. Y la efervescencia paranormal que produce la salida de los
jugadores al campo de juego. Cómo los corazones van latiendo cada vez más
fuerte, al ritmo de la murga, cuando esos once muchachos vestidos de color
sangre caminan lentamente hacia el círculo central para levantar los brazos y
que el Libertadores de América ruja.
Rojo, lo pienso y lloro. Así de sensible me tiene esto.
Lloro porque te extraño. Y estoy seguro de que cuando todo esto acabe y pueda
reencontrarme con vos, voy a ser como ese nenito al que lo llevan por primera
vez a la cancha. Correteando, con un nudo en la panza y en la garganta, con los
ojos redondos como dos huevos, con una sonrisa tan grande como mi amor por vos.
¡Ya va a llegar ese día y te voy a disfrutar como nunca… como siempre!
Fuente Infierno Rojo
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