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lunes, 1 de mayo de 2017

Antonio Sastre, el hombre orquesta


El Cuila Sastre en Independiente. El primer jugador argentino que encarnó el "fútbol total".

Por Matías Rodríguez

Fotos: Archivo El Gráfico.

De delantero, de volante, de defensor y hasta de arquero. El Cuila jugó en todas las posiciones de la cancha y en todas la rompió. Fue ídolo en Independiente y en el San Pablo, y para muchos también el inventor del fútbol moderno en Sudamérica.


“Yo trabajaba en una fábrica de jabón y cuando salía me iba a jugar al fútbol con mis compañeros. En uno de esos partidos me vio un dirigente de Independiente y me dijo que fuera a probarme en un amistoso contra Lanús, que iba a jugar para los suplentes. Mi ilusión era ver a los jugadores de Primera. Quería conocer a Manuel Seoane, que era mi ídolo. Así que fui, jugué y cuando estaba por empezar el otro partido el Negro me preguntó si me animaba a entrar con los titulares, porque Alberto Lalín estaba lesionado. Yo no lo podía creer, cuando me vino a hablar me di vuelta y miré para atrás para ver si le estaba diciendo eso a algún otro. Al final jugué y desde entonces no salí nunca más”. Antonio Sastre, tal cual explicaba, fue futbolista casi por azar. Gracias a un puñado de factores que se conjugaron para abrirle camino y transportarlo, de manera inmediata, de la jabonería en la que trabajaba a la Primera División de un fútbol argentino que estaba en el umbral del profesionalismo.
Nacido en Lomas de Zamora en 1911, empezó a jugar al fútbol en Progresista de Avellaneda y debutó oficialmente en Independiente el 4 de junio de 1931, contra Argentinos Juniors en La Paternal. Su primera posición fue la de volante por derecha, detrás de Facio, Ravaschino, Constante y Seoane, pero más temprano que tarde comenzó un peregrinaje que lo llevó a ocupar cada rincón de la cancha. Sastre jugó de todo y de todo jugó bien.

Con su liderazgo tácito, se encargaba de mover los hilos del equipo, de ponerle ritmo con sus corridas y de agregarle pausa con sus gambetas. También se convertía en villano cuando era designado para marcar a la figura rival. Fue su voluntarioso talento el que no tardó en transformarlo en el ídolo de los hinchas del Rojo, y él les retribuyó el cariño con el bicampeonato de 1938 y 1939. Independiente ganó ambos Campeonatos de Primera División con un récord goleador que aún no fue superado: convirtió 115 goles en 32 partidos el primer año, mientras que en el segundo hizo 103 en 34. Claro que los intérpretes eran inmejorables en aquella delantera formada por Vicente De La Mata, Antonio Sastre, José Vilariño, Arsenio Erico y José Zorrilla.


Durante sus mejores años también era polifuncional fuera de la cancha, porque al mismo tiempo que jugaba en Independiente trabajaba en una panadería de Flores. Incluso, muchas veces para ahorrarse el boleto del tranvía hasta su casa de Avellaneda, se quedaba a dormir en la cocina, y armaba su cama sobre las bolsas de harina y al calor del horno. Sin embargo, tuvo que cortar con la costumbre en 1937, cuando se corrió la voz de que se lo podía encontrar allí y el local se convirtió en un espacio de culto al que se acercaban los fanáticos para verlo, tocarlo y pedirle consejos. En aquel año, Sastrín, como se lo conocía, había sido una de las figuras de la Selección Argentina en el Sudamericano de Buenos Aires, que la albiceleste había ganado tras derrotar a Brasil 2-0 en el último partido jugado en el Viejo Gasómetro. La curiosidad es que el Cuila jugó todo ese torneo de lateral derecho, y contra los brasileños la rompió anulando a la legendaria ala izquierda compuesta por Tim y Patesko.
“No me gustaba que me robaran la pelota, porque la pelota hay que pelearla y si te la sacan es porque perdiste la pelea. Esos que la pierden y se quedan con los brazos cruzados no deberían jugar. Así era en el potrero, que fue para mí lo que el paraíso para otros”, repetía Sastre, como si se tratara de una declaración de innegociables principios.

En 1941 volvió a ganar el título del Sudamericano, en una edición extraordinaria desarrollada en Santiago de Chile. El motivo era la conmemoración del cuarto centenario de la fundación de la ciudad. No se puso un trofeo en disputa, pero en la actualidad se lo considera un logro oficial. Argentina ganó el torneo con cuatro triunfos en cuatro partidos, y Sastre jugó de volante por derecha, asistiendo al Charro José Manuel Moreno y a Juan Andrés Marvezzi, el delantero de Tigre que resultó goleador del certamen.


Un año después cerró su gloriosa estadía en Independiente. El 4 de octubre de 1942, en un empate 2-2 contra Platense, hizo el último de sus 112 goles en el Rojo, y dos semanas más tarde otra igualdad, 1-1 con Boca, marcó su despedida en su partido número 340. Como recuerdo se llevó una montaña de elogios por su capacidad de adaptarse a cualquier función dentro de una cancha de fútbol. Para ese entonces ya había jugado de delantero, de volante, de defensor y hasta de arquero, en dos oportunidades, en reemplazo de Fernando Bello. La primera vez fue contra San Lorenzo, por el Campeonato Argentino, y la segunda frente a Peñarol, en un amistoso. ¿Cómo le fue? Nadie pudo hacerle goles.

Su siguiente aventura lo llevó al San Pablo de Brasil, que se puso en contacto por él por expreso pedido del entrenador Vicente Feola, el mismo que después se consagraría con la selección brasileña en el Mundial de Suecia 1958 y que dirigiría a Boca a comienzos de los sesenta. “Nosotros teníamos un buen equipo, pero necesitábamos un jugador que equilibrase nuestro sistema táctico. Sastre vino e hizo eso. Con él, fuimos campeones tres veces en cuatro años. Les digo a los muchos que no lo vieron jugar que él tuvo la misma importancia que tuvo Zizinho primero y Gerson después, jugadores que vivieron para darle tranquilidad al equipo dentro de la cancha”, recordó tiempo después el técnico paulista.

Sastre llegó a un fútbol brasileño que recién empezaba a abrirse a los futbolistas negros, porque hasta entonces había sido un deporte exclusivo de los inmigrantes europeos. Descentralizados, los torneos eran sólo estaduales y el Campeonato Paulista lo dominaban el Corinthians y el Palmeiras. San Pablo, que no se alzaba con el título desde 1931, soportaba estoicamente las cargadas de todos sus rivales. Una burla popular decía que el Tricolor iba a salir campeón el día que tirase una moneda al aire y cayera parada. Sastre, entonces, se encargó de poner la moneda de canto.


“Cuando llegué a San Pablo –recordaba Sastre– no me pude adaptar rápido. La prensa decía que el equipo había comprado un bondi, que es como ellos le llaman a los tranvías viejos, a los fierros oxidados. Los primeros dos partidos los perdimos y se fue el técnico. Ahí vino Lloreca, y como yo no estaba acostumbrado a entrenar todos los días ni a concentrar antes de jugar, le fui a hablar y me dejó ir directamente los domingos a la cancha, antes del almuerzo. En el primer partido que jugamos con él, contra Portuguesa, ganamos 9-1 y yo metí seis goles”.
Sastrín pronto se destacó como un jugador polivalente y, al igual que había hecho en su momento con el paraguayo Erico en Independiente, se convirtió en un coprotagonista estelar encargado de abastecer a Leónidas, el Diamante Negro, el temible delantero brasileño que fuera goleador de la Copa del Mundo de Francia 1938. El primer año, Sastre llegó a préstamo a cambio de 10 mil pesos argentinos, y finalmente se quedó otras tres temporadas más cuando el San Pablo compró su pase por 30 mil pesos.

Con el Tricolor fue campeón paulista en 1943, 1945 y 1946, y subcampeón en 1944 (el título quedó en manos del Palmeiras). Su fútbol fue la semilla que tiempo después germinó en el suelo de Brasil, para convertirlo en la tierra del jogo bonito. “Los argentinos quieren copiarnos a los brasileños, pero se olvidan de que un argentino vino a Brasil hace veinte años para enseñarnos el fútbol a nosotros. Se llamaba Antonio Sastre”, le contó el técnico Osvaldo Brandao a Juvenal, periodista de El Gráfico, en 1967.



Una de las pocas fotos de Sastre en acción jugando en el ascenso para Gimnasia, con el que ganaría el título de Segunda División en 1947, en un partido contra Defensores de Belgrano.
En 1946 Sastre decidió retirarse y a pesar de las insistencias, en San Pablo no pudieron convencerlo de que continuara. A modo de homenaje, le dedicaron un busto en el ingreso del estadio Morumbi y le organizaron un partido de despedida contra River, que el Tricolor perdió 2-1. El gol lo hizo el Cuila y mientras se cambiaba en el vestuario recibió una visita de lujo. “No sé cuándo vuelve a nuestro país, pero apenas pise Argentina considérese jugador de River. Las cifras del contrato las fija usted”, le dijo Antonio Vespucio Liberti, el presidente millonario. Sastre agradeció la propuesta, pero la rechazó.
Ya de regreso en Argentina, fue a visitar a su amigo Roberto Sbarra y la nostalgia le ganó de mano. Sbarra era el técnico de Gimnasia de La Plata, que luchaba por volver a Primera, y lo invitó a entrenar con el equipo. Sastre aceptó y esa misma tarde abandonó su retiro fugaz para sumarse al Lobo. Jugó una temporada, hizo cuatro goles en 14 partidos y el equipo logró ascender. Ahí sí dejó la actividad a los 36 años.

Una vez retirado, nunca más volvió a relacionarse con el fútbol. Se ganó la vida montando una distribuidora de diarios y también fue dueño de una empresa de seguros. No obstante, la Fundación Konex lo rescató del olvido y en 1980 le otorgó el Diploma al Mérito como uno de los cinco mejores futbolistas de la historia argentina (los otros cuatro fueron Pedernera, Di Stéfano, Maradona y el Charro Moreno). El 23 de noviembre de 1987, a los 76 años, falleció de un derrame cerebral en su casa de Avellaneda.

Para el final queda un trazo de la inigualable pluma de Juvenal, que así despidió a Sastre en la edición 3556 de El Gráfico: “Es una cita obligada, un mojón ineludible, un punto de referencia fundamental para saber que hoy el fútbol argentino es así porque existió alguien llamado Antonio Sastre. Para comprender que Independiente es como es porque alguien llamado Antonio Sastre le dio su estilo, su vocación y su filosofía futbolera. (…) Sin gritos, sin gestos, sin dar nunca la sensación de que mandaba y ordenaba a todos sus compañeros. En el medio de esos dos extremos ´inventó´ el fútbol moderno. El polifuncional. El hombre de toda la cancha y todas las funciones. El antepasado ilustre de Alfredo Di Stéfano y Johan Cruyff. El creador del fútbol total en Argentina. (…) Vale repetirlo porque siempre se dice que el nuestro es un fútbol con historia. Somos como somos, Independiente es como es, porque allá por los años treinta existió alguien llamado Antonio Sastre”.


Nota publicada en la edición de abril de 2015 de El Gráfico


Fuente El Gráfico

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