Otro delicioso relato inédito del genial escritor argentino,
a propósito de un cuento legendario de Osvaldo Soriano.
Por Eduardo Sacheri
Uno de los mejores cuentos de fútbol jamás escritos es de
Osvaldo Soriano y se llama “El penal más largo del mundo”. Seguro que muchos de
ustedes lo conocen. Debe haber salido publicado muchas veces. Yo lo tengo en
una edición de 1994 de Cuentos de los años felices, en un volumen que está
envejeciendo bien: la encuadernación está impecable, las hojas se están
poniendo amarillas desde los bordes hacia el centro y el perfume del libro está
empezando a crecer, de a poco, a medida que yo también envejezco.
Pero me estoy yendo por las ramas, porque lo que quiero es
hablar del cuento y no del libro. En realidad, seguro que muchos de ustedes
conocen esa historia. Uno de esos relatos de fútbol patagónico que Soriano
escribía tan bien que uno nunca sabe si son inventos o son recuerdos, y uno
quiere que sean recuerdos porque sospecha que el mundo sería un lugar más
humano si lo que Soriano cuenta hubiese sucedido, alguna vez, en algún sitio.
Otra vez me estoy yendo del asunto. Me pasa siempre que
hablo de gente a la que admiro, y a Soriano lo admiro y mucho. Pero volvamos.
Decía que el cuento es de esos cuentos de Soriano en los que sopla el viento, y
los jugadores intentan dominar el balón en canchas chúcaras y pedregosas y los
horizontes son interminables aunque de vez en cuando los corte una línea de
álamos.
El club es el Estrella Polar y juega horrible. Están
acostumbrados a perder, a pasar desapercibidos. Es normal. Muchas veces en la
vida toca eso. Pero en 1958 la suerte o el destino les regala una racha
ganadora de esas que no suceden casi nunca. También es normal. Algunas veces,
muy pocas, en la vida toca eso. Y el asunto es que llegan a la última fecha con
chances de salir campeones siempre y cuando ganen de visitantes contra
Deportivo Belgrano. Y contra todos los pronósticos y desafiando las más
inverosímiles probabilidades, consiguen, a los 42 minutos del segundo tiempo,
ponerse arriba 2 a 1 y acariciar el título. En ese momento, el árbitro Herminio
Silva ve peligrar su futuro y cobra un penal inventado a favor de Belgrano,
para poner las cosas en orden. Pero estalla un tumulto de piñas y montoneras
que obliga a suspender el cotejo hasta el domingo siguiente. Siete días de
espera. Siete días para jugar, sin público, los veinte segundos que faltan de
partido. Veinte segundos para patear el penal que está cobrado. Y ahí es donde
entra nuestro héroe. Me corrijo: mí héroe. Que nadie está obligado a compartirlo
si no quiere.
Mi héroe es el Gato Díaz. Un arquero gastado que fecha tras
fecha se aproxima a los cuarenta años y al retiro. Un morocho feo, de pocas
palabras. Un nadie al que, de repente, la historia parece ubicar en el foco
inminente de la gloria. Si el penal se transforma en gol, el Gato seguirá
siendo nadie. Pero si lo ataja, lo espera el bronce. Así de simple, de cruel y
de directo.
Avanza la semana y crece la ansiedad de todo el mundo. Todos
especulan con la hazaña, pero la hazaña no depende de ellos, sino de ese
arquero que acepta que todos los hombres del pueblo le pateen un penal para
entrenarlo o que juega a los naipes en la sede del club mientras intenta
escudriñar las intenciones del delantero que, a la misma hora y en otro pueblo,
padece su propio desvelo.
Y acá viene lo que quiero contar, y lo que convierte al Gato
Díaz en mi héroe. Supongo que se hacen una idea. El pueblo entero ha detenido
el tiempo y no puede hablar de otra cosa. El Gato no puede salir de su casa sin
que una corte de curiosos lo siga, unos pasos atrás, dudando si dejarlo solo o
abrumarlo con consejos y bendiciones. Las viejas rezan por él y los tipos le
envidian la suerte.
En esa atmosfera irrespirable por la admiración y la
ansiedad, el empleado de la bicicletería le pone palabras a lo que todos
sienten, cuando le ruega que lo ataje. En su primera frase, el Gato ya muestra
que es distinto. Que su cabeza no va al mismo corral que el resto del rebaño.
Porque sin aspavientos le pregunta al bicicletero: “¿Qué me cambia eso?”. El
otro no tiene problema en aclarárselo. Pobre Gato, está nervioso, seguro. Está
nervioso y hay que explicarle hasta las verdades evidentes. Y entonces le
aclara que si lo ataja, “nos consagramos todos”.
¿Y saben lo que le contesta el Gato Díaz? No se olviden de
que está presente medio pueblo. Medio pueblo pendiente de lo que diga su héroe
perentorio. Medio pueblo que contiene la respiración porque necesita que ese
arquero los tranquilice y les demuestre que está listo para colocarlos a todos
en el cielo impoluto de la inmortalidad futbolera.
Pues bien. El Gato Díaz hace una mueca breve y le contesta:
“Yo me voy a consagrar cuando la rubia Ferreira me quiera querer”.
Eso es todo. Será que es 1958. O que el Gato se lo dice al
empleado de una bicicletería en un pueblo ignoto, barrido por el viento, en
lugar de declarar sandeces frente a cincuenta micrófonos. Pero el Gato Díaz
sabe lo que quiere de la vida. Lo que más quiere. Seguro que quiere salir
campeón. Pero mucho más que salir campeón, quiere que la rubia lo quiera.
La declaración del Gato no está para ser titular de ningún
suplemento deportivo. Porque el Gato no acepta la extorsión fácil de que el
fútbol es todo; ni los campeonatos, el paraíso; ni las vueltas olímpicas, la
salvación eterna; ni eso de que hay que ganar o ganar.
A contramano de una época en la que nos machacan con esas
frases de sobrecito de azúcar, el Gato tiene la presencia de ánimo de pensar
distinto y de decirlo. Nada de la gloria o Devoto. Nada de dejar la vida en la
cancha. Nada de ganar a cualquier precio.
Seguro que el Gato quiere salir campeón. Seguro que el Gato
quiere sentir, el domingo siguiente, en los dedos, el golpe abrupto de esos
gajos resecos de ese balón postergado. Pero lo que me gusta del Gato es que no
se engaña. No se confunde. Sabe que lo más importante del mundo es el mundo. No
el fútbol.
Cualquiera que lea estas líneas podrá detenerse aquí,
levantar la vista e increparme: ¿De qué te las das, Sacheri, si sos un loco del
fútbol? ¿No te sentiste en la gloria cuando saliste campeón? ¿No te pasaste
meses con insomnio cuando te fuiste al descenso?
Y mi respuesta será que sí. Que eso es verdad. Pero eso es
porque yo soy un estúpido, no porque esté bien que lo sea. Porque yo no tengo
la sabiduría del Gato Díaz, que se planta frente a un pueblo entero con la
misma serenidad con la que el domingo siguiente se plantará frente a Constante
Gauna, el delantero de Deportivo Belgrano, para decirles que no, que momentito,
que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
Después el cuento sigue, pero yo no voy a contarles cómo,
porque Soriano lo hace mucho mejor y vale la pena ir a buscarlo. Sepan, nomás,
que el sábado el Gato irá con la rubia al cine y a pasear en bicicleta por la
orilla del río. Que el domingo los equipos de Deportivo Belgrano y Estrella
Polar saldrán a la cancha rodeados de tribunas vacías. Que la gente del pueblo
se subirá a los techos y se gritará de calle a calle las noticias de lo que
vaya sucediendo. Que Constante Gauna iniciará, a las cuatro menos cuarto de la
tarde, la corta carrera necesaria para patear por fin ese penal endemoniado. Y
que el Gato se pasará todo el rato pensando en su destino, pero no en su
destino con minúsculas de “me tiro a la derecha” o “me tiro a la izquierda”,
sino en ese otro destino que lo deslumbra y que recién se resolverá cuando sea
de noche, cuando vaya al baile, cuando, por fin, esté frente a frente con la
rubia Ferreira. Ese destino que sí es capaz de consagrarlo.
Ahí se los dejo al Gato, agazapado, en puntas de pie, con
los ojos semicerrados. Diciéndome desde las páginas de un cuento inolvidable
que en el fútbol, como en la vida, hay algo más importante que las victorias y
las derrotas. Mucho más importante. Con quién te toque compartir eso de ganar y
eso de perder.
Nota publicada en la edición de marzo de 2015 de El Gráfico
Fuente El Gráfico
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