Por Eduardo Verona
Un 2 de agosto de hace 11 años, José Omar Pastoriza se
tomaba un descanso. El hombre de 62 años, que por aquellos días dirigía a
Independiente, es muy probable que haya representado como pocos la figura de un
líder muy influyente dentro y fuera de la cancha.
Su recuerdo como jugador,
técnico y sindicalista, siempre devuelve la imagen de un duro que supo rodearse
de afectos y reconocimiento a su integridad.
La huella del Pato Pastoriza
Las sombras inevitables de las despedidas siempre parecen
idealizar los recuerdos. Aquellos hombres que partieron, la memoria selectiva
muchas veces los construye mejores de lo que en realidad fueron.
Pero no es, precisamente, el caso de José Omar Pastoriza.
El
Pato se fue el lunes 2 de agosto de 2004, hace ya 11 años. Por esos días, era
el entrenador de Independiente. Había regresado al Rojo en enero del mismo año,
después de varias postergaciones, que de mínima siempre parecieron muy
sospechosas. Estaba al caer Pastoriza en Independiente en varias oportunidades
y una mano negra, de la noche a la mañana, lo borraba. Y se quedaba
afuera.
Pero más allá de las sospechas
que nunca se apagaron, ¿quién era en realidad Pastoriza, por encima de su
perfil de estupendo jugador con gran capacidad de liderazgo y de técnico
multicampeón con Independiente? En síntesis, era un tipo común con
características no demasiado comunes.
Sabía de fútbol, quizás porque sabía de la vida. Entendía e interpretaba
los pequeños secretos. Los que no están escritos. Los que no se cuentan a
cualquiera. Los que se disfrutan o se padecen. Conocía a la gente. Del fútbol y
de otros universos ajenos o lejanos a los misterios de la pelota. Iba de
frente, aunque varias veces esa actitud principista que él reivindicaba no fue
recíproca. Y pagó costos que lo afectaron. Sin embargo siempre se la bancó como
un duque sin hacer alarde. Sin buscar culpables. Y sin bajar banderas. No frecuentaba la especulación ni la obsecuencia.
Creía sin ser un ingenuo. Daba sin esperar que le devolvieran esos gestos más o
menos valiosos. El no los recordaba. Ni los ponía sobre la mesa para encarar
cualquier gestión. Claro que no era un tipo light. No era livianito. No era un
panqueque que se daba vuelta según como viniera la mano. No le regalaba
sonrisas a los fuleros de alma. No le caía bien a todos. Y no le caían bien
todos.
Porque tenía registro de la historia, ideales y convicciones. Para
jugar. Y también para vivir.
Después de arrancar en Colón y recalar en Racing,
el Pato encontró a mediados de la década del 60 en Independiente (arribó en el
66 cuando el técnico era Antonio Faldutti), su auténtico lugar en el mundo. Ahí
dejó testimonios de su calidad y de su palabra como compañero y como líder
sindical de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA), hasta que tuvo que partir
al Mónaco en septiembre del 72, después de jugar la Copa Intercontinental
frente al Ajax de Johan Cruyff, empujado por una de las tantas dictaduras
cívico-militares que robaron, mataron y esquilmaron a la Argentina.
"Querían borrarme del fútbol argentino
y me tuve que ir. No me quedaba otra. Me lo dijeron muy clarito después de la
huelga que hicimos en noviembre del 71", explicó muchos años después.
Huelga de futbolistas que él lideró. Por la dimensión y contenido de muchas historias documentadas y
desconocidas, volvió al Rojo como entrenador una y otra vez. Ganó la Copa
Libertadores como jugador en 1972, el Nacional de 1967 y el Metro de 1970 y
1971. Y como técnico conquistó el Nacional de 1977, 1978, el Metro de 1983 y la
Copa Libertadores y la Intercontinental en 1984. Pero su verdadera y
auténtica influencia y legado
trascienden cifras, datos objetivos y resultados, siempre insuficientes para
medir densidades, emociones,
vivencias.
El Pato, a pesar de sus
logros, nunca, ni en privado ni en público, sacó chapa de ganador. Ni se
victimizó por quedar afuera durante varios años de la dinámica sospechosa que
envolvía y envuelve a los técnicos del fútbol argentino.
"El negocio del
fútbol pasa por vender. Y yo no vendo ni me vendo. Hay un sector importante de
la prensa al que le cuesta muchísimo hablar conmigo porque uno conoce cositas
que no les sirve y les molesta", nos dijo el 16 de septiembre de 1997 en
un bar cercano de la Avenida Callao y Santa Fe, cuando el mercado argentino no
lo consideraba ni lo miraba con simpatía.
Sin embargo el hombre que a los 62 años se despidió, no pidió limosnas.
Ni favores de los más poderosos que se jactan del poder más efímero o más
prolongado que ostentan. Pero no olvidó nunca a los traidores que suelen estar
en todas partes compartiendo funciones y espacios con los alcahuetes más
recalcitrantes.
Su recuerdo, en
definitiva, no apela a postales heroicas. Pero sí a un reconocimiento a su
estirpe y a su dignidad.
Fuente Diario Popular
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