El genial escritor argentino con otro cuento inédito,
especialmente dedicado a los hinchas del Rojo.
Nota publicada en la edición de septiembre de 2014 de El
Gráfico
Si esto fuera el argumento de una película, de esas
películas emotivas donde pasan muchas cosas malas pero terminan bien, la
primera escena podría ser esta: el protagonista, vencido, se derrumba en un
rincón del aeropuerto de Ushuaia. Agacha la cabeza y resopla. No sabe llorar en
las desgracias, y ese resoplido es su modo de llorar. Y resopla porque acaba de
comprender que sí, que definitivamente, sin vueltas y sin retorno, su equipo se
va al descenso.
Es ahí. Es en ese momento. Son casi las cinco de la tarde y
en Ushuaia es de noche. A lo lejos, por los ventanales del aeropuerto, se ven
parpadear las luces de la ciudad en el aire helado. Su equipo no está jugando
un partido en ese momento. Y ni siquiera eso del descenso es un hecho
consumado, que vocifera desde los titulares de los diarios. No. Aún no. Pero el
tipo acaba de comprender que el destino está sellado, aunque le falten algunas
filigranas inútiles.
La posibilidad de salvación es demasiado remota. Salvación,
que extraña palabra. Algunos hinchas, como este del aeropuerto de Ushuaia,
están seguros de que todo está perdido. Otros siguen aferrados a una esperanza.
El último bote que los rescate del naufragio. Las personas son así. Un
misterio. Y cada una es un misterio diferente. Con su propia cabeza. Sus
propios miedos. Sus propios tiempos. Sus propias conclusiones. Cada una
aceptará el descenso cuando lo decida. Alguna, cuando las matemáticas sean
inexorables. Otra, cuando se pierda con River y todo quede pendiendo de un
hilo. Otra, con el pitazo final del 15 de junio, y el sol de invierno, y la
tristeza.
Este tipo no. Este tipo prefiere descender hoy mismo, cuando
la aritmética todavía deja alguna esperanza. O no es que lo prefiera. Su
pesimismo, o la puntillosa constatación de que las cosas tienden a terminar
mal, lo inclinan a darse cuenta de que sí, de que ya se fue al descenso.
En las semanas siguientes hará su duelo. Buscará el mejor
modo de acompañar a su hijo, que pertenece al grupo de los optimistas
impertérritos, casi póstumos, que creen hasta cuando ya no queda nada en qué
creer. Sacará pecho en público: se mostrará sereno, ecuánime, hasta digno. Nada
de pasto para las fieras. Nada de regalarles lágrimas a los morbosos que
disfrutarían la exhibición de su dolor. Nada. Hasta algún imbécil interpretará
ese silencio como una defensa del “aguante”. Paciencia. Si las victorias sacan
a flote miserias humanas, imaginemos cuántas sacan las derrotas. Y cuanta mugre
habrá de aflorar en la peor de esas derrotas.
Después, en la película, vienen esas semanas de letargo
hasta que empiece el torneo del ascenso. Este sería un buen momento para que el
argumento empiece a encaminarse. Los héroes han tocado fondo. Están en el
último círculo del infierno. Ahora empieza la recuperación. De a poco, regresa
la alegría. Aunque cueste, aunque duela, de a poco vuelve el buen fútbol.
Pues no. Demasiado fácil. Mejor seguir el sendero más arduo.
Que los pobres tipos que se han ido al descenso sientan que tienen un déjà vu.
Otra vez, como la temporada anterior, un plantel que no se refuerza, sino que
se recauchuta. Otra vez nombres que no generan esperanzas, sino sospechas.
Ahora no se trata de jugadores veteranos, sino de futbolistas desconocidos.
Pero los hinchas no quieren adelantarse. Se han bancado a pie firme todos los
derrumbes. Todas las cargadas. Ya tienen carnet de estoicos, de modo que
aguardan. En una de esas todo mejora de repente.
Y empieza el campeonato. El nuevo campeonato. El menos
querido. El menos esperado. Ese que se quiere apurar como un trago ingrato y
necesario. Pero la película se sigue complicando. Nada de “empieza la
recuperación”. Ni un ápice de “bienvenidos a nuestro renacimiento”. No. No
señor. En todo caso es “bienvenidos a más de lo mismo”, o peor, “bienvenidos a
lo mismo, pero una categoría más abajo”.
Ahora sí la película se puso complicada. Empezó triste, pero
sigue desesperante. Hagamos algo, porque si no cambiamos el guión, el público
va a decepcionarse. Los espectadores pensarán “demasiada tristeza para mí”. Es
el momento de ponerle un giro al argumento. Un giro esperanzado. Un vuelco
positivo.
Llega un director técnico nuevo. Los acomoda distinto. O
ligan un par de manos de naipes menos envenenados. O las dos cosas. Dejan de
perder. Ganan algún partido. Allá, en el fondo, sí, los espectadores de nuestro
filme adivinan una luz: ¡Sí, señor! Lo que se ve es una esperanza.
Pasan los meses. Transcurren los partidos. Cambian los
titulares de los diarios. El nunca bien ponderado “en caída libre” es
reemplazado por conceptos como “por el buen camino”, o “se acentúa la
recuperación”. Los hinchas pueden volver a mirar la tabla de posiciones sin que
les estalle la úlcera gástrica. Mitad de tabla. Cada vez un poco más arriba.
Vamos que se puede. Partido final de la primera rueda, zapatazo desde mitad de
cancha y puestos de ascenso.
Ahora sí respira, aliviada, la concurrencia. Por fin. Yo
sabía que esta película no era de terror, sino una de aventuras. Ahora sí. De
acá en adelante la peli se vuelve una epopeya. Gastados, regresan algunos
laureles. Se instalan las sonrisas. De vez en cuando, la platea estalla en
aplausos, como cuando el muchacho de la peli se saca de encima algún forajido
que lo tenía a mal traer. Tomá, ahí, para que tengas. Aplaudimos. Y sonreímos.
Sobre todo sonreímos. Dejamos atrás las pesadillas, los temores, los
desencantos. Era hora, piensan los espectadores que querían que a nuestros
protagonistas les fuera bien. Que para algo el cine es el cine, qué tanto. Que
si para algo nos sirven las películas es para convencernos de que de vez en
cuando el dolor tiene término y la tristeza tiene premio.
Una lástima todo, porque apenas fue un espejismo. Lo de la
mejora, digo. Lo de la recuperación, me refiero. Porque de repente, o no tan de
repente, todo se vuelve a ir al mismísimo demonio. Y los espectadores descubren
que, como en el tango “Mano a mano”, se trato de “pobres triunfos pasajeros”. Y
que, como en el tango, se dejaron engrupir por “los otarios, las amigas, el
gavión”.
Y de nuevo la nube negra sobre las cabezas de los
muchachitos de la película. Primero la acechanza, después la tormenta, por fin
el derrumbe. Todo se tuerce, todo se desmorona. La desilusión, el desencanto,
regresan desde el rincón adonde habían conseguido confinarlos.
Cuidado: los mortales llevamos demasiados años viendo cine.
Somos suspicaces. Tendemos a adelantarnos a lo que vemos. Muchos de nosotros,
por lo tanto, haremos el siguiente razonamiento: “Claro. El autor de esta
historia ha decidido retacearnos un rato más la alegría. Va a hacerle un rulo
más a la historia. Un poco más de dolor. Un trago más de angustia. Un último cachetazo
de mala suerte”.
Los espectadores conocemos películas así. Para que el envión
emotivo del final sea todavía más efectivo. Volvamos desde un infierno todavía
peor. Regresemos desde un naufragio todavía más mortífero. Así será mayor
nuestra gloria. Así el público saltará de sus butacas, ganado por la euforia,
arrebatado por la emoción, preso del júbilo. Y ahí los muchachitos meten un
empate agónico, y tres triunfos al hilo en partidos que arrancan perdiendo.
Ahora sí. Ahora la fiesta final. ¡Viva el cine. Viva la aventura. Vivan esas
historias que nos conmueven y nos transportan y ….
Y nada. Porque no hay guionista capaz de generar un
anticlímax como este. Una cancha llena, un equipo que con ganar vuelve a
Primera, una tarde como para dejar atrás lo peor de la tristeza. Y sin embargo,
sucede.
Maldita película. Ninguna fiesta. Ningún milagro. Ningún
renacimiento. Un cero a cero contra Patronato que pospone todo por tres días.
Pero el mejor verbo no es posponer. El mejor verbo es sepultar. Porque si todo
se ha torcido tanto, y tantas veces, y tan profundo, nuestros espectadores
estarán sospechando que la película, para estos muchachitos, tiene que terminar
mal. Una cosa es sufrir y padecer, y otra cosa es dejar pasar todos los bondis
que te llevan de regreso a Primera. Como si el destino estuviese decidido a
seguir ensañándose con estos tipos.
Y hablando de tipos, tenemos que regresar al primero. A ese
que dejamos, en la primera escena, derrumbado en un rincón del aeropuerto de
Ushuaia. Ese que resoplaba porque no sabía llorar de tristeza. Ese que acababa
de comprender que su equipo se iba al descenso.
Nos vamos del drama general, ese de miles y miles de hinchas
de Independiente y Huracán que se juegan el ascenso a cara o cruz, al drama
particular de este pobre infeliz, al que le toca estar muy lejos. Muy lejos y
muy alto. Este tipo vive el partido de desempate entre rojos y quemeros en un
lugar que jamás imaginó. En un avión que cruza el Atlántico, a diez mil metros
de altura. Mientras el avión zumba en la noche, el tipo se siente raro. Ahí
arriba no funciona el celular. Su hijo, el optimista, no puede enviarle
mensajes. El tipo mira el reloj. El partido terminó hace una hora, hace dos,
hace seis. Y no sabe cómo tiene que sentirse.
Se subió a ese avión en Alemania a los diez minutos de
iniciado el partido. En Argentina todo el mundo sabe el resultado. En cualquier
lugar del mundo, con acceso a internet, también. El único otario que está en
Babia es él. Lo sabrá cuando el avión aterrice y el piloto permita utilizar los
celulares. Hasta entonces está en el limbo. Desempatando un partido que terminó
hace horas. No quiere pensar en ese momento fatal de encender el teléfono. Pero
piensa, de todos modos. ¿Qué hará? ¿Resoplar de dolor? ¿Gritar de alegría? Capaz
que si grita dentro de un avión lo meten preso. No le importaría. Le importaría
mucho más bajar de esa nave otra vez postergado, otra vez derrotado, otra vez
desilusionado. Reza, promete, intenta dormir. A los sobresaltos, sueña que
asciende, sueña que no asciende, sueña que todavía no se jugó.
Ahora sí, el final de la película. El avión toca tierra.
Apenas gira, al final de la pista, para acercarse a la manga y detenerse, el
tipo no puede más. Enciende el teléfono, oculto en la campera, aunque sabe que
debería esperar todavía unos minutos. Contiene la respiración mientras el
aparato toma su señal.
El teléfono vibra. Un mensaje. Vuelve a vibrar. Los mensajes
son dos. Otra vez. Los mensajes son cinco, diez, cincuenta. El tipo, al que la
vida le enseñó a ser un pesimista hecho y derecho, no puede evitar
esperanzarse. Si tanta gente quiso hablar con él en esas horas, o tiene muchos
más enemigos de los que suponía, o los mensajes son de gente que lo quiere, y
pretende darle buenas noticias.
Sin poder contenerse saca el teléfono del bolsillo. Sesenta
mensajes sin leer. Recorre la lista. Ahí están los de su hijo. Los abre como
puede. Aterido, lee palabras sueltas. Después sí, el mensaje entero: “361
noches soñando con este día. Volvimos”. El tipo no sigue leyendo los otros
mensajes. Habrá tiempo después.
Esa es la última imagen de la película. Otra vez, como en el
aeropuerto de Ushuaia, el tipo hunde la cabeza entre las manos. Ahora no en un
rincón oscuro, sino en el mínimo espacio que separa su asiento de la fila de
adelante. Esta vez no resopla. Tampoco grita de alegría. Lo que hace es llorar
todas las lágrimas que se debía.
Los otros viajeros abandonan lentamente el avión. Algunos
giran la cabeza, extrañados, al escuchar los sollozos de ese pasajero que
parece dispuesto a quedarse para siempre ahí, soltando toda su congoja. No
tienen por qué saber que algunos tipos, que no saben llorar de dolor, sí saben
llorar de alivio.
Por Eduardo Sacheri
Fuente El Gráfico
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