Por Sergio Sinay |
Para LA NACION
Mi padre era hincha de Independiente. Mi hermano
Horacio y yo, de River.
En casa a todos, está dicho, nos gustó el buen fútbol.
Mi padre recitaba de memoria equipos del rojo que él había visto jugar.
Canaveri, Lalín, Ravaschino, Seoane y Orsi, la delantera que dio origen al mote
de Diablos Rojos. Micheli, Cecconato, Bonelli, Grillo y Cruz (para ese entonces
sus hijos ya existíamos).
Yo, figuritas en mano, le respondía con Vernazza,
Prado, Walter Gómez, Labruna y Loustau.
Él vio jugar a De la Mata y a Erico, y
lo contaba.
El sábado 15 de junio mi padre no vio descender al Rojo. Se había
despedido el 31 de mayo de 1999.
Hubiera sufrido. Pero estoy seguro de que
también hubiera sentido orgullo por el modo en el que Independiente cayó.
Habría usado, me animo a afirmarlo, la palabra caballeros.
Descendieron como
caballeros. Con dolor, sin avergonzarse del llanto, con entereza.
Nadie rompió
nada, no ardió Avellaneda.
Ni la cobardía, ni la violencia patotera, ni la
amenaza irracional, ni la vendetta estúpida ensuciaron la historia y la honra
del club.
Independiente descendió como a mí me hubiera gustado que lo hiciera
River cuando un coctel de corrupción, negligencia e ineficiencia mortal lo
envió a la B.
Un país posible, en el que se admite perder, en el que
no se cargan las culpas sobre otros, en el que el dolor puede transcurrir
serenamente
Hace dos años, cuando eso ocurrió, escribí una columna
que se tituló "River, un país". Comparé el proceso que había hundido
a mi equipo con el que ya estaba devastando a la Argentina. Corrupción
creciente, manejos espurios, mentira, ventajismo, autoritarismo,
irresponsabilidad galopante (nadie se hizo cargo de nada, los que están siguen
sin hacerse cargo de su parte). Y violencia. Verbal y física. La propia
hinchada dividida en un cisma trágico, con muertes y negocios sucios de por
medio. Imposibilidad de diálogo. Por ahora River volvió, pero sólo
futbolísticamente. En lo demás, no.
Me hago cargo de la tristeza que mi viejo no está aquí
para portar. Y me doy cuenta de que es sólo tristeza.
No vergüenza. No encontré
vergüenza en los hinchas rojos.
Mi padre no la hubiera sentido. Acaso menos
numeroso que el de River, Independiente es también un país. Un país posible, en
el que se admite perder, en el que no se cargan las culpas sobre otros, en el
que el dolor puede transcurrir serenamente, en el que no se prometen rabiosas
venganzas, en el que se aplaude a quienes se esforzaron y se admite que no
solamente vale ganar, y mucho menos a cualquier precio. Y menos que menos con
aprietes a la Justicia (nadie entró al vestuario del juez Silvio Trucco en el
entretiempo, como unos patoteros allegados a la dirigencia riverplatense lo
hicieron entonces en el de Sergio Pezzotta, y nadie habló siquiera del juez
que, como debe ser, hizo su trabajo y quedó inadvertido).
No hubo histerias ni
sobreactuaciones. No murió nadie y a nadie se prometió matar. Jugadores e
hinchas se miraron a los ojos y en esa mirada, empañada de llanto, apareció la
luz de un mañana.
Independiente no se propone volver por la prepotencia
de la historia, invocando simplemente una bandera, sino como resultado de un
trabajo que está dispuesto a realizar
Claro que hay reproches, por supuesto que un descenso
es el resultado de una cadena de errores (y de alguna porción de mala suerte,
así sea mínima).
Pero en Independiente se empezó a transitar el duelo sin
olvidar que la vida sigue. Y su técnico (que no tuvo que desaparecer del mapa
ni vio convertirse su apellido en mala palabra) y sus jugadores hablan, sin
soberbia, de un mañana. Y depositan en los jóvenes (prometiéndose sostenerlos y
ayudarlos a crecer) buena porción de la esperanza.
Por lo que llevo leído y escuchado, Independiente no se
propone volver por la prepotencia de la historia, invocando simplemente una
bandera, sino como resultado de un trabajo que está dispuesto a realizar.
Sí,
Independiente es también un país. No es la mitad más uno ni menos dos, no es
grande por hinchazón sino por otros motivos, más hondos.
Por la actitud, por
ejemplo, que sacó a relucir en estos días.
Cuando mi padre recitaba de memoria
aquellos equipos y hablaba de la grandeza de Independiente, no se refería a
brillos externos, a pretenciosos oropeles.
Ahora entiendo de qué hablaba. Que
justo en estos tiempos haya descendido como lo hizo, alienta a la esperanza.
Para ser parte del país que su actitud propone y representa, no es necesario
ser hincha del rojo.
Fuente La Nación
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