Por Tomás Rivas
El último 23 de febrero empezaron mis vacaciones en un
pequeño pueblo de Brasil. Había sido un año largo y necesitaba descansar como
pocas veces. Sin embargo, algo me mantuvo intranquilo el primer día y medio.
Necesitaba, como sea, conseguir algún lugar donde ver el clásico.
"El único que lo puede llegar a pasar es el bar de
Rafa. El dueño es argentino y fanático del fútbol", me dijo el cuarto mozo
al que le pedí un consejo. "Es allá enfrente". Crucé la calle
contento, pero la alegría duró poco. El tal Rafa era un enfermo de
Independiente que había largado todo para ponerse un bar en la playa. Tenía su
local tapizado de camisetas coloradas de todos los modelos, autógrafos y fotos
de sus ídolos. Y eso no era todo. Por esos días había traído de vacaciones a 15
de sus amigos. En un pueblito perdido en el medio de Bahía, el local explotaba
de hinchas del Rojo. Faltaban 10 minutos para que arranque el partido.
Respiré profundo y entré. Los 3 o 4 hinchas de Racing
nos sentamos a un costado y miramos el partido tranquilos. Ellos eran más,
cantaron y alentaron durante todo el partido. Lo que nunca.
Fueron 90 minutos de sufrimiento. Los escuché, devolví
algún que otro comentario burlón e incluso mantuve una charla amable con un
señor de unos 60 años que me contó que su mujer lo esperaba para armar la
valija y volverse a Buenos Aires ese mismo día.
Sin embargo, cuando en el último minuto del partido
Santana metió el 2-0, ese mismo señor se paró descontrolado, revoleó una silla,
corrió, se abrazó con un par y volvió hasta mí desencajado. Mientras a los
gritos ponía en duda mi orientación sexual, me señalaba con una mano y con la
otra se agarraba el centro de su pantalón. Todo muy civilizado.
Sus propios amigos lo agarraron y comenzaron a
incriminarlo. Avergonzado, vino 3 minutos después a pedir disculpas e intentar
pagar mi cerveza. Ni siquiera lo miré. Había decidido no reaccionar, pero jamás
le daría la mano a ese desquiciado.
Soy hincha de Racing desde que nací. Técnicamente
antes, cuando mi abuelo supo que era varón. Crecí en el interior, a 1700
kilómetros de Avellaneda. Con lágrimas, pisé el Cilindro por primera vez ya
adolescente. Tenía 2 años cuando Racing se fue a la B. 16 el día de la quiebra,
19 cuando se gerenció el fútbol y 20 la única vez que lo vi campeón, aquel día
en que se llenaron al mismo tiempo dos canchas, el Obelisco y el Centro Cívico
de Bariloche.
Desde siempre, lo único que escuché de los hinchas de
Independiente fueron burlas. Que somos piedra, que las copas, que el historial,
que salimos campeones cada treinta años, que somos hinchas de la hinchada. Y lo
peor, ese himno que en cada clásico los deja afónicos y que dice algo así como
".yo era campeón, vos te ibas al descenso por cagón.". Pasó hace 30
años y no sabía caminar. Igual duele.
Nunca me pareció mal. Son las reglas del juego. Porque
es eso, nada más. Por más que genere pasiones, lágrimas, gritos, discusiones,
amores y odio. Un juego. Punto. Las burlas seguirán. De su parte y de la
nuestra, ahora con una nueva excusa y la infinidad de ocurrencias a las que ya
nos tiene acostumbrados la hinchada de Racing.
Yo quería que se vayan. Me costó el mote de mediocre,
de festejar el sufrimiento ajeno como una victoria propia, de haber cerrado el
puño con goles de otros y de validar, con estos gestos, la grandeza de
Independiente. Puede ser. También eso forma parte del juego.
Los cánticos dedicados, los chistes de fantasmas, las
banderas. Todo forma parte. Igual que el sufrimiento del hincha legítimo, que
vi en la televisión, pero también entre amigos y colegas que respeto y aprecio
mucho. La sensación es rara. Los entiendo, porque pasé por lo mismo. Sufrí,
lloré e insulté incontables veces. Eso también es el fútbol.
Con el tiempo el hincha del Rojo, el verdadero,
aprenderá a convivir con los chistes, con las cargadas y con los cánticos,
igual que aprendieron otros, Racing a la cabeza. La dignidad y altura con la
que salieron de la cancha el sábado fue, en este sentido, un ejemplo del que
ojalá tomemos nota todos. Porque hay desquiciados que revolean sillas, pero
también hay un montón de hinchas que sufren, lloran y abrazan a sus hijos en
calma.
Lo asimilarán y se volverán más fuertes. Serán más en
la cancha y el sentimiento aumentará. Quién te dice, hasta por ahí se vuelven,
ellos también, hinchas de la hinchada
Fuente Cancha Llena
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