A partir de enero de 2011, el prestigioso escritor argentino
se incorporó a la revista con columnas exclusivas. Autor de varias novelas,
entre ellas la que apuntaló al Oscar "El secreto de sus ojos".
Nota publicada en la edición diciembre 2011 de la Revista El
Gráfico
EL PRESTIGIOSO
escritor argentino se incorporó a la revista con columnas exclusivas. Autor de
varias novelas, entre ellas la que apuntaló al Oscar "El secreto de sus
ojos".
"La tarde que Erico hizo un gol para mí", de
Sacheri
El viejo era español y tenía siempre la delicadeza de pasar
bien pegado a la línea de las casas, para que nosotros no tuviésemos que
interrumpir los partidos. Supongo que alguna vez supe su nombre, pero se me
extravió en alguno de los muchos pliegues que tiene el olvido. Sí recuerdo, en
cambio, su imagen y su voz.
Era bajo y macizo, y se notaba que había sido un hombre
fuerte. Tenía la piel de un rosa subido y sanguíneo de quien se ha criado al
sol y a la intemperie. Usaba el pelo muy corto, y a mí me hacía acordar a un
cepillo de cerdas gruesas y blancas, puesto patas arriba. Siempre andaba con
unos pantalones negros y abolsados, sujetos por un cinturón igual de negro,
encima del ombligo; y con una camisa blanca con el botón del cuello desprendido
y las mangas recogidas por encima de los codos. Vestía, en suma, como debían
vestir los viejos de su aldea, en España, cuando él era un chico. Y él se había
traído ese recuerdo con el que los imitaba en su propia vejez, como se trajo el
acento lleno de zetas y de eses que a los otros pibes les sonaba raro, pero a
mí me gustaba porque me hacía acordar a mi tío Vicente, que también era español
y había sido lo más parecido que tuve a un abuelo.
Desde que el viejo salía de su casa hasta que doblaba en la
esquina, si nos sorprendía jugando a la pelota, no nos quitaba la vista. Y si
dejaba libre la vereda no era por temor a recibir un pelotazo, sino porque le
gustaba ver el juego que jugábamos. Y a nosotros, por nuestra parte, nos
encantaba tenerlo de público durante ese ratito que demoraba en pasar hacia la
calle de la estación. Jamás lo hablamos entre nosotros, pero todos queríamos
lucirnos delante del viejo. Los más hábiles se prodigaban en gambetas, y se
hacían rogar –más que de costumbre- para largar el balón a un compañero. Los
que tenían buena pegada probaban suerte desde ángulos imposibles o distancias
desaconsejables. Y los arqueros se dejaban, gustosos, el pellejo de los codos
en el asfalto volando para la foto de los ojos celestes de aquel viejo.
Nunca nos dirigía la palabra si estábamos jugando.
Unicamente lo hacía si nos encontraba matando el tiempo contra la pared de
alguna casa. En esas ocasiones nos saludaba con un «Buenos días» sonoro y
grave, con sus dos eses bien puestas. Como nos caía bien, le devolvíamos el
saludo. Después nos preguntaba por la escuela o nos comentaba algo del clima,
al estilo de «Mañana llueve». No recuerdo si acertaba.
De fútbol nunca hablábamos, aunque fuera el fútbol lo que
cimentaba nuestra complicidad. Nosotros sabíamos que el viejo sabía. De fútbol,
sabía. Alguna vez la pelota se nos había escapado hacia el sitio por el que el
viejo venía caminando, y esas son circunstancias en las que se mide lo que se
sabe de fútbol. Es verdad que a esa altura de la cosecha, el viejo no era
precisamente ágil. Sin embargo, para devolvernos el balón jamás lo vimos
cometer el sacrilegio de agacharse para dárnoslo con la mano, ni patear la
pelota de puntín, ni dejar la pierna rígida y extendida sin flexionar la
rodilla, ni mandar la pelota a cuatro metros del pibe más cercano, ni ninguno
de esos pecados capitales que delatan a los que no saben jugar al fútbol.
Claramente, el viejo se situaba entre los que sí sabían. La esperaba midiendo
el pique y la velocidad, y ponía el pie de costado para dejársela mansa, y al
pie, al jugador más cercano.
Una sola vez hablamos de fútbol. Teníamos la cancha armada
sobre el pavimento de Guido Spano, y en lo personal tenía un humor de mil
demonios porque Andrés me había metido tres goles al grito de «Gol, golazo de
Boca».
No lo vi venir al viejo, porque con todos los poros palpitando
venganza acababa de recibir el balón chanchito a tres metros del arco
contrario, que lo tenía nada menos que a Andrés de guardameta. Sin sitio en el
alma para sutilezas estéticas, le puse a la bola una quema feroz que entró como
un balazo a media altura, y salí gritando «Gol, Golazo, Golazo de
Independiente», alargando las sílabas como le escuchaba hacer al Gordo Muñoz en
los relatos de Radio Rivadavia.
En mi carrera de festejo me topé con el viejo, que me miraba
y sonreía. Ya tenía dos motivos de felicidad: el gol y que lo hubiera visto el
viejo. Pero además me habló: «Oye, muchacho: Eres de Independiente...» me
preguntó afirmando. Cuando me vio asentir, agregó: «¿Sabes quién vive aquí a
unas pocas cuadras?». No. No lo sabía. Y por eso me quedé mirándolo, esperando
que me lo dijera. A mi alrededor se habían arrimado el resto de los pibes,
salvo el pobre Andrés que debía estar recuperando el balón desde tierras
inhóspitas y lejanas. «Aquí cerca, en la calle Aristóbulo del Valle» dijo el
viejo, aumentando el suspenso. «Arsenio Erico», terminó, y se quedó viendo
nuestras caras.
Supongo que esta historia luciría mejor si yo escribiese que
quedamos pasmados, o que nos miramos incrédulos, o que nos henchimos de
orgullo. Pero, en honor a la verdad, diré que no se nos movió un pelo. Corría
el año 1979, y Erico había dejado de jugar tres décadas atrás. Además, como
todos los chicos, pensábamos que el mundo había nacido con nosotros. Al viejo
no le molestó nuestra ignorancia. Nos miró bien con sus ojos claros y
sentenció: «El máximo artillero del fútbol argentino. Un goleador como no hubo
otro». Tal vez fue la forma en que lo dijo el viejo. Esa sentencia sencilla y
ajustada, dicha en esa voz un poco cavernosa y llena de sonidos de otras
tierras. Es verdad que al principio ese nombre me sonó rarísimo. Lo de
«Arsenio» me sonó a «arsénico», una sustancia tenebrosa que mi hermano mayor
amenazaba, a menudo, con ponerme en el cacao de la tarde. Y el apellido me sonó
a «Perico» y me dio un poco de gracia. Así que supongo que la primera imagen
que me vino a la cabeza habrá sido la de un loro venenoso.
Por suerte al viejo todavía le quedaba una bala en la
recámara. Andrés, a quien en algún punto del orgullo debía estar doliéndole mi
chumbazo a media altura contó, con aires de superioridad, que su abuelo le
había comentado algo al respecto, porque el tal Erico había sido ídolo de Boca.
Fue entonces cuando el viejo lo miró con un ligero sobresalto y –me pareció-
con un dejo de socarronería. «¿En Boca? No, muchacho. Erico jugó en
Independiente –y por último agregó-: Siempre».
Ese fue el momento definitivo en el que Arsenio Erico entró
en mi vida. Cuando el viejo lo nombró y lo situó a escasas cuatro cuadras de mi
casa y de la de mis amigos. Cuando juntó esas palabras mágicas en un conjuro
invulnerable. Cuando pienso en ese nombre me sale así: «Arsenio Erico.
Goleador. Independiente. Siempre». Todas esas palabras vienen juntas.
En realidad, y por lo que supe después, hasta el propio
viejo ignoraba que Erico había muerto un par de años antes de esa charla que
mantuvimos en la vereda. Y que también había jugado algunos partidos en Huracán
y también en su tierra paraguaya. Pero eran otros tiempos. Y los jugadores
legendarios eran ni más ni menos que eso. No eran dioses, ni estrellas de la
publicidad, ni conductores televisivos. No participaban involuntariamente en
encuestas masivas lanzadas por los diarios deportivos; en parte porque los
diarios deportivos no tenían razón de ser en un mundo en el que la gente se
ocupaba también de otras cosas. Me causa un poco de gracia la desesperación de
algunos estadísticos que últimamente han descubierto un par de goles repentinos
de Angel Amadeo Labruna, que los hace situarlo por encima de Erico en la tabla
definitiva de los goles de bronce. ¿Será porque el prurito de la exactitud les
escuece demasiado? ¿Será porque son de River? ¿Será porque les molesta que el
máximo goleador del fútbol argentino haya nacido en Paraguay? ¿Será por algo
que ignoro?
Lo que sí creo es que esos perfeccionismos dejan de lado lo
esencial. Ni a Erico ni a Labruna les debía importar demasiado un gol de más, o
un gol de menos. Con seguridad, les bastaba con saber que la gente los admiraba
y que los defensores les temían.
Esos jugadores dejaban muescas en la historia del deporte
pero después, cuando se retiraban, hacían precisamente eso. Se retiraban. No se
ponían a sacar cómputos exhaustivos. Labruna se hacía director técnico y, entre
otras hazañas, le devolvía a River, en los 70, toda su gloria. Erico, con el
dinero que había juntado –que seguramente no fue mucho, y sin duda fue menos
que lo que hoy en día cobra cualquier burrazo de medio pelo con un par de años
en un club de Primera- se compraba una casita cerca de la estación de Castelar,
y dejaba que el tiempo lo fuera sumiendo en el olvido.
Eso sí, supongo que al gran Erico le habría molestado que
algunos hinchas de Independiente, hoy en día, usen la palabra paraguayo cuando
quieren insultar a alguien. Paciencia: que si el género humano algo tiene en
abundancia, son los imbéciles. Los goleadores no sobran, pero los imbéciles
abundan.
De todos modos me gusta pensar en Erico ahí, en la vereda de
su casa de la calle Aristóbulo del Valle, tomando el mate con el sol
recostándose del lado de la estación del tren, pasando sus últimos años a
cuatro cuadras de mi casa y de la de mis amigos. Y pensarlo esa tarde en
particular, cuando volvió a convertir un gol inolvidable, aunque fuera a través
del conjuro de los labios de otro viejo, para regalármelo a mí. Erico.
Goleador. Independiente. Siempre.
El viejo español nos saludó y se fue. Y nosotros seguimos el
partido. Después... después crecimos.
Publicada en la
edición diciembre 2011 de la Revista El Gráfico
De: http://www.elgrafico.com.ar/2012/01/24/C-4037-la-tarde-que-erico-hizo-un-gol-para-mi-de-sacheri.php
Fuente Revista El
Gráfico
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.