A partir de enero de
2011, el prestigioso escritor argentino se incorporó a la revista con columnas
exclusivas. Autor de varias novelas, entre ellas la que apuntaló al Oscar
"El secreto de sus ojos".
Nota publicada en la edición enero 2012 de la Revista El
Gráfico
Creo que la cantan
casi todas las hinchadas. La canción original se llama “Todavía
cantamos”. Pero las hinchadas argentinas, como tantas veces, han tomado la
melodía y le han cambiado la letra para apropiársela, para que hable de su
equipo. Y donde la canción de Víctor Heredia dice “Todavía cantamos, todavía
pedimos, todavía soñamos, todavía esperamos”, la de la hinchada reza “Vamos
vamos los millo”, o los rojos, o Academia, o lo que sea. Pero no es ese el
verso que me interesa. El que me obsesiona en estos días es el que dice, en la
canción original, “A pesar de los golpes que asestó en nuestras vidas, el
ingenio del odio, desterrando al olvido”. Para las hinchadas, ese verso se ha
transformado en “A pesar de los años, los momentos vividos, sigo estando a tu
lado, XX querido” siendo XX el nombre o el apodo del cuadro de uno. Seguro que
la poesía de Víctor es mucho más profunda y habla de cosas mucho más
importantes y definitivas. Pero de todas maneras me quiero detener en ese verso
futbolero. El de “los momentos vividos”.
Todos conocemos esa verdad de perogrullo de que la vida es
nada más que una suma de momentos. Pero no todos los momentos son iguales. Hay
muchas clases de momentos. Es posible que casi todos los momentos sean
anodinos, rutinarios, parecidos a todos los otros. Momentos casi descartables. Pero
hay otros momentos que no. Momentos que no podemos cambiar, porque no los
queremos cambiar. Momentos que nos han hecho ser los que somos. Momentos
escasos y al mismo tiempo definitivos. Momentos distintos a todos los demás.
Momentos que lo cambian todo, que lo deciden todo. Chiquitos como nuestras
vidas. Y decisivos como lo que nos importa en serio. Los hay en la vida y los
hay en el fútbol.
En nuestras vidas de hinchas hay un momento esencial. No
estoy pensando en ese momento glorioso de una hazaña que supusimos imposible.
Ni en ese momento tenebroso de un partido que perdimos y que todavía nos duele.
Ni en el momento del gol que más gritaste en tu vida. No. No estoy pensando en
ninguno de esos. Estoy pensando en el momento clave, el momento por excelencia,
el momento crucial de nuestra vida como hinchas de un club: ese momento en el
que nos enamoramos para siempre de nuestro cuadro. El momento en el que
dijimos, “Yo soy de Lanús, o de Banfield, o de Quilmes”.
Todo lo demás, todo lo que vivimos en el fútbol nace desde
ahí, desde ese momento fundante. Sobre esa piedra construiremos las hazañas,
las derrotas, las esperanzas y los temores. Pero ese es el principio. Y cada
cual llega a ese principio, a esa piedra fundamental, desde su propio camino.
Siempre me gusta preguntarles a las personas por qué se hicieron hinchas de su
club. Me encanta, me deslumbra recrear ese momento.
Hace algunos años me tocó ir a Rosario a dar una charla.
Después de la cena, un hincha de Rosario Central caminó conmigo algunas de las
cuadras que nos separaban de mi hotel. “¿Sabés por qué me hice hincha de
Central?” me preguntó. Por supuesto yo no lo sabía, pero me interesaba que me
lo dijera. Me contó que, cuando era chico, una tarde se coló en el Gigante de
Arroyito. Central jugaba, por un Campeonato Nacional, contra un equipo
mendocino. El equipo cuyano promocionaba los vinos de una bodega de su
provincia, y sus jugadores obsequiaban, a cada uno de sus rivales, una botella
antes del partido, como quien intercambia banderines. Resultó ser que los
jugadores de Central, haciéndole honor a su apodo de “canallas” se negaron a
recibir los regalos. Y ese gesto de incorrección, de insolencia futbolera, a
este tipo lo cautivó para siempre. Y mientras me lo contaba, caminando por las
veredas de Rosario, y se reía al rememorar la picardía, le brillaban los ojos,
como el día en que los canallas lo enamoraron para toda la vida.
Extrañas circunstancias me colocan frente a frente con la
empleada de una mercería. No importa qué hago yo en una mercería. Ni importa
cómo cuernos terminamos hablando de fútbol con la empleada. Me cuenta que es
hincha de Independiente. Y yo, un poco porque me asombra que una señora que
atiende una mercería sea futbolera, y otro poco porque siempre me gana la
curiosidad, le hago mi pregunta favorita. Esa del por qué, del cómo fue que se
hizo del rojo. Me cuenta que de chica vivía en el sur, por ahí por Sarandí. Vivía
con su padre, porque su madre un buen día se había mandado a mudar y los había
dejado solos. Y que en la escuela le iba mal, tirando a pésimo. Y que un buen
día cayeron del club, en su escuela, a decir que iban a becar a un chico de
cada curso. Y que ella no le dio importancia porque era mala alumna, y esas
cosas le pasaban solo a los buenos. Pero resultó, y a la mujer le brillan los
ojos cuando me lo cuenta, que de su grado la eligieron a ella. Y le pagaron los
libros, el guardapolvo, todo, hasta que terminó. Y desde entonces empezó a ir a
la cancha y no paró más. Me recita una formación de Independiente campeón. Yo
no la interrumpo, aunque también me la sé. No le digo que yo también soy del
Rojo. Ahora no importa. Lo único que importa es ella, su brillo y sus
recuerdos.
Estoy de visita en los estudios de una radio, en Bariloche.
A lo lejos se ven el lago y la montaña. El periodista que me hace una
entrevista, mientras no estamos al aire, me comenta que es hincha de San
Lorenzo. Es cuervo porque nació en Junín y viajaba a la Capital Federal con
frecuencia a visitar a su familia, en ómnibus. Y quiso el destino que San
Lorenzo saliese campeón, en 1974, en cancha de Vélez. Y que el ómnibus en el
que viajaba quedase encallado, sobre la avenida Rivadavia, en el mar de los
festejos. “Yo quiero esto”, me dice el periodista que pensó entonces. “Yo
quiero esta alegría para mí”. Y se hizo cuervo. No sabía que la decisión iba a
costarle la amargura de un descenso siete años más tarde, o que pasarían
veintiún años desde esa alegría desbordante de Liniers hasta la siguiente
vuelta olímpica. Cuando me lo cuenta, se nota que no le importa. Que esas
banderas, y esos saltos, y esos gritos vistos a través de la ventanilla del
micro le hacen nacer un amor a plazo fijo que tarde o temprano, garpa, y que
nunca va a dejarlo en bancarrota.
Puedo pensar que esta candidez, esta torpe lealtad
definitiva es cosa nuestra, cosa de los argentinos. Pero cuidado. Hace unos
meses tuve que ir a Londres, y me tocó cenar con un juez muy importante.
Hablamos de política, de su país y del mío, y resultó que el tipo era un
fanático del fútbol. Del fútbol y del Arsenal. Y en mi inglés lleno de
dificultades le pregunté por qué, le pregunté cómo. Empezó diciéndome que su
papá era dentista. Me sorprendió un poco que su historia de amor empezara por
ahí: “My father was a dentist”. Pero lo dejé hablar, hasta que su propia
maravilla empezó a cobrar forma. Su padre era dentista, y atendía en su casa. A
este juez, cuando era chico, le tocaba a veces abrir la puerta a los pacientes.
Una vez, en 1971, se topó con un jugador profesional de fútbol: Charlie George,
que era delantero del Arsenal. Al chico le maravilló que una estrella como él
se atendiera con su padre. Y resulta que a los pocos meses Arsenal y Liverpool
disputaron la final de la FA Cup.
Y este chico, que ahora es juez, pero que mientras me cuenta
esto vuelve a ser el chico, asiste maravillado, por televisión, a la definición
en tiempo suplementario de ese partido. Los noventa minutos han terminado sin
goles. Apenas empieza el tiempo extra, Liverpool mete un gol. El Arsenal lo
empata a los seis minutos del segundo suplementario. El juez inglés hace una
pausa. “Kelly”, murmura, para que yo sepa quién fue el que empató el partido.
Le da vueltas a su copa de vino. Está un poco ruborizado. Supongo que se
pregunta qué hace contándole el recuerdo más importante de su vida a un
argentino. Yo lo espero. Finalmente vuelve a hablar. Faltan cuatro minutos para
terminar el partido. Charlie George, el jugador estrella que se arregla los
dientes con su padre, recibe el balón un poco afuera del área, del lado
izquierdo de la medialuna, y saca un derechazo franco a media altura que se
mete junto al palo. Charlie George se arroja al piso, boca arriba, extenuado y feliz.
Y sus compañeros van a abrazarlo. Y este chico siente que ese gol del Arsenal
es un poco de su padre, que le cuida la boca a Charlie George. Y desde entonces
es del Arsenal para siempre. “For ever”, dice el juez inglés, y levanta la copa
para que brindemos por su Arsenal. Y yo brindo con él, porque por un rato le
perdono la prepotencia del imperio. Porque le brillan los ojos recordando a su
padre, el dentista campeón de la FA Cup de 1971.
Esos son los momentos que sirven para edificar el amor que
sentiremos de allí en adelante. Después vienen las glorias y las decepciones,
las broncas y las rebeldías, los sueños y las falsas promesas de que nunca más
vamos a calentarnos por esa manga de yeguas que no saben patear una pelota.
Porque vamos a volver, aunque en cada desencanto nos mintamos que no.
Volveremos. Y todo por ese momento. Ese momento en el que tomamos partido para
siempre. Unos jugadores rechazan de mal modo unas botellas de vino. Una chica
se entera de que la han elegido para pagarle los estudios. Un pibe aprende, con
la ñata pegada a la ventanilla de un ómnibus, cómo se festeja un campeonato.
Otro se llena de orgullo porque su papá le arregla las caries al ídolo que sale
por la tele.
Los momentos. Los momentos vividos. Momentos que lo cambian
todo, que lo deciden todo. Chiquitos como nuestras vidas. Y decisivos como lo
que nos importa en serio. Los hay en la vida y los hay en el fútbol.
Publicado por El Gráfico edición de Enero de 2012
De: http://www.elgrafico.com.ar/2012/02/14/C-4074-los-momentos-vividos-un-texto-de-eduardo-sacheri.php
Fuente El Gráfico
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