"Aviones en el cielo", un texto de Eduardo Sacheri
A partir de la edición
de enero, el prestigioso escritor argentino se incorpora a la revista con
textos exclusivos. Autor de múltiples cuentos y varias novelas, entre ellas la
que apuntaló el Oscar ganado por "El secreto de sus ojos", Sacheri debuta
en nuestras páginas con una vivencia deliciosa: "Aviones en el
cielo".
Nota publicada en la
edición enero 2011 de la revista El Gráfico.
El escritor se
incorpora a la revista. Autor de la novela que apuntaló el Oscar ganado por
"El secreto de sus ojos", debuta en nuestras páginas con una vivencia
deliciosa: "Aviones en el cielo".
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LA HISTORIA que me propongo contar empieza de noche, en un
aeropuerto, mientras espero que se haga la hora de tomar un avión, el 18 de
noviembre de 2010. Y termina también de noche, tres semanas después, el 8 de
diciembre. Termina conmigo tirado boca arriba, en el pasto, con los ojos fijos
en el cielo oscuro de la una de la mañana.
Por supuesto que las dos, las del principio y el final, son
decisiones arbitrarias. Al fin y al cabo: ¿cuándo empiezan las cosas? ¿cuándo
terminan? Siempre que decidimos contar algo, cortamos la cadena del tiempo en
un eslabón. Un eslabón cualquiera, visto desde afuera. Un eslabón esencial,
visto por nosotros mismos.
Son las diez de la noche. Estoy en el aeropuerto de Ezeiza,
sentado en una sala de embarque casi vacía, esperando que se haga la hora de
subirme a un avión. A través del ventanal veo los aviones, alineados en la
pista, y vuelvo a preguntarme cómo es posible que no se caigan mientras vuelan.
Así de grandes, así de pesados. Y yo que me dispongo a subirme a uno por
espacio de diez horas y nueve mil kilómetros. Yo sé que hago mal; sin embargo,
les tengo pánico.
Pero esta noche lo del avión no es lo único que pasa. Ni lo
más importante. Hay algo más. Juega Independiente. Por la Copa. Semifinal,
partido de ida, contra la Liga, en la altura de Quito.
Pero tampoco eso es lo más importante que pasa. Lo más
importante es que en casa está mi hijo, desesperado por ese partido. No me lo
ha dicho, o no me lo ha dicho del todo, pero el tipo está como loco con la
posibilidad de que el Rojo gane una Copa. Una Copa que, para él, sería la
primera. Pobre hijo: flaco favor el mío, hacerlo del Rojo en esta época. Cuando
mi viejo me pasó la posta, en los años setenta, me hizo un favor, un don, un
regalo. Me dio un equipo que ganaba Copas como si fueran caramelos que uno se
sirve de a puñados. Cuando yo, a Francisco lo enamoré de Independiente, en
cambio, lo puse a sufrir una sequía que parece perpetua. Un campeonato en el
2002 y gracias. Nada antes, nada después. Un rey de Copas sin Copas, tapado de
telarañas y de fotos amarillas.
Ahí, mientras miro los aviones estacionados, lo llamo por
teléfono. Lo escucho optimista. Promedia el primer tiempo e Independiente
aguanta bien en la altura de Quito. Juega mejor. Lo tiene controlado. Está
lloviendo en Ecuador. Yo le digo que esa de la lluvia es una buena noticia. Que
me dijeron, que alguna vez escuché, que con lluvia el efecto de la altura
disminuye. No sé si es cierto, pero se lo digo igual porque lo quiero
tranquilizar, acompañar de alguna manera, en semejante partido.
Antes de cortar la comunicación, de todos modos, le tiro
algunas frases de alerta. No sé si hago bien, pero me da miedo el tamaño de su
ilusión. Porque yo sé que lo más probable, es que Independiente no gane esta
Copa. Y me gustaría evitarle a mi hijo ese dolor, ese desengaño. Por eso me
propongo prepararlo: ojo que no somos ninguna maravilla, le digo. Ojo que la
Liga es un equipazo, le digo. Ojo que con el Tolima pasamos raspando, le digo.
¿A quién estoy protegiendo? ¿A Francisco, que con sus 14
años me parece demasiado tierno como para cargar sobre las espaldas semejante
desengaño? ¿O a mí mismo, que a los 42 estoy tan indefenso como él frente a las
inclemencias de la derrota?
A las diez y veinte recibo el primer mensaje. Mala señal. Si
me manda un mensaje en lugar de llamarme, es que son malas noticias. “Perdemos
1 a 0”. Me tomo un minuto para pensar la respuesta. Le digo que no es tan
grave. Perder por uno en la altura no es tan grave. Pasa un rato. Deambulo
frente al ventanal. Ahí siguen los aviones, esperándome. Pero no les tengo
miedo. No porque me haya vuelto valiente de repente, sino porque estoy mucho
más preocupado por mi hijo y por mi cuadro. Me llega un segundo mensaje. “Otro
más”, dice mi hijo. Pero eso no es lo peor. Porque agrega “Me cansé de perder.
Me voy a dormir”. Me cuesta tragar cuando lo leo. Sé que miente con eso de que
se va a dormir. Sé que va a seguir mirándolo hasta que termine. Pero no sé qué
decirle. Yo sé que la vida es mucho más perder que otra cosa. ¿Pero vale la
pena que se lo diga?
Le respondo que todavía queda alguna chance de darlo vuelta
en Avellaneda. Pero que si nos meten otro más, ahí sí estamos al horno. Casi
enseguida me responde. “Nos están matando. No hay forma. Ya caí en la
realidad”. Y a mí, solo entre las hileras de asientos vacíos, me dan unas ganas
de llorar que me cuesta contenerme. Porque no quiero que las cosas sean como
son. No quiero que caiga en la realidad. No me consuela el hecho de comprobar
que mi hijo, por detrás de su pasión, sabe ver el fútbol, y por eso comprende
lo fritos que estamos, lo cerca que quedamos de estar fuera de la Copa.
Me sube una bronca ridícula desde las tripas hasta la piel.
Unas ganas locas de agarrarme a trompadas con el responsable de todo esto. Pero
¿quién es el responsable? ¿Con quién me tengo que pelear? ¿A quién le tengo que
cobrar la angustia de mi hijo? ¿A los jugadores? ¿A los dirigentes? Sospecho
que no. Porque en el fondo, la culpa es mía. Yo lo eduqué así. Yo le inculqué
ese amor inútil. Yo lo entusiasmé en estas hazañas improbables. Yo le contagié
este amor sin fundamento ni contrapartida.
Y sin embargo, al escribir la respuesta, termino
escribiéndole: “No te rindas”. Lo envío y sé que es una estupidez. Porque sería
mejor que se rindiera. Que se entregara. Que dedicara sus energías y sus
angustias a causas más nobles.
Y enseguida recibo otro mensaje. “3”. Ese es todo el
contenido. Así de simple. Así de terminante. Perdemos 3 a 0. No hay modo de
meterles 4 goles en Buenos Aires. Ahora sí, estamos listos para toda la
cosecha. Yo lo sé. Francisco lo sabe. ¿Qué le contesto? “Mejor olvidate de todo
lo que te enseñé. Este amor no sirve para nada” Eso debería responderle. Pero
no me atrevo.
Jugueteo con el celular. No sé qué decirle. En esto estoy
cuando recibo otro mensaje. Pobre de él. Pobre de mí. Abro el mensaje dispuesto
a enterarme de que nos metieron el cuarto. Pero no. El mensaje dice “3 a 1.
Silvera”. Eso es todo. Vuelvo a mirar hacia afuera. Sin querer, pienso lo que
no debería. Hago cálculos. Ahora volvemos a necesitar dos goles en Avellaneda
para pasar de ronda. No debería pensar en esa idiotez, pero igual la pienso.
Afuera siguen esperando los aviones. Recibo otro mensaje. Me
digo que ahora sí, este debe ser el 4 a 1. Pero vuelvo a equivocarme: “Gol de
Mareque de derecha al ángulo”. No lo puedo creer. Ahora nos alcanza con un gol
en Avellaneda para ser finalistas. Me dejo ganar por la maravilla. Sigo ahí,
solo en el embarque. Pero no estoy solo. Ni estoy ahí.
SIENTO QUE DE NUEVO estamos en carrera. Pero sé que falta un
rato largo de partido. No sé qué hacer. Cómo ayudar a mi hijo, cómo auxiliar a
Independiente. Es la hora de las promesas. Le rezo a Dios y le prometo que, si
el Rojo termina 2-3 en Quito, no me voy a quejar del vuelo que me espera. Ni a
la ida ni a la vuelta. Me pregunto si con eso será suficiente valentía. Me
respondo que no. Entonces le prometo a Dios que, aunque el maldito avión se
mueva como una coctelera todo el camino, yo voy a seguir sereno y tranquilito.
Pero que a cambio, por favor, no vuelvan a embocarnos. Es una promesa estúpida.
¿Para qué corchos querría Dios someterme a turbulencias severas a cambio de mis
pruebas de templanza?
No me importa. Prometo igual. No puedo hacer otra cosa.
Estoy tan entregado a esta transacción que Dios no me ha pedido, que me olvido
de responder el mensaje. Recibo otro. “En el Libertadores les tiemblan las
patas”. El mensaje me atraviesa como un viento, como un golpe, como una certeza
que viene de lejos. Eso que dice mi hijo hoy, yo lo escribí hace diez años. Y
eso que escribí hace diez años, lo escribí porque mi papá me lo dijo a mí hace
más de treinta. Y esa cadena repentina de memoria y de lealtad me deja tieso.
Acabo de entender que el fútbol no es ni más ni menos que eso. Eso que me dio mi viejo, y que yo le paso a
mi hijo. Ese amor gratuito, esa esperanza desbocada. Ese dolor, esa rabia, esa
fe rotunda en que, alguna vez, habrá revancha.
Al final, me gasté cualquier cantidad de palabras contando
el principio, y me quedé sin espacio para narrar el final. Ese final que
adelanté de entrada, y que me tiene a mí, tres semanas después, tirado en el
pasto, de cara al cielo de la noche.
Agrego un par de imágenes. Unas pocas, para que cualquier futbolero,
sea del cuadro que sea, pueda entenderlo. Estoy tirado en el pasto, boca
arriba. Tengo los brazos abiertos y las piernas abiertas, como si así pudiera
abrazar mejor el sitio en el que estoy. No estoy solo. A mi lado, unos metros
más allá, mi hijo hace lo mismo. Sé que siente el pasto húmedo de rocío debajo
de la cabeza, de la espalda, de las piernas. No tuerzo la cabeza para verlo.
Quiero que este premio lo disfrute a solas, aunque estemos a tres metros uno
del otro. Sé que está profundamente dentro de sí mismo. Es como si yo no
existiera. Es como si los otros miles de hinchas que dan vueltas por el césped,
después de dar la vuelta olímpica, tampoco estuvieran.
Francisco está cobrándose todas las angustias, todos los
dolores, todos los partidos perdidos, todas las gastadas que nos comimos, todas
las amarguras que cosechamos, todos los nervios que nos chupamos. Está
volviendo el contador a cero. Para volver a creer. Para volver a jugar. Y yo
hago lo mismo. Esta noche, Independiente me paga todo lo que le di.
Arriba, los reflectores del estadio oscurecen la noche. Más
arriba, hundido en la noche, tal vez, aunque no lo vea, algún avión esté
cruzando el cielo alejándose de Ezeiza. Más arriba, más hundido en la noche,
tal vez, aunque no lo vea, alguien nos esté viendo a los dos, las patas y los
brazos abiertos, volviendo a nacer sobre el pasto húmedo de Avellaneda.
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EDUARDO SACHERI es
autor de varios libros de cuentos ("Esperando a Tito", "Te
conozco Mendizábal", "Lo raro empezó después", "Un viejo
que se pone de pie") y novelas como "Aráoz y la verdad" y
"La pregunta de sus ojos", que fue llevada al cine y ganó el Oscar
bajo el título de "El secreto de sus ojos".
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De: http://www.elgrafico.com.ar/2011/02/28/C-3355-aviones-en-el-cielo-un-texto-de-eduardo-sacheri.php
Fuente El Gráfico
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