Por Lucas Campos
El Narigón entró al auto y me dijo que el Chino le había
dado de vuelto dos caramelos. En realidad, no fue tan cordial. Soltó algún
insulto y le puso una L que sustituyó a la R de la palabra caramelo. Así
arrancó nuestro rumbo al Libertadores de América en busca de la tan ansiada
victoria.
42 minutos. El equipo no generaba nada. El rival tampoco.
Algún que otro pensamiento se estancaba en la cena posterior al match. Sobre
esto, el Narigón afirmó que tenía hambre. Lanzó su mano izquierda sobre uno de
los bolsillos del jean y sacó uno de los dos caramelos que le había dado el
chino.
Mientras lo desenvolvía, Sánchez Miño le pegaba seco y por
abajo a la bocha. Una vez que lo puso en su boca, Romero recibió de espaldas al
arco. Y finalmente, cuando el Narigón saboreó el dulce, Romero, el Chino Romero
la clavó abajo y contra un palo. 1 a 0 arriba los nuestros.
Los caramelos del Chino ya no eran tan detestables sino que
se habían transformado, quien sabe, en una suerte de amuleto o de acción divina
para que el Rojo pase a ganar el encuentro.
En el segundo tiempo Romero, el otro, el que jugó para los
vecinos, estampó el empate. Pero nadie sabía, ni los jugadores ni la gente ni
los relatores, el poder que ocultaba el Narigón en su bolsillo izquierdo.
Entonces mete otra vez la mano, lo desenvuelve pero cuando
lo va a comer se le cae. En el campo, no fue gol de Romero pero fue penal y se
cobró. Atiné a decirle al Narigón que no sea boludo y que lo levante del sopi y
se lo morfe igual. Que si se iba a morir de intoxicación sea por una buena
causa.
El Narigón lo hizo de nuevo y el Chino también.
Independiente volvió a ganar después de mil años. Romero aprovecha
absolutamente todo lo que le llega. De paso aprovecha y nos regala caramelos
dulces de gol. Como el chino del barrio, quizás, se convierta en indispensable
a la hora de salvar las papas un domingo a la noche.
Fuente De la Cuna al Infierno


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