El número 10 se mostró distendido, más allá de las
urgencias; los futbolistas que se quedaron en el predio exhibieron un cierto
grado de optimismo; para Sampaoli, "lo peor ya pasó": observa unión y
compromiso; el caso Di María
Por Andrés Eliceche
Messi, pensativo, junto con Benedetto y Otamendi, en la
práctica matutina de ayer en Ezeiza. Foto: AFP
Leo Messi se asoma a la ventana de su habitación en el
primer piso y pispea. Abajo, los chicos de la selección Sub 20 juegan contra la
Reserva de Racing. En un costado de la cancha, un rubio y un rapado miran lo
mismo que Messi, pero a ras de piso: son Lucas Biglia y Javier Mascherano . Por
otro lado del enorme predio anda Ángel Di María , el otro integrante de la
vieja guardia que decidió pasar la tarde al sol de Ezeiza en vez de volverse a
su casa.
Los cuatro, cada uno a su manera, intentan digerir las
contradictorias sensaciones que se les impregnaron en el cuerpo la noche
anterior, cuando la Bombonera latió y también tembló por la suerte de la selección
que integran desde hace tantos años. Su decisión de quedarse es una de las
respuestas posibles: los otros futbolistas del plantel eligieron el refugio de
la familia, los amigos o la distracción que les pareció más adecuada. Como
Marcos Acuña, por ejemplo, que fue a visitar a sus ex compañeros de Racing.
Porque no hay receta mejor para este momento límite que seguir el mandato del
deseo, aunque cundan los opinólogos de la televisión que escarban hasta el
fondo de la olla del oportunismo agitando el humor social con consignas como
"¡qué barbaridad estos tipos, nos están dejando fuera del Mundial y se
toman la tarde libre!". ¿Quién sabe qué es mejor para cada uno?
El tema, claro, no escapa a las conversaciones que
transcurren dentro del lugar, pero no cambia el foco: lo que la noche anterior
había sido un golpe a una mandíbula ya sentida de tantas piñas anteriores, en
el día después se leyó en una clave diferente: hay otra oportunidad. La tómbola
de resultados dejó las cosas otra vez en manos propias, aunque la letanía se
escuche desde hace unas cuantas fechas.
Entonces, el cuerpo técnico empieza a buscar señales
positivas, mientras se encierra en la sala de videos para desmenuzar a Ecuador,
el último rival del empinado camino por las Eliminatorias sudamericanas. Se
abrazan al aplauso final con el que la Bombonera -tibio, pero aplauso al fin-
despidió al equipo y lo separan del ruido de los medios y las redes sociales.
Sampaoli cree que el escenario, ambientado por los otros resultados que se
dieron el jueves, deja a la Argentina "más cerca del Mundial que
nunca", como se permite analizar en la intimidad. Insiste en que lo peor
ya pasó, y observa unión: valora que un rato después de la grave lesión que
sufrió, Fernando Gago haya aparecido en Ezeiza para estar con sus compañeros. Y
que ahora se mueva allí mismo montado a sus muletas y quiera seguir siendo
parte. Celebra que la reacción de Darío Benedetto a los goles que pudo y no
gritó sea positiva: lo percibe entero, con fe para tomarse revancha en Quito. Advierte
que a Emiliano Rigoni no le pesó ni un gramo tener que debutar en la selección
en un contexto así de enrevesado y lo anota como un posible titular para jugar
en los 2850 metros sobre el nivel del mar que habrá que escalar. Lo reconforta
el carácter de Papu Gómez para equivocarse y seguir.
El entrenador está convencido de que el aprendizaje del
empate contra Venezuela, aunque suene paradójico, ayuda ahora: olfatea que los
jugadores masticaron mejor el 0-0 del jueves que el 1-1 de aquella vez. Salvo
Di María, eso sí: lo ve más bajoneado que a ningún otro, como si no pudiera
librarse de la carga que representa tantos cachetazos recibidos. ¿Se quedará
sentado en el banco de suplentes en Quito justo él, dueño de un organismo
privilegiado que le permite correr en la altura igual que en el llano? Esa
pregunta, por ahora, no tiene respuesta. ¿Jugará Éver Banega, otro de los que
salió, anotado en amarillo en la libreta del técnico? El color define el estado
de la cuestión: a veces resulta indescifrable.
El viernes incluyó también la visita para almorzar del
presidente de la AFA: los jugadores se le acercan y le preguntan por el robo
que Tapia sufrió en su casa mientras él y su familia estaban en la Bombonera.
Tapia lo relativiza, como si nada de lo que ocurre tuviera más importancia que
lo que va a pasar. Aunque falten cuatro días para el capítulo final, ese que en
realidad ya se empezó a escribir en la pizarra del DT.
Pasa la sobremesa, se hace silencio. Arriba, en la soledad
de su habitación, Messi le saca la vista al partido de los juveniles y decide
dormir la siesta. Y ésa, entre tantos zumbidos, es una buena señal.
Fuente Cancha Llena La Nación
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