English lesson, un texto de Eduardo Sacheri
Hace poco, y por
motivos que no vienen al caso, me tocó hacer un largo viaje a través de
Inglaterra, en el auto de un historiador inglés. Cosas raras que a veces tiene
la vida. Raro lo mío en Inglaterra, y raro el viaje propiamente dicho.
Para empezar, el auto de este historiador es un Audi
que te deja sin aliento.
No me pidan el modelo.
A duras penas sé que es un Audi
por los circulitos de la parrilla.
La envidia y la codicia son feos
sentimientos, pero la verdad es que no pude dejar de comparar: ¿cuántos cientos
de años tiene que trabajar un profe de historia de la Argentina como para
comprar una nave como esa?
Me parece que sería más fácil sacar la cuenta en
milenios, pero en fin. Volvamos a lo que estoy contando sobre ese viaje.
El historiador no sabe una palabra de castellano, con
lo cual nos vemos obligados a conversar en su propio idioma.
Hace muchos años,
en la escuela secundaria, tuve una profesora de inglés que me hizo transpirar
la gota gorda y que pobló, durante mi adolescencia, muchas de mis pesadillas.
Pero, nobleza obliga, algo debo reconocerle a mi funesta pedagoga: si hoy en
día puedo conversar con alguien en ese idioma es gracias a sus clases, sus
amenazas y sus invectivas. Tampoco es que hablo un inglés fluido y londinense.
Nada que ver. Mis construcciones gramaticales y mi pronunciación harán que mi
profesora se revuelva de indignación en su eterno descanso, pero me las rebusco
para entender lo que me dicen y transmitir lo que pienso.
Problema adicional: voy medio mareado sentado a la
izquierda del conductor, y cada vez que nos cruzamos con algún auto de frente
siento que vamos a estrolarnos con esto de ir, ambos, por la mano contraria.
Entrecierro los ojos y presiento el impacto y los hierros retorcidos, pero me
equivoco. Además, debo reconocer que como “drivers” son muy civilizados.
Ultima dificultad: ¿de qué hablar con un historiador
inglés, con el que apenas nos conocemos, a lo largo de un viaje de quinientos
kilómetros?
Santa solución: al tipo le gusta el fútbol, es fanático del Chelsea
y va siempre a la cancha. Ya tenemos tema para por lo menos dos viajes como
ese.
Entonces conversamos de su equipo, del mío, de cómo se
hizo hincha, de cómo me hice yo, de qué jugadores me gustan, de cuáles le
gustan a él.
Coincidimos en Drogba. Nos diferenciamos con Cristiano Ronaldo –no
me cae bien, lo lamento-.
Experimento un ingenuo orgullo de que conozca y
admire al Kun Agüero. “I was in the stadium in his first match, wen he was
fifteen years old”, le digo, esperando que eso signifique que yo estaba en la
cancha cuando el Kun debutó en Primera, con quince años. Es mentira. Ese
partido lo vi por televisión, creo.
Y perdimos con San Lorenzo, me parece. Pero
es una mentirita piadosa. Piadosa para mí mismo, porque no me perdono no haber
estado ese día en la cancha.
El abre mucho los ojos, aunque no sé si de pura
admiración o porque mis palabras significan alguna otra cosa, extraña o inadmisible.
Espero que sea admiración, nomás.
Sigue la charla. Mi ocasional compañero me cuenta que
siempre ocupa la misma butaca en Stamford Bridge. Que conoce a sus vecinos de
tribuna. Que a algunos de ellos los ha visto crecer desde pibes hasta adultos.
Me gusta esa imagen. Eso de que una parte de tu vida sea un pedacito de la
cancha de tu equipo. Una especie de barrio con vecinos que conocés. Le pregunto
cómo hace para conservar el sitio. Se me cruza por la cabeza preguntarle si son
socios vitalicios. Pero no tengo la más pálida idea de cómo puede decirse
“vitalicio” en inglés. Mejor me callo y espero a tener más datos. Me explica
que todos los años el club le envía, antes del inicio de la temporada, el
cronograma de días y horarios de los partidos, y el costo de su platea.
Ahora
soy yo el que abre los ojos como platos. ¿Cómo pueden saber, en julio, las
fechas y horarios de los 38 partidos del Chelsea como local?
En la Argentina
uno se da por satisfecho si se entera con una semana de anticipación, aunque
puede ser que te lo cambien seis horas antes del partido, por supuesto.
Por una
extraña asociación de ideas se me ocurre preguntarle por el tema de la
violencia en los estadios: pienso en horarios y pienso en el Coprosede; pienso
en el Coprosede y pienso en la seguridad o en su ausencia; pienso en su
ausencia y pienso en los barras; pienso en los barras y se me ocurre la típica
pregunta.
“Can you explain me how did you solve the hollingans problem?”, que
viene a significar: “¿Me podés explicar cómo corchos hicieron para sacarse de
encima a los barrabravas?”, en términos un poco más distinguidos.
“Oh…”, me contesta el historiador. Ese “Oh” viene a ser
como el “Esteeeee” que usamos nosotros mientras preparamos una respuesta.
“Three things”, dice al fin, levantando tres dedos de la mano que usa para
meter los cambios del Audi, que dicho sea de paso tiene un tablero que parece
el de un Boeing 767.
“The first thing:” –deja en alto únicamente el dedo
pulgar-, “Very strict new laws”. Muevo la cabeza, asintiendo. Nuevas leyes muy
severas. No termina de decirlo, y mi anfitrión llega a un cruce de rutas de
provincia, aunque allá no se llamen provincias. Son dos rutas desoladas. En la
intersección hay una señal de Stop.
El tipo detiene la marcha por completo. No
es que aminora la marcha y estira el cuello a ver si viene alguien, comprueba
que no y acelera en segunda mientras gira el volante. Si la señal dijese “Slow”
–que significa lento- en una de esas lo hacía. Pero como dice “Stop”, el tipo
se detiene.
Stop. Y punto.
Entonces entiendo que, para esta gente, hacer leyes
nuevas es lo mismo que aplicarlas. Las hacen y las cumplen. Y no quiero iniciar
un largo debate sobre el imperialismo inglés y sus acciones atroces en el resto
del mundo.
Hablo de otra cosa. Pienso en otra cosa.
“Second”, prosigue mi interlocutor, alzando el dedo
índice de la mano izquierda. “All fans are sitting”. Yo vuelvo a asentir,
porque lo he visto. Detrás de los laterales. Detrás de los arcos. En los codos.
Todos prolijamente sentados. Y me asalta una duda, porque no estoy seguro de lo
que pienso al respecto. Con lo otro sí estoy seguro. Con eso de que los
delincuentes que se hacen pasar por hinchas vayan presos, sí que estoy de
acuerdo. Que los violentos se queden fuera de las canchas donde va la gente honesta,
sí que me parece perfecto.
Pero no sé qué pensar de esto de “todos sentados”.
Porque el fútbol está lleno de momentos. Y tu vida como hincha, también. Cuando
sos chico tu viejo te lleva adonde la gente se sienta porque, si no, te tapa
todo el mundo. Y está bien. Cuando crecés, y vas con tus amigos, vas a la
popular porque querés saltar y cantar y gritar y esas cosas se hacen de parado.
Cuando madurás en una de esas volvés a la platea, porque te duelen las tabas y
no aguantás 45 minutos seguidos de pie. O porque te sosegaste y querés ver bien
el partido, aunque lo que hay para ver te deje el alma hecha jirones. Pero ahí
está: la cancha para nosotros es un sitio que cambia a medida que envejecemos.
No sé si me gustaría que fuese siempre igual a sí misma.
“And thirth”. Ahora son tres los dedos que levanta:
pulgar, índice y mayor. “The tickets price”. Ah, digo yo, el precio de las entradas, y pido detalles. Mi
anfitrión tira una cifra, en libras esterlinas, de lo que cuestan las entradas.
Yo la convierto a euros y la multiplico a pesos. Trago saliva, porque el número
resultante es una fortuna. Tal vez me haya equivocado, porque las matemáticas
no son mi fuerte. Arranco otra vez. Mientras paso de libras a euros mi
informante tuerce la cabeza hacia mi lado y sonríe. Supongo que me lee el
pensamiento. “It is not cheap”, o sea, que no es barato. “¿No es barato?
–pienso, escandalizado- ¡Cuesta un ojo de la cara!” –me digo con la frase que
usaba mi mamá a la vuelta de la feria, en el Castelar de mi niñez, cuando los
precios la sulfuraban.
En aquellos tiempos yo me preguntaba cómo era eso de
tasar las cosas al precio de un ojo, pero ahora, en este auto carísimo, me
alcanza con sulfurarme como ella.
¿Cómo va a costar semejante fortuna ir a la cancha? Me
trabo porque no sé cómo formular la siguiente pregunta.
En español la pregunta
es simple: “¿Y cómo hacen los pobres para ir?”. Claro que eso es en español
directo.
En el español de los eufemismos, debería reemplazar la palabra “pobre”
por alguna delicadeza al estilo de “personas de bajos recursos” o algo así.
Pero mi inglés carece de eufemismos. Lo pregunto como puedo, con sencilla
brutalidad.
La respuesta también es sencilla. Y es brutal. Y viene acompañada
de un meneo de cabeza. “No. They never go”. Así de simple. Los pobres nunca van
a la cancha.
Simple. Sencillo y directo.
Después hacemos un rato de
silencio. Un poco porque el esfuerzo de hablar en inglés me deja agotado, y mis
argentinísimas neuronas necesitan recuperar el aliento. Y otro poco porque
necesito pensar en este lío.
Porque yo tengo muchas ganas de ir a la cancha sin
miedo y sin vergüenza. Sin el miedo a la violencia que las barras bravas
ejercen, y sin la vergüenza de que las hinchadas, a veces, los aplaudan y los
admiren.
Pero no quiero que el precio que debamos pagar sea un fútbol para
ricos. Y me pregunto si no habrá otro modo.
Me digo que tiene que haberlo,
aunque yo no sepa encontrar la salida.
Mientras tanto, el Audi llega a un cruce de caminos
absolutamente desierto.
Pero en la intersección hay una señal roja y blanca que
dice “Stop”.
Y el inglés, por supuesto, detiene el Audi por completo.
Fuente El Grafico
Nota publicada en la edición de julio de 2012 de El Gráfico
http://www.elgrafico.com.ar/2012/07/22/C-4374-english-lesson-un-texto-de-eduardo-sacheri.php
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