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sábado, 19 de diciembre de 2020

Efemérides - Gracias a Dios

Por Javier Brizuela

 

Como lágrimas, así bajaban las gotas por la ventana de la combi. Recuerdo haber llegado a esa conclusión luego de analizarlo un rato, en ese tiempo al pedo que tenía acostado en la parte trasera de la camioneta. Tiempo que prefería gastar en esas pavadas, antes que ponerme a pensar en la bronca que me generaba el momento.

Nunca fui de preocuparme por la lluvia, de hecho muchas veces la disfruto. “Es agua simplemente”, suelo decirle a la gente que no la soporta, como si no lo supiera. Pero ese 19 de diciembre el clima no podía ser tan desconsiderado, le estaba faltando el respeto a Dios.

Y como si fuera poco, hacía peligrar mi presencia en un evento al que en ese momento no sabía bien por qué (la razón la comprendí más tarde), pero intuía que no podía faltar. Porque para mi, que en esa época vivía lejos de Avellaneda, era ese día o probablemente no era. A los 11 años uno no decide cuando viaja la familia a visitar parientes y por eso vivía esa pausa, en la que la radio amenazaba con trasladar el acontecimiento al año siguiente, con un nerviosismo especial.

Había que recibir a Argentinos el domingo y luego venían las fiestas (razón por la que estaba en Buenos Aires) y las vacaciones de los jugadores, así que efectivamente, era ese día o no era, al menos para mi. Al rato, supongo que en la Oral Deportiva o programa similar, llegó la confirmación que tanto esperaba.

“La despedida de Bochini se hace, no se suspende”, así que las dudas se dispersaron y la camioneta reanudó su marcha, con un pibe sonriendo en la parte de atrás.

Del partido no recuerdo demasiado, solo que me di el gusto de ver de cerca a algunos de los héroes de las historias que me contaba mi familia, haciendo lo que los metió en mi vida como personajes de cuento. Enfrentando ni más ni menos a varios que se convertirían en mis ídolos un par de años después, siendo en ese entonces promesas del club.

También tengo bien presente que silbaba e insultaba al rubio que jugaba de cinco para los blancos, sin saber bien por qué. Una de las tantas cosas que hacemos los hinchas comportándonos como una masa de gente, sin pensarlas demasiado. La realidad es que no me gusta perseguir ni al tren, no tengo intenciones de asesinar a nadie y, al menos hasta ahora, me inclino por las relaciones heterosexuales. Pero bueno, en la cancha uno canta que quiere correr a los bosteros, matar una gallina o cogerse a un hincha de Racing, como si realmente tuviese ganas de hacerlo. Así que ahí estaba, en una de las imbecilidades más grandes que cometí, insultando a uno de los mejores mediocampistas de la historia de Independiente. Y Claudio Marangoni soportaba estoicamente esa idiotez cada vez que tocaba la pelota.

Pero lo que me marcó para siempre aquella noche no fue nada de eso, ni la pegadiza canción “Porque te quiero te vengo a ver, aunque que esta noche sea la última vez”. Ni siquiera tenía plena consciencia de que era testigo de la despedida del jugador más grande del fútbol argentino. No, fue otra cosa.

Mi abuelo era un tipo de los que se conoce como chapado a la antigua, no solamente por una cuestión cronológica. La vida lo puso a prueba de muy chico, dejándolo huérfano, y tuvo que hacerse fuerte para afrontarlo. Serio, tosco, de pocas palabras, creo que yo era de las pocas personas que lo tuteaban, ya que no lo hacían ni los hijos. Imponía respeto y hasta miedo por su forma de ser y también por su enorme físico, curtido por levantar cajones en el mercado central durante gran parte de su vida. Tenía una mano gigante, con la que se divertía jugándome pulseadas, sonándome la espalda (nunca entendí como no se me rompió la columna) o amenazando en chiste con cortarme el cogote con su rara uña del dedo gordo, que la tenía afilada y en forma de púa, para clavarla en las sandias y melones, logrando así determinar su madurez.

Siempre me había llamado la atención todo eso, así como también las historias con las que me cautivaba, en las que me hablaba de sus ídolos mezclando palabras en inglés. Que ese era un gran “centro ja”, que tal era un extraordinario “fouar” y el otro un “win” tremendo. Solo en esos momentos mostraba atisbos de sensibilidad.

Pero esa noche del 19 de diciembre de 1991, todo fue distinto. Sobre el final del encuentro, el Bochita metió un gol aprovechando su magia y la falta de ganas de los rivales para quitarle la última pelota. Y en ese preciso momento, vi a mi abuelo transformarse casi en un osito cariñoso. Y lejos de ser el único, toda la tribuna debajo de la Visera estaba ocupada de gente que lloraba como protagonista de novela turca, ante el saludo del eterno diez que daba su última vuelta olímpica, y mi incredulidad.

Jamás había visto emocionado a mi abuelo y ahora lo tenía ahí, en un mar de lágrimas, justo en una edad en la que no careteás la situación. Porque de grande quizá mirás para otro lado para evitarle la vergüenza al otro, pero cuando sos niño te acercás a la cara y observás fijamente, como para analizar que tan real es lo que estás viendo.

Hoy, mientras miro la entrada de ese partido colgada en la pared del comedor de mi casa, se perfectamente por qué aquel día vi llorar al cielo, y más tarde por primera y única vez a mi abuelo. Y le doy gracias a él, a mi viejo, al Bochita y a Independiente, que es más o menos lo mismo.

 

Fuente Orgullo Rojo


 

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