Por Eduardo Sacheri
Cada vez que me entero de la muerte de alguien a quien he
conocido y apreciado hago lo mismo. Evoco una imagen, una acción, una frase de
esa persona. Pero la elección no es arbitraria, ni azarosa. No elijo al voleo.
Intento recordar un momento pleno, significativo. Significativo al menos para
mí, que en ese caso soy el que recuerda. A veces, si la ocasión se presta para
eso, comparto ese recuerdo con sus seres más queridos. Como quien se aproxima
al dolor ajeno, saluda a los deudos y muestra una fotografía que exhibe al
difundo en un momento feliz de su pasado, mientras introduce la cuestión con un
“Mirá, mirá que lindo que se lo ve en esta foto”.
No sé del todo bien por qué lo hago. En parte, supongo, como
una maniobra torpe y efímera para detener los voraces empellones del olvido.
Además, porque soy de la idea de que, ya que las personas alumbramos actos y
circunstancias a veces sublimes, a veces miserables, merecemos la compasión de
que se nos recuerde como fuimos cuando mejores fuimos. Y por último, porque,
sospecho, me gustaría que alguien, cualquiera, hiciera lo mismo por mí cuando
me toque la muerte.
Hace un tiempo me enteré de que murió Rubén Pontello. Una
muerte normal, si tal calificativo le cabe a alguna muerte. La muerte de un
señor mayor, la muerte de un señor con sus achaques. No una de esas muertes que
nos hacen rabiar por incomprensibles, por tempranas o por azarosas. No. Fue una
muerte a esa edad en la cual, estadísticamente, estamos acostumbrados a que
venga la muerte. En ese sentido, una muerte de esas que “pueden pasar”.
Una muerte casi anónima. Una muerte suburbana, como la que
nos espera a casi todos. Una muerte de la que se enteran los de la familia y
los del barrio, y pará de contar. Bueno, en realidad, en el caso de Pontello,
una muerte que también lamentaron los pibes de la escuela. Para ellos, Rubén
Pontello era el viejo dueño de la librería-kiosco de la calle Martín Irigoyen,
enfrente del colegio. Miles de alumnos lo conocieron sacando fotocopias,
comprando mapas para geografía y pebetes para matar el hambre antes de la clase
de gimnasia. Entre esos chicos de la escuela están mis hijos, que me lo cuentan
una noche cualquiera, antes de cenar, mientras llevo los platos para poner la
mesa. Me lo cuentan con tristeza, porque lo apreciaban, y porque descuentan que
voy a lamentarlo. Me han visto saludarlo más de una vez, con mucho afecto, en
la vereda del colegio. Supongo que, con ademanes automáticos, sigo poniendo los
platos en su sitio. Los vasos, los tenedores, los cuchillos. Pero mi cabeza se
va muchos años hacia atrás. Y queriendo o sin querer empieza a redactar este
callado epitafio.
Tengo diez años y, por razones que no vienen al caso, mi
vida acaba de descalabrarse desde los mismos cimientos. Perdido en una casa
dolorida, deambulando por una escuela que de repente me es tan ajena como el
mundo mismo, me topo un día con un papel en la cartelera. “Gran torneo de
fútbol. 5°, 6° y 7° grado”. Lo organiza la Unión de padres. Se anota el que
quiere. Los equipos los arman ellos, los padres de la Unión. Uno tiene que ir,
anotarse y decir en qué posición quiere jugar. Del resto se ocupan los adultos.
Me anoto como arquero. No porque me encante el puesto. Sino
porque ahí puedo poner en acción toda mi rabia y algo parecido al coraje. La
cancha de la escuela es de tierra y piedra, y los arqueros suelen intentar
cuidar el cuerpo. Yo no. Lo que me falte de talento lo supliré con arrojo y con
raspones. Mejor que duelan las rodillas y los codos. Que duelan mucho, así
duelen más que los recuerdos.
Los equipos del torneo tienen nombres gauchescos. A los
chicos nos parece medio plomo, pero nos lo aguantamos. No son épocas de
rebeldía juvenil. El mío se llama “La Tranquera”. El mejor equipo, el que
terminará coronándose campeón, es “Fortín criollo”. Otro es “El Mangrullo”.
Otro tiene que ver con el pelaje de los caballos.
Rubén Pontello es uno de esos padres que organizan. Arman
los equipos. Pintan las líneas. Arbitran los partidos. Pero su caso es
especial. Especial en relación con los otros padres. Porque su hijo, el que
tiene mi edad, no juega al fútbol. No le gusta. Y, sin embargo, Pontello dedica
su tiempo y su energía con la misma pasión que los otros padres, los que sí
tienen hijos que juegan.
En una de esas porque el fútbol le gusta tanto que no
necesita mayor motivo. En una de esas, porque le despiertan compasión algunos
pibes a los que les toca crecer guachos. En una de esas, porque es de esos
adultos que saben que lo mejor que uno puede hacer en la vida es generar un
mundo un poco más amable para los chicos. Los chicos que sean. Los propios o
los ajenos.
Además, Pontello escribe las crónicas de los partidos. Los
lunes buscás en la cartelera y ahí están, escritas a máquina, partido por
partido, las peripecias del sábado. Mi equipo no es de los mejores del torneo.
Me llegan mucho. Y yo atajo. Y Pontello, en las crónicas de los lunes, escribe
que atajo. Ahí está mi apellido.
“Sacheri salva a La Tranquera”. Yo me siento igual que si mi nombre hubiese
salido en la tapa de los diarios. Pontello destaca tres o cuatro mano a mano,
una volada sobre el palo izquierdo que, según su juicio, “impidió que El
Mangrullo se alzara con la victoria”.
Y yo, que en general intento pasar desapercibido, disfruto
como loco que Pontello destaque mis atajadas. Porque me gusta sentir que sé
atajar. Cuando atajo quiero que me vean.
Quiero que a los rivales se les atragante el grito de gol entre mis guantes. Que
mis compañeros aplaudan al gordito flequilludo que vuela de palo a palo, sin
preocuparse por las magulladuras.
Y Pontello me ve. Así lo escribe Pontello, diciendo que fue
Sacheri el que le impidió a El Mangrullo “alzarse” con la victoria. Lo redacta
con palabras ampulosas, como las de los periodistas de los diarios. Porque lo
escribe para nosotros. Para los chicos. Para que nos acerquemos a la cartelera,
en el recreo, y veamos lo que ha escrito de nuestras hazañas. Para que nos
sintamos jugadores. Jugadores en serio, en crónicas de verdad.
Al año siguiente, ese grupo de padres tiene una idea
brillante. En lugar de jugar los sábados ahí, en esa canchita pordiosera que
tenemos en Castelar, deciden llevarnos en el micro de la escuela hasta Moreno,
hasta el colegio gigantesco que los curas palotinos tienen cerca de la estación
de La Reja. Esas, las del Instituto
Fahy, son las primeras dos canchas de once que pisaremos en la vida.
El arco es enorme. Enorme de alto y enorme de ancho. No me
importa. Son canchas cimarronas, de pastos duros y matas de yuyos. Tampoco me
preocupa. Las canchas, además, se usan como campo de pastoreo para las vacas
que crían en la escuela. Como cráteres malolientes, las tortas de bosta esperan
como trampas. En un momento ves a los pibes corriendo como liebres, y al
siguiente los ves tropezar con la inmundicia y derrumbarse. También eso me
tiene sin cuidado.
Lo único que quiero es atajar. Y si algunos arqueros les
temen a los raspones, y otros se acobardan frente a la pestilencia, no será mi
caso.
Yo quiero “salvar” a mi equipo. Calzarme sin complejos el
traje de mesías. Pontello lo entiende. Por eso siempre me pone en el equipo más
flojo. Porque sabe que a mí no me interesa ganar, sino atajar todo, o casi
todo, lo que me tiren. Y mientras tanto, me voy cubriendo de barro y de bosta
hasta la cabeza, claro. Es pasto, me digo la primera vez, como un modo de
vencer el asco. Después no necesito recordármelo más, porque dejo de
registrarlo.
Los otros chicos sí que lo registran. A la ida, en el micro,
puedo ir charlando como cualquiera, pero a la vuelta me dejan solo como si mi
hedor pudiera contagiarlos. Voy en el primer asiento, con las patas sobre el
parante de metal, jugando en silencio a que soy yo el que maneja el colectivo.
Las moscas me zumban y yo a veces las espanto.
Pontello, sin embargo, a menudo viene a sentarse al lado y a
charlar. Ni siquiera frunce la nariz. Charlamos de fútbol. El es de Boca, y yo
soy de Independiente, de manera que sobran los asuntos. Pero sobre todo
hablamos del fútbol nuestro. El que acabamos yo de jugar y él de arbitrar. Yo
me rasco la mezcla de barro y bosta que ya forma una costra sobre mis piernas
casi lampiñas, y que demoraré largo rato en ablandar bajo la ducha. Pontello me
escucha y me habla.
Cae la tarde sobre la ruta 7. El viejo colectivo vuelve para
casa. Moreno. Paso del Rey. Merlo. Con Pontello comparamos los puntos fuertes
de Fillol con los de Gatti. Padua. Ituzaingó. Pontello me dice que no me haga
mala sangre con el tercer gol de ellos. Que son cosas que pasan.
Y esos sábados
hostiles de mis once años terminan siendo, para mi sorpresa, días buenos.
Ahora, treinta y cinco años después, mis hijos me preguntan
qué me pasa, que me he quedado con cara de bobo mirando el aire, en lugar de
terminar de poner la mesa para la cena.
Digo que no, que qué, que nada. No tengo ganas de ponerme a
explicar lo de los epitafios. Mejor vuelvo, otra vez, la última vez, a esos
sábados a la tarde, a terminar de redactarlo. A ese hombre y ese pibe que
conversan en el primer asiento de un colectivo desvencijado y no saben qué les
depara el futuro. Al pibe que no sabe que, años después, se ganará la vida
escribiendo. Al hombre que ignora que, años después, ese chico lo seguirá
recordando como un tipo bueno que le tendió la mano cuando la vida venía hecha
una porquería.
Calculo que a los dos les habría causado cierta divertida
extrañeza pensar que, por esas vueltas que tiene la vida, el pibe va a terminar
escribiendo una crónica con ellos dos como protagonistas. Sacheri salva a La
Tranquera. Pontello salva a Sacheri. El colectivo anaranjado echa humo negro
por Rivadavia. Y este epitafio termina en las páginas de la revista El Gráfico.
Nota publicada en la edición de febrero de 2015 de El
Gráfico
Fuente El Gráfico
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