En el fútbol no hay mayor sensación de plenitud que un grito
de gol. Pero ese episodio visceral a veces puede costar muy caro. Esta
historia, la de un triunfo que fue derrota, y que además sentenció la carrera
de un futbolista, ocurrió hace un tiempo en Uruguay y es digna de un cuento.
Nota publicada en la edición de mayo de 2014 de El Gráfico
Ilustración: Natalia Figueroa.
Por Luciano Wernicke
Para Martin Bayle, vestir la camiseta del Club Nacional de
Football de Montevideo demandaba un enorme sacrificio.
El dinero que juntaba su
padre Omar con su taxi, durante más de una docena de extenuantes horas diarias,
apenas alcanzaba para mantener una familia numerosa con cinco hijos.
Martín –a
quien todos conocían como “el Mono” por “mis brazos largos, mis manos grandes y
por mi cara”, se ríe– tenía que pelearla cada día para sembrar el sueño de
llegar a la Primera División. Las changas en un supermercado del barrio le
permitían pagarse el viaje que, cada jornada y a través de los colectivos 174 y
306, debía emprender entre Colón –un rústico barrio de obreros y laburantes del
norte de la capital uruguaya– y Los Céspedes, el complejo deportivo de Nacional
situado a 15 kilómetros del centro montevideano, bautizado con el nombre de
tres hermanos –Amílcar, Bolívar y Carlos Céspedes– que vistieron la camiseta
tricolor y también la celeste.
“Yo no tenía plata para tomarme los bondis todos
los días. Muchas veces me traía el preparador físico, muchas veces caminaba
como loco para ahorrarme uno de los colectivos. Era una odisea”, subraya con
amargura.
Aunque era hincha de Peñarol, como toda su familia, el Mono
se incorporó a las filas del máximo adversario invitado por un amigo del
barrio, el arquero Jimmy Schmidt, actualmente en el club colombiano Envigado.
“Defendí los colores del Bolso como loco, hasta ahora sigo siendo hincha”,
cuenta a El Gráfico desde Sevilla.
En 1997, Nacional arrancó con todo el campeonato de Sexta
División. Bayle no sólo sobresalía como “volante tapón”, al estilo de los 5
clásicos uruguayos como Obdulio Varela o Néstor Goncalvez: también era el
capitán del equipo.
“A Peñarol le ganábamos siempre –destaca–. Ese año le
ganamos de ida y de vuelta”. Los resultados positivos se fueron sucediendo uno
tras otro, hasta clasificarse para la final. En esa instancia, al tricolor le
tocó enfrentar a Defensor Sporting.
El primer duelo se disputó en el Complejo
Pichincha del club violeta de Parque Rodó. “Nos ganaron bien, uno a cero”,
reconoce. El 10 de diciembre de 1997, Nacional recibió a Defensor para la gran
revancha. Los dirigentes del Bolso decidieron que el partido se jugara en el
estadio de Parque Central (uno de los que se utilizó en el Mundial de 1930 y en
el cual Argentina derrotó a Francia 1-0 en su debut en ese torneo), donde se
reunió muchísimo público. “Con Defensor siempre hicimos partidos muy picados,
sucios, llenos de patadas. En la primera final, nos habían tirado cosas al bus
que nos llevó. En la revancha, el clima siguió muy pesado. A nosotros nos vino
a ver la barra del club, para alentarnos. Nunca habíamos jugado ante tanta
gente. Era la época en la que Peñarol logró el Quinquenio de Oro (entre 1993 y
1997 se apoderó de cinco campeonatos de manera consecutiva), y nosotros
teníamos la oportunidad de ganar algo, aunque fuera un torneo de Sexta”,
rememora Martín.
EL MONO Bayle, hincado, posa con un par de compañeros de
Nacional, poco antes de ser protagonista de una historia insólita que, además,
derivó en su alejamiento del fútbol.
En un encuentro duro, de pierna fuerte y mucha fricción,
Defensor metió el primero y a poco estuvo de aumentar, porque el árbitro
Gustavo Ziegler le otorgó un penal.
Bayle protestó este fallo y se ganó una
tarjeta amarilla.
Sin embargo, la “pena máxima” fue contenida por Sebastián
Viera, el arquero que luego sería compañero de Juan Román Riquelme en el equipo
español Villarreal.
En el segundo tiempo, las acciones violentas y las peleas
se multiplicaron y el referí, poco a poco, fue echando jugadores de ambas
escuadras, hasta que los dos equipos quedaron con sólo siete integrantes.
Nacional, necesitado de revertir el marcador, se fue con seis hombres al ataque
y consiguió empatar a los 44 minutos del complemento mediante su delantero
Fabrizio Cabello. Defensor, que con ese empate se consagraba campeón, reanudó
las acciones desde el medio. De inmediato, Bayle recuperó la pelota y se la
pasó a Peter Vera, quien ganó un córner cuando el árbitro agregaba un par de
minutos a los 90 que ya se habían extinguido. Vera lanzó el tiro de esquina, y
Cabello, con un cabezazo al primer palo, consiguió una victoria agónica,
emocionante, que obligaba a un partido de desempate tres días después.
“Ahí se
desató la locura. La gente gritaba como loca, y nosotros empezamos a festejar
descontrolados. Yo, desaforado, me saqué la camiseta para revolearla mientras
celebraba el golazo de Fabrizio”, relata Bayle con un dejo de amargura. Porque
el árbitro Ziegler, al notar la incorrección del capitán de Nacional, le mostró
la segunda amarilla y, de inmediato, la roja.
“Me fui al vestuario muy caliente
–enfatiza–, porque pensaba que me perdía la tercera final. Pero, a los pocos
segundos, empezaron a llegar mis compañeros, todos llorando.
"¿Qué pasó?", les
pregunté desconcertado.
" 'Perdimos por tu camiseta', me gritaron”.
Con términos
nada cariñosos, el técnico Luis González le explicó al Mono que Nacional había
quedado con sólo seis futbolistas, lo que determinaba su inmediata derrota, a
pesar de haber dado vuelta el marcador con enorme esfuerzo y amor propio.
“Después, cuando todo el plantel se juntó a comer un asado, González, muy
enojado, me dijo ‘me debés 150 mil dólares’. Pretendía que yo, un pibe pobre
del barrio Colón, le pagara el premio que, según me dijo, el club le había
prometido si obtenía el título”, asegura Bayle.
Para el Mono, la derrota fue el inicio de un calvario. El
fatídico incidente llegó a los medios y, de la noche a la mañana, se convirtió
en el hazmerreír de la capital uruguaya.
“El caso tuvo tanta repercusión que
apareció en todos los noticieros, en todos los diarios. Mi hermano mayor,
Jorge, me ayudó mucho: consiguió que un amigo suyo le prestara una casita en
Aguas Dulces –una localidad balnearia del departamento de Rocha, con sólo 300
residentes permanentes y a unos 270 kilómetros de Montevideo– para aislarme un
poco durante unos días. Yo estaba muy deprimido”, confiesa.
Al retornar a la
capital oriental, Nacional lo cedió en préstamo a Villa Española, un club
montevideano de la Segunda División, y luego a otro equipo de esa categoría de
ascenso, Juventud Las Piedras, del departamento de Canelones. Finalizado este
oscuro período, Bayle quedó libre y el fútbol se convirtió en parte de su
pasado.
El corte fue tajante: “Nunca más volví a jugar. Es más, nunca volví a
ver un partido de fútbol en una cancha. En 2003, con 21 años, llegué a Sevilla.
Ahora trabajo como camarero, pero solamente los fines de semana. Acá la cosa
está difícil”, se lamenta. Diecisiete años después del extraordinario caso del
equipo que perdió un campeonato por una camiseta, el Mono Bayle repasa con
amargura su desdichada experiencia: “Yo sólo quería festejar y gritar”.
Fuente El Gráfico
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