Otro material inédito de Eduardo Sacheri, ideal para que lo
lean los cincuentones.
Nota publicada en la edición de mayo de 2014 de El Gráfico
Por Eduardo Sacheri
Decir que “nos citamos” con el Cabezón en un bar de
Ituzaingó es una exageración. Es un plural mentiroso. No “nos” citamos. Fui yo
quien lo llamó, varias veces, hasta que logré vencer su resistencia. Y ahí
mismo, en esas negativas, pude ver que la cosa era grave y venía en serio.
Por lo menos llega puntual. Quiero pensar que es una buena
señal, aunque la expresión de la cara del Cabezón, el modo desganado en que se
deja caer en la silla, la forma en que abandona el cuerpo apuntando hacia la
puerta del bar, como alistándose a irse desde el principio, son señales de que
no, de que no queda mucho para hacer, mucho para decir, ni mucho para cambiar
en la decisión que no me ha dicho, pero que seguro tiene tomada.
¿Le pregunto directamente o será mejor irse un poco por las
ramas? ¿Preguntarle por la familia, por el trabajo, por algún amigo en común
que hace tiempo que no veo? Decido que no. Que el Cabezón va a advertir que se
trata de rodeos. Inútiles y torpes rodeos.
“Hace cinco meses que no venís a jugar los sábados”,
disparo. Eso es todo. Ese es el punto. Ese es el único inicio posible para la
conversación. El Cabezón asiente. “¿Por qué dejaste de venir?”, insisto.
Mientras llegan los cafés hacemos una pausa. El Cabezón le
agrega azúcar. Dos. Tres cucharadas colmadas. Que se desgarró, contesta, por
fin, y levanta un poco el cuerpo para tomarse la parte delantera del muslo derecho,
como reafirmando lo de su lesión. Eso es todo. No dice nada más. Es él,
entonces, el que ha decidido irse por las ramas.
“Está bien, Cabezón, pero un desgarro son dos, tres semanas
parado. No son seis meses.” Dice algo sobre los años. Una cosa son los pibes,
explica el Cabezón. Ahí sí son tres semanas. Pero qué querés, pregunta, sin
énfasis. Cincuenta pirulos. Ni de casualidad te recuperás en tres semanas.
“Pero tampoco en seis meses”, murmuro yo, y el Cabezón hace
una mueca que no significa ni sí ni no, y sigue mirando hacia la vereda. Me
mantengo en silencio, como un modo de darle a entender que todavía sigo
esperando. Que tiene que contestarme, porque el asunto ese del desgarro no es
motivo suficiente.
“¿Sabés qué pasa?”, dice por fin, y me doy cuenta de que
ahora sí, de que ahora se acabó el tiempo de las excusas y los rodeos. Pero
todavía falta un poco, porque vuelve a hacer silencio. Como si le faltase el
último envión. O como si no tuviese claro por dónde entrar en materia.
“¿Vos qué edad tenés?” me pregunta de repente. “Cuarenta y
cinco”, le contesto. “Claro, claro –dice–, ahí tenés un poco la respuesta”. No
lo entiendo. No sé a dónde quiere llegar. Se lo digo.
“Dentro de un par de años me vas a entender”, dice en un
tono de voz que más parece una sentencia. “Al principio no te das cuenta”, dice
mientras me mira de frente por primera vez, y acomoda el cuerpo hacia mi lado,
como quien, por fin, decide dejar al margen las demoras.
“O lo que sentís es, el domingo a la mañana, que te
atropelló un tren durante la noche y vos no te enteraste. ¿Me seguís?” Claro
que lo sigo. Si lo del tren está empezando a pasarme a mí. El día del partido,
en caliente, más o menos la llevás. El asunto es a la mañana siguiente, que te
duelen todos los músculos del cuerpo, hasta los que no tenés. Pero no digo
nada, porque el Cabezón quiere seguir hablando.
“Te lo bancás. El dolor, digo. El lunes, el martes, más o
menos te acomodás. Pero después es peor, sabés. Porque no es que te duele. Te
empezás a romper. Y llega un momento en que te rompés cada dos por tres. Que si
no es el gemelo, es la artrosis de la rodilla. Que si no es el tendón de
Aquiles, es el puto espolón. ¿Me querés decir para qué corchos te sale un
espolón? Ni que fueramos a volar, me cacho”.
Ahora soy yo el que se palpa apenas la pantorrilla derecha.
Malditos gemelos. El Cabezón sigue. Está lanzado: “Te rompés. Vas al médico, al
kinesiólogo, al masajista. Volvés. De a poco, y cada vez te cuesta más. Pero
volvés. Y a la primera de cambio te volvés a romper. En el mismo lugar o en
otro sitio. Pero da lo mismo. Otra vez al médico. Otra vez al kinesiólogo. Y en
tu casa te empiezan a mirar feo. Viste cómo son las minas. Por un lado les
parece bien que juegues, porque así descargás. Como si uno fuera una
instalación eléctrica, para que necesites la bendita descarga… Pero por el
otro, cada vez que rompés te van mirando peor. Al principio, pura dulzura, pura
paciencia. Después la cara de preocupación, de impaciencia. Al final, entrás un
día rengueando a tu casa y te sueltan un… ¿Otra vez te lastimaste?”.
Ahora el Cabezón habla sin necesidad de que lo estimule.
Como si hubiera tenido ganas pero le hubiese faltado solo la punta del hilo
para empezar. Pero me preocupa el pesimismo que sueltan sus palabras. Decido
intervenir. Que no se hunda en ese pozo melancólico.
“Pero pensá en el grupo, Cabezón. Hace un montón de años que
jugamos juntos, y…” “Del grupo no me hablés, te pido por favor.” Me lo dice
así, cortante. Y se vuelve a girar hacia la puerta, casi de espaldas a mí, como
si lo hubiese poco menos que insultado. “Pará un poco, Cabeza. ¿Es cierto o no
es cierto que hace un montón de años que jugamos juntos?”
“Justamente, flaco –el Cabezón asiente–. Justamente. Hace un
montón de años que jugamos juntos. Y ya estoy un poquito hasta acá de alguna
gente. O a ver, decime. En estos seis meses que yo llevo sin ir: ¿Quién se
llevó las camisetas para lavar? Cachito o Alejandro. ¿Es así o no es así?”
Asiento. Es verdad. “Seis meses, veinticuatro sábados. Y vos decime: ¿no hay
ningún otro inútil que pueda decir, un sábado cualquiera: Dejen que yo me las
llevo? ¿O piensan que Cachito y Alejandro se las llevan porque les gusta lavar
pilchas mugrientas? Veinte años jugando juntos. Y decime dónde está escrito que
la pilcha la tienen que llevar a lavar siempre los mismos.” Tiene razón. Yo
estoy a punto de contestar que de todas maneras las mandan a un lavadero, que
no las lavan ellos. Pero es verdad. El bolso mugriento con olor a pantano de
todos los sábados termina en el auto de Cachito o en el auto de Alejandro.
Ningún otro se encarga.
Recurro a un contra-argumento: Pero otros se encargan de
organizar, de juntar la guita… “Sí, es verdad, me corta otra vez el Cabezón.
Gastón y vos. Por algo estamos acá reunidos con vos. Porque te hacés cargo de
ver qué corchos pasó con el tarado del Cabezón. Y decime: si no se encargan
Gastón y vos, ¿quién se hace cargo? Nadie. Nos comen los bichos”.
Hace un gesto interrogativo para saber si voy a comerme la
masita que me trajeron con el café. Le hago un gesto para consentir que se la
coma. Sigue hablando con la boca llena: “Y otra cosa: el dichoso grupo de hace
un montón de años… ¿no se da cuenta de que la cancha nos queda cada vez más
grande? ¿Qué hay diez, doce tipos que no pueden jugar en cancha de once? ¡Sí,
se dan cuenta! Pero se hacen los otarios. Porque no se quieren dar cuenta. Y
por cinco o seis caprichosos que se creen Maradona y que le hacen asco a la
cancha de siete, todos los demás nos tenemos que morfar esa cancha que nos
queda enorme. Vos todavía corrés, pero ¿Viste cómo salen los partidos? Quince
minutos más o menos normales, y después la mitad de la gente en un área y la
otra mitad en la otra área, escupiendo los bofes. ¿O no es así?
Pienso. Y sí. Nuestros partidos son siempre la misma
porquería. O no, sábado a sábado son un poco peores. El Cabezón sigue: “Y como
hay tipos que se pudren de esta porquería y dejan de venir, traen flacos
nuevos. Flacos de treinta, treinta y cinco años. ¿Y cómo querés que yo, con las
tabas hechas fruta, pueda jugar contra flacos quince años más chicos que yo, me
querés decir?”
Revuelvo lo que me queda de café. Es cierto. Pienso en la
época en la que yo empecé a jugar con este grupo, hace una pila de años. El
Cabezón era un número cinco metedor, criterioso, con buen pie. Te araba el
mediocampo, te ordenaba la gente, te iba bien de arriba.
Ahora ya no. Y son tres palabras pero en esas tres palabras
de “ahora - ya - no” entran todas las frustraciones de un tipo que supo jugar
bien al fútbol y ahora siente que se cayó del mundo. Es verdad que hay tres o
cuatro tipos nuevos que son casi veinte años más jóvenes. Bastante burros, pero
unos atletas. Y el Cabezón los ve pasar. Cuando los puede esperar de frente es
otra cosa, porque el Cabezón sabe anticipar, y la mayoría de los nuevos no sabe
resolver. Pero igual. Son más las veces que queda pagando que las que llega.
Muchas más. Demasiadas más. Casi todas.
“Es así, macho -concluye el Cabezón-. Ahora estoy para
volver. El cuádriceps lo tengo hecho un primor. ¿Y para qué? ¿Para que tengamos
que esperar una hora para empezar a jugar por los mismos cinco impuntuales de
mierda que llegan cuando se les cantan las ganas, porque saben que sin ellos no
llegamos al número? ¿Para que diez tipos murmuren, bajito, que hay que aclarar
tal o cual problema, y después, cuando llega el momento, se levanten para
hablar los mismos cinco idiotas de toda la vida, y los demás mirando para otro
lado? ¿Para que mire alrededor y vea un montón de caras nuevas, que ni me conocen
ni los conozco, que juegan acá porque les queda cómodo, y donde les salga una
chance en otro lado te dejan de garpe? ¿Para que me pasen como poste dos o tres
maratonistas que tienen los pies redondos pero veinte años menos que yo?”
Son preguntas retóricas que el Cabezón no espera que yo
conteste. Mejor, porque no sabría que responder. Me quedo callado, igual que
él, mientras algunas de las mesas de alrededor se vacían o cambian de
ocupantes. Al final se levanta, me da una palmada en el hombro y saca unos
mangos para pagar los cafés. Le digo que no, que deje, que yo lo invité. “De
ningún modo, flaco. Encima que te toca hablar con los jubilados del plantel, no
vas a pagar el café. Ni loco”. Deja cuarenta pesos y comenta algo de que espera
que alcance para la propina. Es lo último que dice. Me da un abrazo y se va. No
renguea para nada. Se ve que del cuádriceps está, nomás, bien recuperado.
Repaso la conversación, mientras en Ituzaingó oscurece.
Pienso que tal vez valga la pena conversar con los muchachos. No con todos,
pero sí con Gastón, con Alejandro, decirles que por qué no intentan ellos
convencerlo… Sonrío sin ganas al advertir que, también para esto, planeo acudir
a los cuatro tipos que se ocupan de todo. A los que hablan, a los que piden
puntualidad, a los que lavan las camisetas, a los que citan en un café a los
desertores para intentar recuperarlos.
Por un momento me digo que manejé mal la conversación. Que
lo dejé engranar y, como el Cabezón es un calentón, lo llevó todo para el lado
del pesimismo. Pero que las cosas no son así. No son tan terribles. Tienen
arreglo. Pero me dura poco el envión. Apenas. Antes de que se haga de noche me
doy cuenta de que si no lo interrumpí, en su largo discurso desolado, es porque
dijo la verdad en cada una de las cosas que habló.
La moza me dice que gastamos treinta y seis. Le dejo los
otros cuatro de propina. Por fin me levanto. Saludo con una inclinación de
cabeza. Antes de salir, pienso quién se encargará, dentro de un tiempo, de
citarme a mí, en este café o en uno igual, para preguntarme por qué hace tanto
tiempo que no voy los sábados a jugar. Será Gastón, Cachito o Alejandro. Me
pregunto: ¿Los demás, notarán mi ausencia?
Dejo la respuesta pendiente. El tiempo será el que me
conteste. Al fin y al cabo, no falta tanto para que yo también, como el
Cabezón, a regañadientes, acepte el último café, antes de abandonar el fútbol
para siempre.
Fuente El Gráfico
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