Daniel Angelici, presidente de Boca Juniors. /Maxi
Failla/Clarín/
Por Fernando Gonzalez
La Argentina tiene un nuevo producto de exportación. Los
barrabravas. En la involución del país adolescente primero fueron las vacas que
los hacendados llevaban a París para asegurarse leche de primera calidad. El
loor al trigo que inmortalizó Lugones. El dulce de leche de la industria
liviana. Y los reactores nucleares que construyó el Invap. Pero después la cosa
se desbarrancó. Los desaparecidos fueron la marca trágica del terrorismo de
Estado. Y el 2001 inmortalizó el récord de los cinco presidentes en una semana.
En estos días son los violentos del fútbol argentino los que
se llevan el protagonismo. Ni siquiera el suceso organizativo del G-20 puede
competir con el desbande que baja de las tribunas y se extiende en las calles
cercanas a los estadios. Es tan inestable el clima previo de un partido
importante que la Superfinal entre River y Boca no se puede disputar en la
Argentina. Podemos garantizar la seguridad de Donald Trump, Xi Jinping,
Vladimir Putin y Angela Merkel pero no la de sesenta mil ciudadanos desatados
dentro de una cancha por algunas horas.
Por eso, el torneo más importante de América se definirá en
Madrid. Es una de las diez ciudades más seguras del planeta y los policías
tienen leyes contundentes: tanto para reprimir a los violentos como para ser
investigados si cometen excesos. Habrá 5.000 agentes españoles para prevenir el
fenómeno de los barrabravas. “Los ultras que ensombrecen el fútbol argentino”,
editorializa el diario El País en su portada. Ultras es el término con el que
denominan al flagelo del fútbol. España también los sufrió hace décadas pero
los combatió y los desterró de sus canchas.
Lo increíble es que en la Argentina haya dirigentes que se
sigan indignando por el superclásico que “nos quitaron”, como dicen algunos. El
presidente de River, Rodolfo D'Onofrio, seguía afirmando que su club no había
hecho nada al mismo tiempo que la Justicia condenaba con dos años y cuatro
meses de prisión a uno de los cientos de simpatizantes del club que le tiraron
piedras y botellazos al micro donde viajaban los jugadores de Boca. ¿Y qué se
puede decir del barrabrava Rafael Di Zeo, liderando el operativo de seguridad
que debía custodiar la salida de Boca hacia el aeropuerto de Ezeiza? Que la
final se juegue a diez mil kilómetros de Buenos Aires también es
responsabilidad de Boca y de Daniel Angelici.
El circuito barrabrava que le agrega otra cuota de oscuridad
a la Argentina no es patrimonio exclusivo de los hinchas más violentos que
tiene el fútbol. Se consolida en una cadena perversa que incluye a los
dirigentes de los clubes, a los policías corruptos, a los sindicalistas
mafiosos y a muchos, demasiados integrantes de la política nacional. Por eso,
no es casualidad que se resistan a encabezar desde el Estado una estrategia que
le ponga fin al miedo como combustible de un negocio asociado a la muerte.
Tuvieron una oportunidad inmejorable en la tarde del jueves.
Surfeando sobre la ola del desastre que habían protagonizado River y Boca, el
Gobierno envió al Congreso un proyecto que endurece las penas de todos aquellos
que participen de la fiesta barrabrava. Pero los diputados, los de la oposición
pero también algunos oficialistas, lo frenaron con el argumento de que las
penas eran excesivas. ¿El resultado? Lo suspendieron por dos semanas y casi
seguramente no habrá ley este año. En la Argentina, y en cualquier otro lugar
del mundo, a esa prescindencia con el delito se la conoce como complicidad.
Fuente Clarín


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