Por Eduardo Sacheri
Estos años de escribir columnas en El Gráfico fueron, para
mí, un estupendo modo de dialogar con otras personas. De hablar de fútbol. De
vez en cuando salieron cuentos. Muchas otras veces surgieron estampas, miradas,
tomas de posición. Casi, casi, declaraciones de principios. Fue como conversar
en la tribuna. Esas charlas con gente que a veces conocés y muchas veces no,
donde lo que importa no es cómo se llama cada cual, sino lo que tiene para
decir, mientras esperás que salgan los equipos, o en ese ratito de entretiempo
en el que todos se precipitan a sentarse en un minúsculo pedacito de escalón, o
durante ese momento final cuando se acabó el partido y demorás la partida hacia
tu casa.
A partir del mes próximo ya no saldrán mis columnas en El
Gráfico. Por eso me dan ganas en esta ocasión, que es la última, de despedirme
con una buena pisadita. Intento explicarme: ¿No le sucede, querido lector,
cuando escucha hablar a diferentes personas, alumbrar la idea de que “a este lo
quiero en mi equipo”? ¿Y no le pasa, estimado, cuando ve comportarse a algunas
otras, que siente que “a este lo quiero lo más lejos posible”?
A veces fantaseo con resolver esos dilemas por medio de una
pisada. Me refiero a la pisadita, esa forma de elección de jugadores para
conformar equipos de fútbol barriales, chúcaros y pasajeros. En este caso que
me ocupa no me refiero a pisar para armar equipos. O sí. Pero no en equipos
pensados para jugar partidos.
En una de esas lo hacemos siempre. Eso de pisar y de elegir.
Tal vez uno, conscientemente o no, va seleccionando las personas que lo
acompañan en la vida. No todas hacen caso, por supuesto. A veces esas personas
eligen otros caminos. O no quieren rumbear para el mismo lado que vamos
nosotros. O se mueren, y cosas así. Pero me gusta la idea de imaginarme la vida
así: como si toda la gente que hemos conocido y que conoceremos pudiese estar
reunida en una vereda suburbana y uno, alzando el dedo y señalando, pudiese
definir “vos vení. Vos también”. Y dejando la mano baja, pasando de largo,
dejase un tácito “vos no” flotando en el aire frente a los que no queremos.
Por eso, creo, empecé hablando de lo de la pisada. Porque
para esta última columna me gustaría poder pisar. Elegir. Elegir compañeros es
una manifestación de principios. Elegir a quiénes queremos es un modo de
proclamar qué es lo que queremos. Y como estamos hablando de modos de
interpretar el fútbol, no de maneras de jugarlo, en esta pisada incluyo a
jóvenes y ancianos, mujeres, hombres y niños, cercanos y lejanos. En suma: no
hablo de elegir futbolistas, sino de escoger futboleros. Y, en consecuencia, me
permito proponer, cascote en mano, que tracemos una raya en la vereda. Un
raspón de ladrillo que establezca una frontera. Un ustedes y un nosotros. Sobre
todo un nosotros. Para que de este lado, de la raya para acá, quedemos juntos
los que vemos el fútbol de determinado modo. ¿Para qué? Podrá preguntarse
cualquier lector. No lo sé, lector querido. Todavía no lo sé. Dejeme avanzar, a
ver si me explico.
Yo digo que vengan de este lado los que quieren mucho a un
club, al que sea. Los que profesan esos amores enormes por una camiseta que, en
una de esas, por cada alegría les endilga mil dolores. No los quiero conmigo
por inteligentes, ni por sensatos. Sospecho que ni ellos ni yo somos
inteligentes ni sensatos. Si lo fuésemos, dedicaríamos nuestros afectos a
causas más nobles. Pero en una época en la que todo lo que vale se mide, se
pesa y se cobra, que dediquemos nuestro cariño desmesurado a una casaca es un
gesto grande. Grande y torpe. Grande y bello. Esos, los enamorados de su club,
que vengan para acá
Pero no los fanáticos. Por favor. Los fanáticos no. Esos que
se queden de la raya para allá. Esos que son incapaces de ver nada bueno en el
otro, ni nada malo en sí mismos, esos que se consideran infalibles, esos
defensores solemnes de sí mismos… esos no. Esos que no vengan. Que se queden
allá, dedicados a tener siempre la razón.
Y ya que estamos con lo que queremos bien lejos de nosotros,
dejemos claro que tampoco vengan los amargados seriales. Por favor. Esos que
también se queden al otro lado de nuestra raya de ladrillo. Esos que al minuto
de juego empiezan a insultar como si supieran jugar, esos que destilan toda la
bilis que juntan en los otros escenarios de su vida nada menos que acá, en la
cancha, donde nos toca a nosotros aguantarlos, por favor, absténganse de
aproximarse. Sigan ahí, bien lejos. Con su actitud de ofensa fácil, con sus
aspavientos de maridos cornudos, por favor, en serio. Ahí, quietos. Que los
elija otro.
Momento, momento. Que ahora que me escucharon, pretenden
sumarse a nuestro bando un grupo de muchachos que cultivan el “aguante”, que
suponen que ir a la cancha es “armar la fiesta” y celebrarse a sí mismos como
si fueran más importantes que lo que pasa dentro del campo de juego. Disculpen,
pero no.
Quédense ahí, con los demás. Con los insultadores y los
fanáticos. No lo tomen a mal, pero ustedes también le hacen mucho daño al
fútbol. Aplaudir a cualquier burro que tenga puesta tu camiseta es tan malo
como insultar a cualquier buen jugador que tenga otra. Las dos actitudes te
descalifican. En serio, por favor, permanezcan ahí, hasta que otro los elija.
Además no está mal que se queden todos juntos. Tienen tanto en común.
Tantísimo. En serio. Conversen y van a darse cuenta.
Ya sé que estoy pretendiendo equilibrios dificilísimos.
¿Quién no se tentó alguna vez de aplaudir a un burro después de una victoria y
una fiesta? ¿Quién no destiló un poco de impotencia vengándose de un rival que
nos pintó redondamente la cara? Todos hemos sido miserables alguna vez. No
seríamos seres humanos, caso contrario. Pero hablamos de tendencias. De “casi
siempres”. Si casi siempre aplaudís burros, si casi siempre insultás todo lo
que se te cruza, si te colgás de una bandera “todo descontrolado” dejá, fiera.
Dejá. No vengas. Quedate de la raya para allá.
Sigamos mirando la multitud y escogiendo, porque aún tengo
un par de categorías más de personas que quiero elegir. Los que saben perder.
Esos. Esos los quiero de mi lado. Los que odian perder, pero saben perder. No
pretendo gente que quiera perder, o que guste de perder. No hablo de
masoquistas. No. Yo quiero gente que aborrezca perder, que quiera tanto la vida
que quiera ganar siempre, pero que entienda que no, que no se puede, y que
aunque uno no puede elegir cuándo ganar puede elegir cuándo ser digno. Eso. Y
que siempre se puede ser digno. ¡No, che, otra vez! No crucen la raya los
muchachos del “aguante”. No hablo de ustedes. No hablo de esa fiesta que ustedes
arman para ustedes y que de fútbol tiene poco y nada. No, en serio. Quédense
allá, por favor les pido. Qué cosa, estos pibes. Demasiada manija, demasiada
buena prensa han tenido en las últimas décadas.
Déjenme seguir, que pierdo el hilo. Ah sí: los que saben
ganar. Esos también los quiero conmigo. Esos que cuando ganan no necesitan
andar por ahí gritando que ganaron. Les alcanza con saberlo. Con saberse
ganadores y ejercer cierta modestia por haber ganado. Y que no andan buscando
rivales para gastarlos. Al contario. Porque quiero gente dispuesta a ponerse en
el lugar del otro. En el lugar mío, si cabe. Y si a mí me duele como me duele
perder, alrededor quiero gente que respete ese dolor. Que lo respete porque
sabe cuánto y cómo duele. Y que pueda esperar lo mismo de mí, cuando se
inviertan los papeles. Por eso, les pido que vengan. De la raya para acá,
ustedes, los que saben ganar. Junto con los que saben perder.
No sé cómo nos van dando los números. No sé si con estas
estipulaciones son más los que han cruzado la raya hacia nuestro lado, o son
más los que se han quedado donde estaban. No tengo modo de calcularlo.
Por si acaso, sigo sumando. Quiero a la gente a la que le
guste hablar de fútbol. Pero no de las novias de los jugadores, o de cuánto
cobran, o de si salen a la noche y los vieron en el casino o en un boliche.
Quiero a mi alrededor a la gente que te sabe adivinar cuando un volante por
derecha que acaba de debutar en primera tiene pasta como para quedarse. Gente
que además de mirar a sus jugadores tiene un inventario de otros cincuenta
jugadores, puesto por puesto, que podrían venir al club por poca plata a rendir
bien. También quiero a esos rencorosos que tienen la lista de doscientos
caballos que pasaron por el club sin merecerlo. Y de los dirigentes que los
compraron. Y quiero a esos viejos memoriosos que pueden recitarme formaciones
de equipos inolvidables. Yo no sé casi nada de fútbol. Pero quiero escuchar a
esa gente y aprender un poco. Y quiero que vengan de la raya para acá esos
dispuestos a clavarse un partido que no les va ni les viene con el único
objetivo de ver jugar a ése, ése que les dijeron que sabe. Gente dispuesta a
elogiar a un rival. Gente dispuesta al ejercicio de esa virtud inusitada y en
extinción que es la paciencia. Porque, al fin y al cabo, la paciencia es
también, sospecho, un gesto estético.
Y quiero gente de paz, por supuesto. Es tan claro ese punto
que casi me olvido de asentarlo. Los violentos que se queden allá, en la vereda
de los que no quiero. De los que dejo para que los elija otro. Y atenti que no
hablo solamente de los delincuentes de la barra. No. Violentos también son esos
papis que les enseñan a sus hijos a escupir a los directores técnicos rivales,
por encima del alambrado. Los que insultan a todo bicho que camina. Los que
rompen una butaca y se la tiran a alguno por la cabeza. Los que gritan sandeces
desde la comodidad de su platea aunque no tengan ni idea, pero ni noción, de
cómo se juega al fútbol.
Eso. Así. Que cada cual vaya tomando su sitio. De la raya
para acá y de la raya para allá. De acá para allá, ustedes. De acá para acá,
nosotros.
En el fondo lo que quiero, lo que espero, lo que necesito,
es que de este lado nos quedemos los que no nos compramos ese mensaje vacío,
superficial y farandulero de que ganar es lo único importante. Los que
confiamos en que las formas, los modos, son casi el sinónimo de la sustancia.
Los que no creemos en ganar a cualquier precio. Los que sospechamos que al
final del camino, cuando saquemos cuentas, importará menos lo que hicimos que
cómo lo hicimos.
Sigo sin saber cuántos seremos. Sigo desconociendo cuántos
se quedan de la raya para allá, mirándonos con recelo, con suficiencia. Cancheros.
Y sobre todo seguros. Seguros de sí mismos.
Y hablando de eso me falta llamar a los inseguros. A los que
dudan. A los que hoy viven el fútbol de una manera que creen que es la mejor,
pero dejan la puerta abierta para cambiar. Que en la vereda de allá se queden
los solemnes, los iluminados, los profetas. Los que saben todo siempre. Los que
están seguros de que siempre están en lo cierto.
En fin, no sé sacar las cuentas, al final, de cuántos
quedamos en cada lado. De acá para allá están ellos. Del trazo de ladrillo para
acá, nosotros. No sé dónde somos más. No sé a quiénes pertenece el futuro. No
sé si dentro de unos años casi todos nosotros, los futboleros, estaremos en
veredas como la que a mí me gusta, o si casi todos andarán recorriendo la ancha
vereda de la que voluntaria y cotidianamente me mantengo al margen.
Pero permítame, querido lector, como despedida, establecer
esta raya. Y saquémonos una foto que nos posibilite ver no sólo dónde estamos
parados, sino con quién. Y permítame, querido lector de El Gráfico, que lo
incluya en este lado, a usted que a lo largo de más de cuatro años me acompañó
leyendo estas columnas. Que lo que tenemos para compartir no es el amor por una
camiseta, ni goles, ni campeonatos, sino algo mucho más grande. El amor por el
fútbol.
Hasta siempre.
Nota publicada en la edición de mayo de 2015 de El Gráfico
Fuente El Gráfico
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