Por Eduardo
Verona
En aquella
noche del lunes 2 de agosto de 2004, José Omar Pastoriza se despedía
reivindicando los valores que siempre lo distinguieron. No fue un idealista
consagrado, pero tenía ideales. No fue siempre la oveja negra, pero no formó
parte del rebaño. En esa imagen del antihéroe, el Pato, sin desearlo, fue héroe
a su manera.
Una noche
entre tantas otras noches iguales, parecidas o distintas, el hombre de 62 años
partió. Era la noche del lunes 2 de agosto de 2004. Hace ya nueve años. Por
aquellos días el Pato no sospechaba la magnitud del derrumbe Rojo que se
avecinaba. En esa partida tan prematura como inesperada, José Omar Pastoriza
dejó la vibración de montones de historias dando vueltas. Con uno o con miles
de testigos. Con grandes adhesiones o con fuertes resistencias. Con palabras,
pero sobre todo con la potencia intransferible que denuncian los hechos.
Con él,
también partió un pedazo del fútbol argentino. Quizás sin saberlo, el Pato
encarnaba la figura de un atorrante con
inquietudes que iba mucho más allá del juego de la pelota. Un atorrante made in
Argentina, en esa típica clasificación del atorrante como un tipo con perfume a
suburbio y con el conocimiento que trasciende a la religión formal y solemne de
las universidades.
Si el Flaco
Menotti dice que existió un Maradona porque antes la rompieron Adolfo
Pedernera, el Charro Moreno, el Cuila Sastre, Capote De la Mata , René Pontoni,
Alfredo Di Stéfano y el Cabezón Sívori, entre otros; con el Pato se puede
trazar una búsqueda parecida: si recorrió el camino que recorrió dentro y fuera
de las fronteras del fútbol, será porque tiempo atrás le marcaron una cancha
invisible el Gordo Troilo, el Gitano Juárez, Discépolo, Pipo Rossi, el Polaco
Goyeneche, el Pelado Ernesto Grillo, Osvaldo Ardizzone y miles de tipos
anónimos que suelen estar en las noches y en las esquinas donde se arremolinan
los vientos, los romances y las ideas.
El Pato,
naturalmente, no fue alumno de ninguno ni maestro de nadie. Pero su marca en el
orillo venía de otra Santa Fe y de otra Buenos Aires. De los viejos códigos que
no tenían nada de mafiosos. Del café compartido. De las barajas que no estaban
marcadas. De un pleno en la ruleta de la vida. Y del ida y vuelta que pone en
cadena perpetua a los que semblantean todo con aire de suficiencia ventajera.
Jugo
estupendamente bien al fútbol, Pastoriza. Jugó como un capo del mediocampo y
metió como hay que meter cuando los de enfrente te quieren dejar en banda y con
las manos vacías. No se la daba de pesado. No sobreactuaba el rol del que
pretende ganarse la admiración ajena por decreto. No se la creía. Pero se la
bancaba en cualquier lado. Y lo respetaban todos, porque era líder, aún sin
proponérselo. Líder, por ejemplo, para ser un eslabón calificadísimo de
Futbolistas Argentinos Agremiados, lanzar una huelga masiva e histórica en
noviembre de 1971 reivindicando los derechos laborales de los jugadores y ser
la cara más visible de una movida que los dirigentes detestaron, hasta
consagrarlo como un enemigo declarado de la AFA , al que había que castigar
sacándolo de circulación. Por eso y no por otra cosa, Independiente lo
transfirió a los 30 años al Mónaco de Francia en septiembre de 1972, luego de disputar
la Copa Intercontinental frente al Ajax de Johan Cruyff. "Querían borrarme
del fútbol argentino de cualquier manera y me tuve que ir. No me quedaba otra,
me lo dijeron muy clarito después de la huelga ", comentó muchos años
después.
Como entrenador,
dejó una señal muy valiosa que nunca abandonó: sus equipos iban al frente. No
al estilo kamikaze, ni cultivando la aventura imposible, pero en general,
imponían condiciones en todos los escenarios. Y si ganó algo que no fue
precisamente poco, fue porque nunca reprimió el talento de sus jugadores. Será
por eso que hace unos años Roberto Perfumo lo puso en una lista como uno de los
entrenadores que le hacían bien al fútbol: "El Pato es de los que atacan,
como el Flaco Menotti, Angelito Labruna, Tito Pizzuti, el Pelado Díaz. De los
que no se cagan en las patas, porque el fútbol es de los que van al frente, no
de los que meten el culo atrás y sólo quieren defenderse para sacar
puntitos", sostenía el Mariscal.
No lloraba
el Pato por un puesto de trabajo. No franeleaba a los periodistas. No le
sonreía a todo el mundo por las dudas. Tampoco era un rosario de virtudes
inalcanzables o algo parecido. Si advertía que tenía que cortarle el rostro a
alguien, no dudaba. Si veía que debía pegar un portazo, lo hacía. Y lo hizo. El
16 de septiembre de 1997, ya colgado de un pincel, sin laburo desde hacía
varias temporadas y casi ausente de los medios, en un bar cercano a la Avenida
Callao y Santa Fe, le confesó a este periodista para las páginas de El Gráfico:
"Hay un sector importante de la prensa al que le cuesta muchísimo hablar
conmigo porque uno conoce cositas que a ellos nos les sirve y les molesta. El
negocio del fútbol pasa por vender y yo no vendo ni me vendo. En el fútbol se
miente cada día más porque algunos creen que es la forma de continuar ligados a
este ambiente".
No fue un
idealista consagrado, pero tenía ideales. No fue siempre la oveja negra, pero
tampoco formó parte del rebaño. Luchó con firmeza para defender lo propio y
muchísimas veces lo ajeno. También lo castigaron muy duro algunos viejos
compañeros de ruta que no fueron jugadores ni dirigentes. No enarbolaba el
odio, pero sí el pase de facturas. En esa imagen de antihéroe, el Pato fue
héroe a su manera. Tenía lo que no sobra ni aquí ni allá: sensibilidad. Esa
dimensión humana de la sensibilidad que no se compra ni se adquiere en ningún
seminario, le permitió ser un buen interpretador de las cosas que palpitan o se
desvanecen por afuera de las grandes luces.
En la mala,
calló. No boconeó. No culpó. No agitó demonios. No chapeó. Se fue a trabajar
afuera, en silencio. Y se la bancó como un duque. Un año, dos años, varios
años. No la pasó de maravillas, ni mucho menos. Pero nunca tuvo la impronta del
resentido victimizado. O del hombre herido que mancha a todo el mundo sin
distinguir nada. Allí, como un león herbívoro, siempre se imaginó el regreso.
La gran
película del regreso inevitable. Y que mejor que a Independiente, aunque haya
jugado y dirigido a Racing. Pero para el Pato, Independiente tenía otra luz.
Otra emotividad. Otra nostalgia. En enero de 2004, volvió como técnico para
elaborar su última función. Ser el entrenador del Rojo en la Copa Libertadores
fue su gran estimulo. Soñó con otra vuelta olímpica, aunque, en público,
prefirió esconder su sueño. En la fulera madrugada del lunes 2 de agosto, un
rayo misterioso le quebró el corazón. Y dejó lo que suelen dejar los hombres
sensibles en la última cena: grandes recuerdos, amigos, afectos, contradicciones,
anécdotas, pasiones, futuro, aunque el futuro sea siempre un misterio
inabarcable.
Y dejó,
además, marcado a fuego una certeza: valió la pena conocerlo al Pato
Pastoriza.
Fuente
Diario Popular
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