Gustavo Fidanza / Diario Popular
Por Eduardo Verona
Los aniversarios siempre son una especie de excusa
formidable para evocar y mirar en perspectiva. Hace 13 años moría José Omar
Pastoriza, un emergente de un fútbol y una sociedad siempre contradictoria. El
Pato expresó liderazgos y formas muy definidas para interpretar el juego.
Despojado de hipocresías y atento a las demandas de su tiempo, pagó el precio
de la confrontación sin claudicar.
Ayer nomás, en la madrugada de aquel lunes 2 de agosto de
2004, José Omar Pastoriza se fue. Hace ya 13 años de esa jornada. Es muy
probable que junto con él también hayan partido aquellos entrenadores que veían
el fútbol sin objetivos ni aspiraciones científicas. Sin relieves de alta
modernidad sobreactuada. Sin pretensiones de protagonizar lo que otros, en
realidad, protagonizan, como los jugadores.
El Pato nunca se había creído el rol del técnico que gana
partidos. Ni aún siendo un ganador. Le escapó siempre a esas veleidades hoy tan
extendidas. A ese show del hombre que tira sus pergaminos arriba de la mesa
para despertar admiraciones ajenas. Al verso de antes y al humo de hoy, en
definitiva. Porque habría que reconfirmarlo: la profesión de técnico está
sobrevalorada por el ambiente. Sobrecalificada. Los técnicos, naturalmente, que
lo saben. Pero no lo dicen ni lo van a decir. Salvo alguna que otra excepción.
Como José Yudica, por ejemplo. “Estamos inflados”, nos comentó hace unos años.
Pastoriza perteneció a ese universo interpretativo que a los
entrenadores les baja el precio. A esa vieja guardia que el Loco Gatti siempre
reivindicó: “Son los tipos que no se creen que están por arriba de los
jugadores. Muchos piensan que son más importantes que los jugadores. Pero
apenas los ves caminar te das cuenta que no tienen nivel y que solo pueden
engañar a los giles y a los boludos”.
La pilcha de héroe futbolero nunca se posó sobre los hombros
de Pastoriza. Prefirió el reconocimiento interno. El que se vive en el plantel.
El que no trasciende. El que no vende. Así se fue construyendo el Pato.
Primero jugando y después dirigiendo. Es cierto, había un
clima de época en los 60 y 70. Más privacidad, menos luces para exhibirse, más
cultura y código barrial, menos botoneadas.
Pero aunque ese clima de época era influyente para moldear
conductas y desalentar claudicaciones vergonzosas, siempre hubo algunos que en
esa misma línea diseñaron su camino. Y que lideraron hasta sin querer liderar.
En ese liderazgo espontáneo y ejercido adentro y afuera de la cancha, no se
agitaron banderas triunfalistas. Ni se cultivaron obsecuencias.
No hablaba por hablar el Pato. No hablaba para convencer a
los periodistas más jóvenes o más veteranos. No tiraba centros para conquistar
adhesiones que mañana son desprecios o rechazos en la lógica del mamarracho que
va para donde sopla el viento. Era un tipo reservado. No hermético. Pero
reservado. No entraba en los conventillos del fútbol.
Organizaba. Eso hacía. Organizar las distintas jerarquías de
un plantel. Democratizar la palabra, pero no para mezclar todo. Sí para
participar. Para integrarse. Para aprender. Para pasarla mejor.
Discutió feo y mal con Julio Grondona en varias
oportunidades. Antes, confrontó muy fuerte como secretario general de
Fútbolistas Agremiados hasta que la dictadura de Lanusse en 1972 le sugirió a
la AFA conducida por el interventor Raúl D’Onofrio (padre del actual titular de
River, Rodolfo D’Onofrio) que le cortara la posibilidad de seguir jugando en la
Argentina para alejarlo de la actividad sindical.
Y partió al Mónaco de Francia con 30 años después de
disputar su último partido en Independiente frente al Ajax de Johan Cruyff por
la final de la Copa Intercontinental.
“Querían borrarme de cualquiera manera y
tuve que irme. No me quedaba otra. Me lo dijeron muy clarito en el vestuario
después de la huelga del 71 en un partido que le ganamos 3-2 a River en el
Monumental con un gol mío de tiro libre sobre la hora”, dijo años después
explicando su exilio deportivo.
Su regreso en julio de 1976, convocado por
Grondona para dirigir a Independiente, lo encontró en una etapa de gran
plenitud.
Sin despersonalizarse y sin dejar atrás lo que había
pregonado como jugador (una especie de Flaco Menotti con menos libros encima), se
convirtió en un técnico con clarísimas orientaciones futbolísticas de corte muy
ofensivo.
No fue un romántico ni un idealista. Fue un tipo que miró el
fútbol como una representación de la vida. Sin dobleces. Sin miedos. Sin
hipocresías. Sin alcahueterías. Sin subordinación.
Campeón como jugador. Campeón como entrenador. Ganador en
algunas. Perdedor en otras. Como todo el mundo. Nadie está invicto. Nadie lo va
a estar. Encarnó a una generación de técnicos que no se traicionaron comprando
y vendiendo espejitos de colores. O yendo al pie del poder de turno modificando
su pensamiento para seguir bailando en el carrousel. Por eso durante muchas
temporadas quedó afuera del circuito. Y se la bancó sin victimizarse.
Aquel lunes de madrugada de hace 13 años, el Pato Pastoriza
se hizo bandera. Y quedó flameando en el viento.
Por eso el recuerdo.
Fuente Diario Popular
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.