Ilustró rrrojo - Fuente de imágen web.
Por Eduardo Sacheri
Al final le dijo que la amaba. Se lo escupió sin atenuantes,
sin fijarse ya en escoger las palabras adecuadas. Se lo dijo casi con bronca,
casi como si ella tuviera la culpa. Bueno, se dijo Esteban, alguna culpa le
cabría por ese amor que a El hacía años le quemaba las entrañas.
Ella lo miró como incrédula. Con sus grandes ojos negros muy
abiertos. Las mejillas se le encendieron en un rojo incandescente y se echo a
temblar como una hoja. El supo que no tenía más salida que seguir hasta el
final, y por eso hablo hasta quedar exánime, hasta que la voz se le estrangulo
por la emoción y por el miedo, hasta que se cohibió en la contemplación de la
metamorfosis del rostro hermoso de ella, que viró del asombro a la
incredulidad, y de la incredulidad a la furia.
El cachetazo que sobrevino entonces terminó por parecerle
natural, porque la cara de ella daba para eso o para cualquier otra forma de
castigo. Enseguida, como para nutrir aún más a la bestia de su desamparo, ella
se acomodó la cartera y se trepó a un 93 que venía repleto. Para colmo desde el
estribo dio vuelta la cara y lo miro con los ojos llenos de lágrimas. No hacía
falta ser un genio para advertir que no iba a perdonarlo nunca.
Muchas veces, en las infinitas noches malgastadas en urdir
el modo de decírselo, había tratado de representarse a si mismo en el instante
posterior a haberlo hecho. Casi nunca lograba hacerse a la idea. Hablarle le
parecía algo tan difícil, tan improbable, que el minuto siguiente a haberlo
conseguido se le antojaba de otro mundo; un minuto para ser vivido en otro
planeta.
Una vez que constató que seguía con vida, que no había
muerto de vergüenza ni de pánico ni de desesperación en la empresa, trató de
pensar de nuevo el universo en torno suyo. Alrededor todo era igual, a qué
negarlo. Buenos Aires estaba por todos lados, pero casi no importaba. El cielo
estaba encapotado de nubes bajas y pesadas. Esteban casi sintió un pinchazo
ligero de bronca, una sensación de injusticia por esa indiferencia rotunda para
con su tormento en carne viva.
Con pasos de autómata abandonó la parada y caminó por
Leandro Alem hasta la plaza. Ella seguía poblando sus pensamientos con una
premura irrenunciable. Su imagen de llanto en el estribo, su rostro dolido y
rabioso y desencantado se le imponían de un modo mucho mayor que el tamaño que
cobraba su propia desventura.
En una de esas tardes de café que pactaban a menudo ella le
había contado, con naturalidad, que se casaba en mayo. Como el sabía que tarde
o temprano llegaría el día en que ella tendría que arrojarle esa montaña sobre
la cabeza, consiguió que el cataclismo de su alma pasase casi inadvertido.
Armándose de valor, hasta tuvo la hombría de formular las preguntas consabidas:
que cuando, que en que iglesia, que la fiesta donde, que la luna de miel en qué
lugar y otras por el estilo. Las tres noches siguientes, que pasó tumbado en la
cama sin pegar un ojo, trató de convencerse de que mejor, de que ya era hora,
de que el tal Alejandro no era mal tipo, de que ese iba a ser tal vez el único
modo de obligarse a perderla y olvidarla.
Se vieron varias veces desde entonces. Habría sido
sospechoso que él evitara sus encuentros. ¿No le decía ella, siempre, que él
era su mejor amigo? ¿No se habían burlado juntos, cien veces, de los que
negaban la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? ¿No se habían
reído siempre en sus encuentros de los chimentos que los unían en romances de
todo tipo?
Para Esteban esos fueron cuatro meses macabros, pero los
soportó a pie firme. Se encontraban en el café de siempre, en el Bajo, y la
dejaba hablar de la modista, del ramo de novia, del buffet froid, del costo por
cubierto, de las rencillas surgidas en torno a la lista de invitados. Él se
asombró, en ese lapso, de cuántas cosas era capaz de soportar sin gritarle que
se callara, que lo dejara en paz, que dejara de martirizarlo con esos punzones
afilados que le desgarraban las entrañas.
Pero el lunes, cuando ella llamó para citarlo para la
antevíspera del civil, sintió que era demasiado. Trató de decirle que no, que
no podía de ninguna manera, que mejor se veían directamente el día de la
iglesia, porque al civil también iba a serle imposible acudir. Pero ella, como
siempre, se las ingenió Para desbaratarle las intenciones y vencerle las
resistencias, y al final se escuchó a sí mismo pactando otro de esos encuentros
del demonio en el café de Leandro Alem para el miércoles a la tarde. Ella llegó
con su impuntualidad de siempre, declamando que debía partir en diez minutos al
encuentro de la modista, pero se pasó la siguiente hora y media atorada en su
monólogo florido. Igual estaba rara. Esteban supuso que era natural y que todas
las mujeres se ponían así en los días previos a casarse.
Intentó escucharla con la buena disposición de siempre. Pero
por más que trataba, lo corroía la idea de que desde la mañana del viernes
siguiente ella iba a serle fatal y perpétua y definitivamente ajena, sin que él
fuese capaz de enarbolar gesto alguno capaz de evitarlo. Porque era evidente,
se decía, que jamás conseguiría vencer su propia cobardía. ¿Para qué traerle un
problema, una desilusión? ¿Para qué ofenderla, inmiscuirse de contrabando en su
existencia, traicionar la linda amistad que los unía, obligarla a rechazarlo, a
decirle lo lamento, yo no sabía, jamás me hubiese imaginado? ¿Para qué forzarla
a poner cara de compasión, cara de te entiendo pobrecito Esteban, cómo puedo
ayudarte a que te olvides?
Atragantado de dolor y de rabia consigo mismo, casi le
agradeció en voz alta cuando ella por fin hizo silencio, después de narrarle un
principio de conflicto felizmente resuelto entre sus testigos de la iglesia y
del civil, zanjado por la angelical intervención de Margarita. Esteban tiró el
último pedacito del sobre de azúcar en la borra del pocillo, mientras ella
miraba el reloj sobre la barra. Llamó al mozo, pagó y salieron a la calle. Como
siempre, se ofreció a acompañarla hasta el colectivo, y ella accedió sonriendo.
Sin embargo, su locuacidad parecía haberse evaporado.
Esteban empezó a sentirse mal del estómago. Había confiado
en que los últimos minutos de ese tormento asirio pasaran en el torbellino de
su charla infatigable. Pero en lugar de eso, ambos caminaban silenciosos por el
Bajo, ella mirándose los pies, y él con la vista clavada en el vacío, buscando
en su interior algún postrer despojo de resignación o de valentía.
“Ya llegamos”, dijo ella. En el refugio esperaba solamente
una señora gorda. Él, automáticamente, bajó el cordón y se paró en la orilla de
la calle. Era algo que siempre hacía. Por empezar, era bastante más alto que ella,
y al descender esos centímetros sus ojos podían encontrar muy cerca los de
ella. Y además, cuando algún auto pasaba cerca de la vereda, Agustina
instintivamente, aunque siguieran la conversación sin inmutarse, estiraba el
brazo y le capturaba el suyo, atrayéndolo sin violencia hacia un lugar más
seguro; y ese gesto de cuidado e intimidad a él le entibiaba las angustias.
Pero hoy ni siquiera esos ritos antediluvianos surtían sus
efectos analgésicos. Ella tenía la vista suspendida adelante, tratando de
adivinar, en su miopía, el colectivo viniendo del lado del Correo. Esteban, por
su lado, trataba de detener el terremoto de sus tripas, concentrándose en que
ya era miércoles a la nochecita, y que el asunto era permanecer con vida hasta
el domingo. Porque abrigaba la ilusión grisácea de que, desde entonces, su amor
desventurado se iría asfixiando en el tiempo y en la distancia, ahogado en el
veneno de lo irrevocable.
No obstante, no se sintió aliviado cuando por fin el 93 se
asomó por el lado de Corrientes, y ella lo miró con una sonrisa rara y de
labios apretados, y le dijo “ahí viene” como si él fuese tonto, como si fuese
ciego, como si fuese incapaz de ver el enorme cacharro amarillento de sus
desventuras acercándose inexorable, zigzagueando del carril lento al rápido y
viceversa para consumar la catástrofe de su alma, para tragarse al amor de su
vida y arrancárselo para siempre.
Fue entonces, cuando ella lo miró con su cara de enigma de
toda la tarde y le dijo chau, cuando él inhaló de nuevo el olor inconfundible
de ella, cuando sintió el roce de sus dedos contra los suyos, cuando se supo
incapaz de sobrevivir al cataclismo de perderla, que él sintió, junto a un dolor
súbito en la boca del estómago, la certeza de que iba a decírselo, de que las
cosas habían dejado de importar, de que ya no podía contener el océano
volcánico de su amor secreto, de que si se callaba moriría en el incendio de
sus entrañas.
La tomó del brazo y le dijo que no subiera, que lo dejara
pasar, que tomara el siguiente porque necesitaba decirle algo. Ella se quedó
mirándolo con los ojos muy abiertos, tal vez intuyendo que Esteban iba a
lanzarse por la pendiente sin retorno de las verdades tardías. Y él, turbado
por la vergüenza pero inmune ya a los trastornos de la cobardía, la miró al
centro de los ojos y le dijo que la amaba. Y se lo escupió sin atenuantes y sin
demorarse en escoger las palabras adecuadas. Le dijo que se había enamorado de
ella sin límites ni miramientos la primera vez que la vio entrar en la oficina,
con su trajecito azul, y su pelo negro y lacio peinado con esmero, mientras
ella tartamudeaba presentaciones y se enredaba los tacos en la alfombra burda
del quinto piso. Le dijo que la había adorado desde el mismo instante en que
había llegado al escritorio de atrás, y él la había visto de cerca por primera
vez, maravillado en el mar oscuro de sus ojos sin fondo, enternecido en su mano
helada de dedos largos y finitos.
Le contó sobre el calvario paciente de sus cartas de amor,
contrabandeadas a sus insomnios, atesoradas en el fondo del segundo cajón de su
mesa de luz hasta el insólito número de doscientas cuarenta y cuatro, hasta la
saturación de imágenes y de metáforas, hasta la sorda convicción de que jamás
sería capaz de hacerle llegar una sola de ellas. Le habló de la tortura dulce
de los cinco años malgastados en esos ejercicios inútiles, de que al final
había encontrado un espejismo de paz en la certeza de que su silencio lo pondría
a salvo de su sorpresa y su rechazo, de su adiós irreversible, y de que había
preferido indigestarse con sus frases de amor que someterse al suplicio de su
adiós definitivo.
En el vértigo de la verdad, y temiendo la proximidad de un
final de catástrofe, comenzó a ametrallarla con los dardos flamígeros de sus
sentimientos desnudos. Intuyó, al calor de su corazón desbocado, que las
palabras corrientes, esas que se usan todos los días, no eran adecuadas para
describir un amor como el suyo, y desplegó temerario una verborragia indómita
que mezclaba improvisaciones geniales con pedazos arrancados al azar a los
doscientos cuarenta y cuatro borradores de sus cartas de amor empedernido.
Viéndola parada frente a el, rígida, incrédula, le dijo
también que se hiciera cargo de ese amor, aunque no hiciese otra cosa más que
eso. Que al menos para abofetearlo, insultarlo, escupirlo, tomara partido,
hiciera algo, le diera a entender que, aun para despreciarlo, ella también
estaba ahora sumergida en el pantano de su amor y su desconsuelo. Que al fin y
al cabo era ella, a su modo y sin quererlo, la única responsable de su agonía
perpétua.
Hizo un instante de silencio, como si las fuerzas
descomunales que lo habían conducido hasta allí estuviesen a punto de
abandonarlo. Resopló varias veces y con lo último de su empuje le pidió
disculpas, le dijo que hasta último momento tenía decidido callarse, que había
decidido no hablar por respeto, por no arruinar esa amistad que tenían, por no
ponerla a ella en el disgusto de despreciar su amor, por evitarle la
incomodidad de herirlo, por ponerla a salvo de perder la naturalidad de sus
voces y de sus diálogos. Pero que al verla ahí, a punto de tomar el 93, había
entendido que no podría dejarla ir, que no sería capaz de perderla para
siempre, de perdurar el resto de su vida en la decrepitud de carecer de ella,
ajeno a sus humores y a sus detalles, ajeno a sus tareas cotidianas, ajeno a
sus embarazos y a sus hijos y a sus reuniones de padres, ajeno a sus Navidades
y a sus vacaciones en Córdoba, ajeno a sus cambios de peinado y a sus compras
de ropa, ajeno a su cuerpo de piel y junco yaciendo en la oscuridad de cada
noche.
Después, agotado, terminó por callarse. Fue cuando ella se
lanzó a temblar como una hoja, y le hizo estallar la cachetada en pleno rostro,
y se colgó del 93 que venía repleto, y lo condenó con los ojos por su estúpido
modo de arruinarle la antevíspera de su casamiento.
Esteban se derrumbó en un banco de plaza y dejó caer la
cabeza entre las manos, mientras la fatiga inconmensurable de los nervios
acumulados le disolvía las articulaciones. El alma se le anegó de angustia y de
desamparo. Se vio al fin como tanto había temido verse: solo en el universo,
privado para siempre de ella y de la mera posibilidad de ella alguna vez. Y
aunque no se arrepintió de haber hablado como acababa de hacerlo, cayó en la
cuenta de que la tranquilidad de conciencia tenía muy poco que ver con la paz
de espíritu. Entonces la congoja le subió por fin hasta los ojos, y la plaza y
Buenos Aires se le nublaron de lágrimas tibias y saladas. Trató de contenerse
primero. Pero cuando en su alma fue tomando por fin cuerpo el tamaño de abismo
de su soledad, el horizonte inabarcable de su desolación, se desbarrancó en un
llanto desesperado, que habría hasta el fondo las esclusas de su rencor y su
desconsuelo.
Empezó a llover. Primero tímidamente, con unos gotones
grandes y dispersos, que golpeaban con fuerza las hojas de los árboles y los
pétalos de los flores en los canteros. Después con más ahínco, aunque sin
llegar al aguacero. En cuanto fue capaz de percibir la mojadura, Esteban
levantó la cabeza y miró en torno. La gente se había ido, como siempre se va
del Bajo cuando anochece. Dejó de llorar. Se restregó con las mangas los ojos
enrojecidos.
No tenía la menor idea de adónde ir. Entendió,
apesadumbrado, que la vida le arrancaba de nuevo de cero, y que iba a tener que
coleccionar un sinnúmero de cosas y de gentes como para ocupar el agujero
descomunal que acababa de abrírsele en el lugar donde había estado ella.
Caminó de espaldas a la avenida, hacia el lado del río. A
los pocos pasos se detuvo, se asustó, y casi se enojó consigo mismo, cuando por
encima del rumor de la lluvia y de los autos creyó escuchar un grito que traía
su nombre. Era posible, por supuesto, que estuviesen llamando a otro Esteban.
Era posible que aunque la voz fuese de mujer, y aunque se pareciese
terriblemente a la voz de Agustina, la nostalgia y la desesperación le
estuviesen haciendo pasar un mal rato. Era posible que el sonido rumoroso sobre
las piedras anaranjadas del caminito fuera otra cosa que los zapatos de taco de
ella tragándose la distancia que los separaba. Era posible que estuviese
alucinando, y que no valiese la pena volverse para verla a ella indiscutible y
real y tangible, a ella corriendo por la plaza gritando su nombre, a ella
despedazando el futuro escrito en letras definitivas, a ella también empapada
del agua de otro banco de otra plaza, a ella saltándole al cuello en un abrazo
risueño y bañado de su propio llanto, a ella incinerándolo para siempre en el
fuego de sus labios contra los suyos, a ella abrigándolo en sus primeras
palabras de amor, susurradas trémulas contra su oído.
Este blog lo sigue a Sacheri.
Este blog lo sigue a Sacheri.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.