Por Eduardo Verona
Las transferencias en el fútbol argentino se trasladaron a
las cumbres del bochorno institucionalizado.
La estrategia de la mentira
organizada.
Pases hechos que se caen en cuestión de minutos.
Pases
hechos que se desintegran en el aire.
Pases hechos que anuncian los dirigentes
y que en muchos casos son novelas de ficción alumbradas por la especulación más
vulgar y salvaje.
El mercado de transferencias en el fútbol argentino se fue
trasladando a las cumbres del bochorno institucionalizado.
Nadie cree en nadie.
Nadie pone la cara por nadie. Porque creer y poner la cara es perder por
goleada.
Todos o casi todos, impulsan como estrategia de negociación la mentira
organizada. El jugador, protagonista directo de las falacias que se multiplican
a su alrededor y que se construyen día tras día, no dice nada. No opina. No
figura. No juzga. No elige.
Si el representante o un grupo empresario de los que
abundan, lo lleva a jugar a la liga de un país que no está ni en el mapa, hace
las valijas y se va.
Y después verá si le gusta o no.
Si no le gusta, como le
pasó al Burrito Ortega después del Mundial de 2002 cuando fue incorporado por
el Fenerbahce de Turquía, saca un pasaje de avión detrás de las urgencias y
desesperaciones por regresar y emprende la fuga, más allá de la larga
suspensión que después le correspondió.
Pero no todos se despiden del club que
los compró como lo hizo Ortega en el 2003.
Otros, muchos en realidad, quedan
como virtuales rehenes de intereses, trapisondas y conflictos económicos que
los trascienden.
La irrupción indiscriminada de representantes,
intermediarios y grupos de inversores desconocidos que se vincularon al fútbol
desde que Jorge Cyterszpiller apareció en 1976 como el alter ego negociador de
Maradona, casi en línea con el protagonismo de Guillermo Cóppola como apoderado
de Ruggeri, de Gustavo Mascardi como la
voz del Loco Gatti y años después de Settimio Aloisio como el intérprete de
Caniggia y Batistuta, superaron largamente todas las previsiones.
El mercado,
por otra parte, sin reglas, controles ni regulaciones mínimas, naturalizó su
propia dinámica de sucesos sospechadísimos.
Fue precisamente Carlos Pandolfi, una de las voces más
históricas y reconocidas de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA), quien en
septiembre de 1996 afirmó con inocultable preocupación: “Ya hay más
intermediarios que jugadores. Cualquiera quiere ganar plata a costillas de los
futbolistas. Nueve de cada diez son delincuentes de guante blanco. Gente que
nunca tuvo nada que ver con el ambiente, pero ven que allí pueden hacer dólares
con un par de operaciones y se arriman a los jugadores para dorarles la píldora
y sacarles ventaja. No es la primera vez que dejan a un futbolista varado en el
exterior como si fuese una mercadería. Realmente son contados los
intermediarios que van por derecha, aunque por supuesto los hay”.
El mismo Gustavo Mascardi, en una entrevista con El Grafico
que data de octubre de 1996, fue categórico: “En mi actividad hay mucha
corrupción”.
Mascardi no descubrió nada que no se supiera.
Los clubes padecen
estos focos de corrupción, que no son los únicos. Los dirigentes no desconocen
ningún fenómeno. Los jugadores tampoco, aunque en muchísimos casos son víctimas
o cómplices ocasionales de operaciones tan insolventes como imposibles de
presentar en un escenario creíble y transparente.
Mientras tanto, la industria del fútbol que nunca entra en
crisis profunda, no logró fabricar ningún anticuerpo.
Ni uno tan solo.
Quizás
no está en su naturaleza construirlo.
O quizás no le interesa hacerlo.
Y
entonces no hace nada.
Fuente Diario Popular
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