Por Eduardo Verona
Van y vienen los entrenadores. Giran alrededor de la ruleta
del fútbol argentino. Prometen grandes producciones y hasta resultados
positivos. Saben que aquello que comentan frente a las cámaras y micrófonos
puede derrumbarse en un par de días. Pero parecen empujados a vender ilusiones
y esperanzas. Y volver a empezar.
Prometen los técnicos como hábiles políticos en campaña
electoral. Prometen buen fútbol, protagonismos, actitudes valientes,
funcionamientos, presencias dominantes, presión bien alta, pelota al piso,
circulación, buena dinámica, buen ritmo, llegada clara y hasta más de uno se
atreve a imaginar en público resultados positivos. Expresan, en definitiva, la
palabra no autorizada.
Prometen los técnicos lo que, en general, saben que no
pueden garantizar. Porque en el fútbol nadie puede garantizar absolutamente
nada de nada. Sin embargo venden pompas de jabón los entrenadores. Y las pompas
de jabón siguen generando la avidez incontenible de los potenciales
compradores.
Eso mantiene vivo al fútbol: la esperanza de un día mejor.
Hace décadas esa esperanza la encarnaban con exclusividad los jugadores. De
ellos era el destino del fútbol. Ahora la encarnan los técnicos. Los jugadores
tienen muy poco para decir. Se repiten. Aburren. Cultivan demasiado los lugares
comunes. Improvisan y repentizan en dosis mínimas igual que en la cancha.
Los entrenadores de cualquier signo y línea futbolística, en
cambio, son mejores oradores. No brillantes ni muchísimo menos. Pero aún en el
campo de la mediocridad inexcusable, le ponen algo de condimento a un plato que
no tiene grandes misterios. El último gran misterio develado del fútbol moderno
no lo gestó el Barcelona que conducía Pep Guardiola, sino aquella Holanda
revolucionaria que dirigió Rinus Michels en Alemania 74, con Johan Cruyff
manejando todos los tiempos, todos los ritmos y todas las pausas.
Los dirigentes, estimulados por esa corporación sinuosa de
los representantes, buscan técnicos como si fueran objetos de consumo. Van por
uno, se quedan con el otro. Juegan con Coudet, Cocca, Azconzábal, Holan,
Méndez, Pusineri, Paolo Montero, Bernardi, Monzón, Mohamed, Burruchaga, Caruso
Lombardi, Miguel Angel Russo y otros que hoy están a punto y mañana quedan
fuera de competencia por detalles que nadie explica cuáles fueron. Ni tampoco
interesa conocerlos.
"El único proyecto que sirve en el fútbol argentino es
ganar. No existe otro proyecto. Por eso llevar grandes carpetas a los
encuentros con los dirigentes no tiene ningún sentido. Es para el show y la
gilada nada más. Para el circo. A nadie le importa el contenido de esas
carpetas de trabajo. Si no ganás el domingo que viene, te rajan. O te vas
porque no te queda otra". La observación data de 2005. Y es de Oscar
Ruggeri. La vigencia de esas palabras es absoluta.
¿De qué tienen que hablar los técnicos para quedar bien
parados por lo menos durante un par de semanas? De fantasías. De expresiones de
deseos. De voluntarismos. De ideas que valen la pena escucharse, pero con muy
poca proyección en la realidad. Esa sobreventa dialéctica suele estrellarse
rápidamente. Porque lo que se dice no se plasma. Es válido como un estupendo
ejercicio de autopromoción. Como una especie de curriculum inventado para
ganarse un espacio.
Después, ya en el lugar de los hechos, se descubren las
verdades ocultas. Lo que no hay. Lo que no puede hacerse. Lo que se había
construido solo para capturar ingenuidades en nombre de grandes cambios que a
veces son grandes retrocesos. ¿Estarán obligados los entrenadores a hablar
olvidándose al día siguiente lo que dijeron? ¿No habrá poca memoria en los
auditorios? ¿O es que nadie recuerda lo que se planteó ayer nomás a la hora de
las presentaciones formales y de los primeros partidos?
Son inmensas las decepciones. Y las deserciones no son
menores. Las claudicaciones intelectuales de esos protagonistas tampoco. Los
técnicos siempre se dibujan como víctimas del sistema. Todos en alguna medida
lo somos. Los técnicos a veces son víctimas y a veces son los victimarios.
Prometen que sus equipos van a jugar como el Barcelona. Y
juegan como pueden. En 9 de cada 10 casos, mal. Los intérpretes no crecen. Los
hinchas se desalientan. Los dirigentes no entienden, porque en general
entienden poco y nada. El juego se pincha. Pero la rueda tiene que seguir girando.
Es la ley, no escrita, de la vida. Es la ley, no escrita, del fútbol.
Fuente Diario Popular
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