Ilustro rrrojo
Hijos nuestros
Por Martín Caparrós
Hay palabras que la argentinidad no reconoce:
–Che, ¿vos de qué cuadro sos?
–Bueno, ahora soy de Boca.
La frase es imposible: ningún argentino diría ahora soy de tal o cual.
Porque el tiempo no tiene nada que ver con esa pertenencia:
está claro que no se debe cambiar de equipo o, mejor: que a nadie se le ocurre
semejante tontería.
Son épocas en que tantos tenemos la sensación –¿la
sensación?– de que cambiamos casi todo: de cónyuge –que supo ser para toda la
vida–, de trabajo –el día menos pensado–, de clase social –porque te viene la
mala y te caés o te conseguís un currito en el gobierno y pelechás–, de preferencias
sexuales –porque quién te dice le ves la cara a dios–, de partido –porque los
políticos son todos unos tránsfugas–, hasta de nacionalidad –porque cada tanto
se nos da por emigrar hacia un futuro-.
Pero de equipo no.
Una de las grandes ventajas de la identidad futbolera es que
nada te va a obligar a la mudanza: que una de sus condiciones es que ni
siquiera se te ocurre hacerlo.
Lo importante de esa identidad es que parece tan eterna como
el agua y el aire.
Pero alguien tiene que ocuparse de transmitirla, de
inculcarla.
–Señores yo soy de Boca desde la cuna…
Lo siento por quien tenga que sentirlo, y espero no ofender
a quien no deba, pero creo que no hay peor fracaso para un padre argentino
futbolero que descubrir que su hijo se le fue a la contra.
Siendo la contra, por supuesto, cualquiera que no sea su
equipo –pero mucho peor si es la contra verdadera-.
–No me digas que se te hizo bostero…
–No, bueno, son boludeces de chicos, ya se le va a pasar.
Los padres, en general, se cuidan. El rito de iniciación se
inicia al toque: en cuanto nace, el hijo de padre futbolero suele recibir los
atributos del equipo paterno: un babero, un chupete, una camisetita, si acaso
la inscripción como socio ecográfico.
Que, después, serán reforzados cuando corresponda: la
camiseta talle 2, la cháchara incesante, los primeros partidos en la tele, los
peloteos en el patio o la plaza.
Todo sea por construir un futuro común: al ver a ese repollo
arrugado en su moisés cualquier padre piensa que en veinte años, cuando se haya
transformado en un pavo de proporciones bélicas y habla confusa y un desdén
tumultuoso por todos sus mayores, la mejor –o la única– posibilidad de
comunicación y encuentro que tendrá con él será compartir, si acaso, un par de
horas frente al televisor o la cancha donde su equipo juegue.
Pero es más que eso: es la transmisión de una cultura.
Cada hincha está contento de ser hincha del equipo que es.
Por distintas razones –por el respeto a una historia, por el placer de ser de
los de abajo, por el afán de creerse distinguido, por el gozo de perder mejor
que nadie, por el recuerdo de su padre a su vez, por boludo– cada hincha ve su
pertenencia como algo que querría preservar. Es común que alguien diga ¡Uy!, no
me gustaría que mi hijo tuviera que barrer veredas como yo; es raro que alguien
piense ojalá mi hijo en lugar de ser de Chacarita se haga hincha de River.
Y el proceso en general funciona.
Si el fútbol es una parte significativa de la identidad,
rechazar así la identidad del padre está sólo un escalón por debajo de la
decisión –más tolerada– de cambiarse el apellido.
Aunque, por supuesto, nada garantiza nada.
En Boquita, mi libro sobre los placeres y dificultades de
ser hincha de Boca, uno de ellos recuerda que, a principios de los ochentas,
cuando tenía seis años y Boca no ganaba nada, sus compañeritos del colegio, tan
blancas palomitas, lo cargaban por bostero, y tenía un tío de Independiente que
lo asediaba, le regaló la camiseta, le contaba los triunfos de los rojos –que
acababan de llevarse una Libertadores-.
Ricardo estaba a punto de ceder. Hasta que su padre lo llamó
para una charla de hombre a hombre:
–¿Vos lo querés a tu papá? –Sí, claro, papi.
–Y si yo estuviera enfermo, ¿me seguirías queriendo? –Sí,
papi, claro.
–Entonces, ahora que a Boca le va mal hay que quererlo más
que nunca.
Le dijo su padre y el chico lloró y ahora, ya hombre, lo
recuerda cuando lleva a su hijo a la Bombonera. Y quizá vuelva a recordarlo
dentro de unos meses, cuando aparezca River, ya de vuelta de su viaje al más
acá, y el hombre pueda gritar junto a su chico y otros miles de padres e hijos
las dos palabras más hirientes:
Hijos Nuestros.
Fuente Olé
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