Vistas de página en total

lunes, 2 de julio de 2012

Tengoqueleerlo - HIJOS NUESTROS por Martin Caparrós


Ilustro rrrojo


Hijos nuestros


Por Martín Caparrós

Hay palabras que la argentinidad no reconoce:

–Che, ¿vos de qué cuadro sos?
–Bueno, ahora soy de Boca.

La frase es imposible: ningún argentino diría ahora soy de tal o cual.

Porque el tiempo no tiene nada que ver con esa pertenencia: está claro que no se debe cambiar de equipo o, mejor: que a nadie se le ocurre semejante tontería.

Son épocas en que tantos tenemos la sensación –¿la sensación?– de que cambiamos casi todo: de cónyuge –que supo ser para toda la vida–, de trabajo –el día menos pensado–, de clase social –porque te viene la mala y te caés o te conseguís un currito en el gobierno y pelechás–, de preferencias sexuales –porque quién te dice le ves la cara a dios–, de partido –porque los políticos son todos unos tránsfugas–, hasta de nacionalidad –porque cada tanto se nos da por emigrar hacia un futuro-.

Pero de equipo no.

Una de las grandes ventajas de la identidad futbolera es que nada te va a obligar a la mudanza: que una de sus condiciones es que ni siquiera se te ocurre hacerlo.

Lo importante de esa identidad es que parece tan eterna como el agua y el aire.

Pero alguien tiene que ocuparse de transmitirla, de inculcarla.

–Señores yo soy de Boca desde la cuna…

Lo siento por quien tenga que sentirlo, y espero no ofender a quien no deba, pero creo que no hay peor fracaso para un padre argentino futbolero que descubrir que su hijo se le fue a la contra.

Siendo la contra, por supuesto, cualquiera que no sea su equipo –pero mucho peor si es la contra verdadera-.

–No me digas que se te hizo bostero…
–No, bueno, son boludeces de chicos, ya se le va a pasar.

Los padres, en general, se cuidan. El rito de iniciación se inicia al toque: en cuanto nace, el hijo de padre futbolero suele recibir los atributos del equipo paterno: un babero, un chupete, una camisetita, si acaso la inscripción como socio ecográfico.

Que, después, serán reforzados cuando corresponda: la camiseta talle 2, la cháchara incesante, los primeros partidos en la tele, los peloteos en el patio o la plaza.

Todo sea por construir un futuro común: al ver a ese repollo arrugado en su moisés cualquier padre piensa que en veinte años, cuando se haya transformado en un pavo de proporciones bélicas y habla confusa y un desdén tumultuoso por todos sus mayores, la mejor –o la única– posibilidad de comunicación y encuentro que tendrá con él será compartir, si acaso, un par de horas frente al televisor o la cancha donde su equipo juegue.

Pero es más que eso: es la transmisión de una cultura.

Cada hincha está contento de ser hincha del equipo que es. Por distintas razones –por el respeto a una historia, por el placer de ser de los de abajo, por el afán de creerse distinguido, por el gozo de perder mejor que nadie, por el recuerdo de su padre a su vez, por boludo– cada hincha ve su pertenencia como algo que querría preservar. Es común que alguien diga ¡Uy!, no me gustaría que mi hijo tuviera que barrer veredas como yo; es raro que alguien piense ojalá mi hijo en lugar de ser de Chacarita se haga hincha de River.

Y el proceso en general funciona.

Si el fútbol es una parte significativa de la identidad, rechazar así la identidad del padre está sólo un escalón por debajo de la decisión –más tolerada– de cambiarse el apellido.

Aunque, por supuesto, nada garantiza nada.

En Boquita, mi libro sobre los placeres y dificultades de ser hincha de Boca, uno de ellos recuerda que, a principios de los ochentas, cuando tenía seis años y Boca no ganaba nada, sus compañeritos del colegio, tan blancas palomitas, lo cargaban por bostero, y tenía un tío de Independiente que lo asediaba, le regaló la camiseta, le contaba los triunfos de los rojos –que acababan de llevarse una Libertadores-.

Ricardo estaba a punto de ceder. Hasta que su padre lo llamó para una charla de hombre a hombre:

–¿Vos lo querés a tu papá? –Sí, claro, papi.

–Y si yo estuviera enfermo, ¿me seguirías queriendo? –Sí, papi, claro.

–Entonces, ahora que a Boca le va mal hay que quererlo más que nunca.

Le dijo su padre y el chico lloró y ahora, ya hombre, lo recuerda cuando lleva a su hijo a la Bombonera. Y quizá vuelva a recordarlo dentro de unos meses, cuando aparezca River, ya de vuelta de su viaje al más acá, y el hombre pueda gritar junto a su chico y otros miles de padres e hijos las dos palabras más hirientes:

Hijos Nuestros.




Fuente Olé

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.